Me duele cuando trago
, dijo ella.
Ya lo ves
, dijo él.
Deberías venir conmigo al médico. Esta va a ser nuestra historia, y es la verdad, es lo que pasó. Te hubiera estrangulado
.
Sí
, pensó.
Yo se lo impedí
.
Ella dijo:
Son las cuatro. Ningún médico nos verá ahora. Y aunque nos viera. Se calló y luego descruzó los brazos. Créeme, estoy pensando todo el tiempo en la policía, en lo que verán cuando entren aquí.
Quitaremos la manta primero
, dijo él.
Ella dijo:
La manta da igual. Te diré lo que verán: un cadáver mutilado
.
No digas eso
, dijo él.
Un cráneo hundido
, dijo ella,
y un agujero en su cara. ¿Y qué tenemos nosotros? ¿ Una oreja roja y una garganta dolorida?
Y mis huevos
, pensó él, pero no dijo nada.
Había un par de técnicos trabajando junto a los amplificadores. Lo único que tuvo que hacer fue saludarlos con la cabeza. Luego se paró al final de las hileras. Había una mesa, y allí estaban, apiladas debajo, exactamente como él recordaba. Pero podía pararse en el camino de vuelta. Ahora tenía que hacer su trabajo, eso le ayudaría. Ni siquiera eso. Quería hacerlo, tenía que seguir adelante. Pasó por las puertas dobles y entró en la cámara de conexiones. Allí también había dos hombres, eran personas a las que siempre saludaba pero a las que nunca llegó a conocer. Uno tenía puestos los auriculares, el otro estaba escribiendo. Le sonrieron. No era aconsejable hablar aquí, se podía murmurar si era imprescindible, pero nada más. El que estaba escribiendo señaló la oreja hinchada e hizo una mueca.
Uno de los magnetofones, el que no estaba en uso, necesitaba una válvula nueva. Se sentó para hacer el trabajo y se tomó su tiempo para desatornillar la tapa. Esto era lo que hubiera estado haciendo si no hubiera sucedido nada. Quería que durase. Sustituyó la válvula y luego estuvo hurgando, mirando las conexiones y los puntos de soldadura de la activación de señal. Después de volver a poner la tapa continuó sentado allí, fingiendo pensar.
Debió de haberse dormido. Estaba tumbado de espaldas, completamente vestido, la luz estaba encendida, y él no podía recordar nada. Luego recordó. Ella le estaba sacudiendo por un brazo y se sentó.
Ella dijo:
No puedes dormirte y dejármelo todo a mí
.
Lo sucedido volvía a su memoria. Dijo:
Estás en contra de todo lo que digo. Tú dirás
.
Ella dijo:
No quiero decirte nada. Quiero que lo veas por ti mismo
.
¿Que vea qué?
, dijo él.
Por primera vez en varias horas ella se levantó. Se llevó la mano a la garganta y dijo: N
o creerán lo de la defensa propia. No lo creerá nadie. Si se lo decimos iremos a la cárcel.
El buscaba con la vista la botella de ginebra, que no estaba donde la había dejado. Ella debía de haberla cambiado de sitio, cosa que no le importó porque ahora tenía ganas de vomitar. Dijo:
No creo que eso sea necesariamente cierto
. Pero no lo decía en serio, era cierto, irían a la cárcel, a una cárcel alemana.
Entonces
, dijo ella,
tengo que decirlo. Alguien tiene que decirlo, así que lo diré yo. No tenemos que contárselo, no le decimos nada a nadie. Lo sacamos de aquí y lo ponemos donde no puedan encontrarlo
.
¡Oh, Dios mío!
, exclamó él.
Y si lo encuentran algún día
, dijo ella,
y vienen a decírmelo, yo contestaré, ¡oh!, es muy triste, pero era un borracho y un héroe de guerra, era inevitable que se metiera en algún lío
.
¡Oh, Dios!
, dijo él, y luego:
Si nos ven sacarlo de aquí, entonces sí que estamos perdidos, parecerá asesinato. Asesinato
.
Eso es verdad
, dijo ella.
Tenemos que hacerlo bien
. Se sentó a su lado.
Tenemos que trabajar juntos
, dijo él.
Ella asintió y se cogieron de las manos y no hablaron durante un rato.
Al final tuvo que marcharse. Tuvo que dejar la acogedora cámara. Saludó con la cabeza a los dos hombres, cruzó las puertas dobles y tragó con fuerza para adaptar sus oídos a la presión más baja. Luego estaba arrodillado junto a una mesa. Allí estaban las dos cajas vacías. Cada una de ellas podía contener dos de los grandes magnetofones Ampex, además de piezas de repuesto, micrófonos, bobinas y cable. Eran negras, con los bordes reforzados, y tenían grandes cerraduras a presión y dos tiras de lona con hebilla alrededor para mayor seguridad. Abrió una. No había letras ni dentro ni fuera, ningún código del ejército ni el nombre del fabricante. Tenía una ancha cinta de lona como asa. Las cogió y echó a andar por el túnel. Tuvo dificultad para pasar con ellas junto a los hombres que estaban trabajando en las hileras de amplificadores, pero uno de ellos le cogió una caja y se la llevó al otro extremo. Luego se encontró solo, golpeando con las cajas las paredes del túnel camino del pozo.
Podía haberlas subido por las escaleras de una en una, pero el tipo que estaba arriba le vio y movió la grúa y puso en marcha el torno eléctrico. Colocó las cajas y subieron antes que él. Pasó junto a los montones de tierra, subió a la planta baja, cruzó torpemente unas puertas dobles y caminó por un lado de la carretera hasta donde estaba el centinela. Tuvo que abrir las cajas para que las viera Howie, simplemente una formalidad, y luego siguió por la 'carretera. Comenzaban sus vacaciones.
Su nuevo equipaje era lo bastante voluminoso como para constituir una molesta. Le iba golpeando en las piernas y le obligaba a llevar los brazos muy separados del cuerpo, lo cual hacía que le doliera el, hombro. Y eso que el equipaje estaba vacío. No había ni rastro del chiquillo del pelo color zanahoria. En el pueblo tuvo dificultad para leer el horario en la parada del autobús, los números se desplazaban hacia arriba diagonalmente. Los leyó mientras se movían. Tenía que esperar cuarenta minutos, así que dejó las cajas en el suelo contra una pared y se sentó en ellas.
El había sido el primero en hablar. Eran las cinco de la madrugada. Dijo:
Podría bajarle a rastras por las escaleras ahora, llevarle a una de las casas bombardeadas. Podríamos ponerle la botella en la mano para que pareciese que algo había ocurrido con los otros borrachos
. Dijo todo esto, pero sabía que no tenía fuerzas para hacerlo, no ahora.
Ella dijo:
Siempre hay gente en las escaleras. Vienen de los turnos de noche o salen muy temprano. Y algunos son viejos y no duermen nunca. Aquí nunca hay verdadera tranquilidad
.
El estaba asintiendo todo el tiempo mientras ella hablaba. Era una idea, pero no la mejor idea y se alegraba de que estuviesen pensándolo bien. Por fin estaban de acuerdo, por fin estaban llegando a alguna parte. Cerró los ojos. Todo saldría bien.
Luego el conductor le estaba sacudiendo. Seguía sentado sobre las cajas y el conductor había supuesto que estaba esperando el autobús. Después de todo, ésta era la parada final del trayecto. No había olvidado nada, lo sabía todo en el momento en que abrió los ojos. El conductor cogió una de las cajas y él cogió la otra. Algunas madres con niños pequeños estaban ya sentadas, iban al centro de la ciudad, a los grandes almacenes. Allí era donde iba él también, no se había olvidado de nada. Se lo diría a Maria, que había estado pensando en ello sin cesar. Sus brazos y sus piernas estaban débiles, no los había puesto en marcha aún. Se sentó delante, con el equipaje en el asiento de atrás. No tenía necesidad de irlo mirando todo el tiempo.
Se dirigieron hacia el norte y fueron parando para recoger a más madres con niños y bolsas de la compra. No era la resuelta puntualidad de la hora punta. Ahora el viaje era alegre, charlatán, festivo. Permaneció sentado con las voces separadas a su espalda, la animada conversación de las madres fundada en el acuerdo, cortada por risitas y gemidos cómplices, los irrelevantes chillidos de los niños, sus exclamaciones señalando con el dedo, sus listas de sustantivos alemanes, las repentinas rabietas. Y él solo delante, demasiado grande, demasiado malo para una madre, recordando los viajes con la suya desde Tottenham a Oxford Street, en el asiento de la ventanilla, sosteniendo los billetes, la absoluta autoridad del cobrador y del sistema que representaba, que era auténtica; decir adónde iban, pagar, el cambio, la campanilla, agarrarse bien hasta que el autobús, grande, vibrante, importante, se hubiera detenido.
Se bajó con todos los demás en la Kurfürstendamm.
Ella dijo:
No vayas a la Eisenwarenhandlung, ve a unos grandes almacenes donde no te recordarán
.
Había uno grande y nuevo al otro lado de la calle. Esperó con muchas otras personas a que un policía parase el tráfico y les hiciera señas de que pasaran. Era importante no infringir la ley. Los almacenes eran nuevos, todo era nuevo. Consultó una lista que había en un tablón. Tenía que bajar al sótano. Se puso en la escalera mecánica. En la tierra de los vencidos no era necesario bajar las escaleras. El lugar era eficiente. En pocos minutos tenía lo que quería. La chica que le atendió le dio el cambio y los
Bitte schön
sin una mirada y se volvió al hombre que estaba al lado de Leonard. Tomó el metro en Wittenbergplatz y anduvo hasta el piso desde Kottsbusser Tor.
Cuando llamó a la puerta ella gritó:
—
Wer ist da?
—Soy yo —dijo él en inglés.
Cuando ella abrió la puerta miró las cajas que él llevaba y luego dio media vuelta. Sus ojos no se habían encontrado. No se tocaron. La siguió. Ella llevaba guantes de goma, todas las ventanas estaban abiertas. Ella había limpiado el cuarto de baño. En el piso había el ambiente de una limpieza de primavera.
Seguía estando allí bajo la manta. Leonard tuvo que saltar por encima de él. Ella había dejado la mesa vacía. Había una pila de periódicos viejos en el suelo, y sobre una silla, doblados, los seis metros de tela engomada que ella había dicho que compraría. Había mucha luz y hacía frío. El dejó las cajas en el suelo junto a la puerta del dormitorio. Deseaba entrar allí y tumbarse en la cama.
—He hecho café —dijo ella.
Se lo bebieron de pie. Ella no le preguntó cómo le había ido la mañana, él no le preguntó cómo le había ido a ella.
Habían hecho lo que tenían que hacer. Ella terminó el café rápidamente y empezó a extender los periódicos sobre la mesa, dos o tres hojas una encima de otra. La observó desde un lado, pero cuando se volvió en su dirección, él apartó la mirada.
—¿Sí? —dijo ella.
Entraba mucha luz y luego más aún. El sol había salido y aunque no daba directamente en la habitación, la luz que se reflejaba en unos enormes cúmulos iluminaba cada rincón, cada detalle: la taza que tenía en la mano, un titular en letra gótica visto del revés sobre la mesa, la piel negra cuarteada de los zapatos que asomaban bajo la manta.
Si todo esto desapareciera, les costaría mucho volver al punto de partida. Pero lo que estaban a punto de hacer ahora les obstruiría el camino para siempre. Por lo tanto, y esto parecía bien sencillo, por lo tanto lo que estaban haciendo era malo. Pero ya habían discutido todo eso, habían hablado durante toda la noche. Ella estaba de espaldas a él, mirando por la ventana. Se había quitado los guantes. Las yemas de sus dedos descansaban sobre la mesa. Estaba esperando a que él hablase. El dijo su nombre. Estaba cansado, pero trató de decirlo de la forma en que solían hacerlo, suavemente ascendente, como una pregunta, cada vez que querían recordarse el uno al otro algo esencial, el amor, el sexo, la amistad, la vida compartida, lo que fuera.
—Maria —dijo.
Ella lo reconoció y se volvió. Su mirada era desesperanzada. Se encogió de hombros, y él comprendió que tenía razón. Eso lo haría más difícil. Asintió para expresar su acuerdo y luego se volvió, se arrodilló junto a una de las cajas y la abrió. Sacó una cuchilla de cortar linóleo, una sierra y un hacha y las puso a un lado. Luego, dejando la manta y la horma en su sitio, con Leonard en la cabeza y Maria en los pies, levantaron a Otto para ponerlo en la mesa.
Desde el principio, desde el mismo momento en que le pusieron las manos encima, todo fue mal. Ahora que el rigor mortis se había producido era en realidad mucho más fácil levantarlo. Sus piernas permanecieron rectas y no se dobló por la mitad. Estaba boca abajo cuando le cogieron, y era como una tabla. La transformación les cogió desprevenidos. Leonard aflojó su presa en las axilas. La cabeza se inclinó. La horma, arrastrada por su propio peso, se salió del cráneo y le cayó a Leonard en un pie.
Por encima de su grito de dolor, Maria chilló:
–¡No le sueltes ahora! ¡Ya casi le tenemos en la mesa!
Peor que el dolor de lo que pensaba que podía ser un dedo roto, era el hecho de que por debajo de la' manta, del cerebro o de la boca de Otto, salía un líquido frío de alguna clase que estaba empapando la parte inferior de los pantalones de franela de Leonard.
–¡Dios mío! –exclamó–. Entonces vamos a ponerlo pronto allí. Voy a vomitar.
Había el sitio justo para el cuerpo colocado en diagonal sobre la mesa. Con la parte inferior del pantalón pegado a las espinillas, Leonard cojeó hasta el cuarto de baño y se inclinó sobre la taza del inodoro. No le vino nada. No había comido nada desde las
Rippenchen mit Erbsenpüree
de la noche anterior.
Prefería el nombre alemán. Cuando miró más abajo de sus rodillas, sin embargo, y vio una mancha de materia gris bordeada de sangre y pelos resaltando contra la tela oscura mojada, tuvo arcadas. Al mismo tiempo trató de quitarse los pantalones. Maria le estaba mirando desde la puerta del cuarto de baño.
—También lo tengo en los zapatos —dijo—. Y el pie está roto, estoy seguro.
Se quitó los zapatos, los calcetines y los pantalones y los tiró debajo del lavabo. No había nada que enseñar en su pie más que una ligera marca.
—Te lo frotaré —se ofreció ella.
Le siguió al dormitorio. El encontró unos calcetines en el armario y unos pantalones arrugados a causa de la ocupación de Otto. Junto a la cama estaban sus zapatillas de paño.
—Quizá deberías ponerte uno de mis delantales —dijo Maria.
Eso parecía completamente inapropiado. Las mujeres usaban delantales para hacer pasteles y hornear pan.