El inocente (21 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

«… hace tiempo que está en la calle solitaria…» Sonó el timbre y Leonard fue a abrir. Era Russell, de la radio militar. Sin saber por qué, Leonard se sintió absurdo porque su radio estaba sintonizada en esa emisora. Russell no pareció darse cuenta. Había cogido la mano de Maria y la estaba reteniendo demasiado. Pero sus amigas de la oficina, Jenny y Charlotte, aparecieron de pronto, riendo y tendiendo regalos. Russell se apartó cuando las chicas alemanas se llevaron a la futura novia entre abrazos y exclamaciones en argot berlinés y acamparon con ella en el sofá. Leonard preparó una ginebra con tónica para Russell y Pimms con limonada para las chicas.

—¿Es la que te envió el mensaje por el tubo? —preguntó Russell.

—En efecto.

—Realmente, sabe lo que quiere. ¿No vas a presentarme a sus amigas?

Glass llegó, seguido inmediatamente por Lofting, cuya atención fue atraída por un estallido de risas femeninas procedente del sofá. Así que Leonard preparó las bebidas y luego llevó al locutor de radio y al teniente a aquella parte de lá habitación. Una vez hechas las presentaciones, Russell inició un animado coqueteo con Jenny, diciéndole que sabía que la había visto antes en algún sitio y que tenía una cara muy dulce. Lofting, más en el estilo de Leonard, entabló una torturada charla banal con Charlotte.

—Es fascinante. ¿Y cuánto tiempo tardas en llegar a Spandau por las mañanas? —le preguntó. A ella y a sus amigas les dio un ataque de risa.

Glass había aceptado pronunciar unas palabras. A Leonard le conmovió que su amigo se hubiese tomado la molestia de escribirlas a máquina en unas tarjetas. Glass empezó con un divertido relato acerca de Leonard con una rosa detrás de la oreja y el mensaje que llegó por el tubo neumático. Esperaba que algún día él también fuese liberado de la soltería de un modo igualmente espectacular y por una chica tan guapa y tan maravillosa en todos los sentidos como Maria. Russell gritó:

—¡Bravo!

Maria le hizo callar.

Luego Glass hizo una pausa para indicar un cambio de tono. Estaba tomando aliento para empezar de nuevo cuando sonó el timbre. Eran los Blake. Mientras esperaban, Leonard les sirvió unas copas. La señora Blake se sentó en una butaca. Su marido se quedó de pie junto a la puerta mirando inexpresivamente a Glass, el cual inclinó la barba para indicar que la interrupción había terminado. Habló en voz baja:

—Todos los que estamos en esta habitación, alemanes, británicos y norteamericanos, en nuestros distintos trabajos, nos hemos comprometido a construir un nuevo Berlín. Una nueva Alemania. Una nueva Europa. Ya sé que ésa es la forma grandilocuente en que hablan los políticos, aunque sea verdad. Sé que a las siete de una mañana de invierno, cuando me estoy vistiendo para ir a trabajar, no pienso demasiado en construir una nueva Europa. —Hubo un murmullo de risas—. Todos sabemos qué libertades queremos y todos sabemos qué las amenaza. Todos sabemos que el lugar, el único lugar, para empezar a hacer una Europa libre y a salvo de la guerra está justo aquí, con nosotros, en nuestros corazones. Leonard y Maria pertenecen a países que hace diez años estaban en guerra. Al prometerse para casarse están trayendo, a su manera, su propia paz a sus naciones. Su matrimonio, y todos los matrimonios como éste, vinculan a los países más que ningún tratado. Los matrimonios por encima de las fronteras aumentan la comprensión entre las naciones y hacen que cada vez sea un poco más difícil que vuelvan a entrar en guerra.

Glass levantó los ojos de sus tarjetas y' sonrió, renegando repentinamente de su seriedad.

—Por eso estoy siempre alerta para encontrar una simpática muchacha rusa a la que llevarme a casa a Cedar Rapids. ¡Por Leonard y Maria!

Todos levantaron sus vasos y Russell, que rodeaba la cintura de Jenny con un brazo, gritó:

—¡Venga, Leonard, habla!

La única vez que Leonard había hablado en público fue en el instituto, donde, como delegado de la sexta clase en su último año, se veía obligado una vez cada dos semanas, cuando le tocaba el turno, a leer los comunicados en la asamblea de la mañana. Cuando empezó ahora, se dio cuenta de que su respiración era demasiado rápida y superficial. Tenía que hablar en grupos de tres o cuatro palabras.

—Gracias, Bob. Hablando en nombre propio, no puedo garantizar que vaya a reconstruir Europa. Lo más que sé hacer es poner un estante en el cuarto de baño.

Su chiste cayó bien. Hasta Blake sonrió. Desde el otro lado de la habitación Maria le sonreía radiante, ¿o estaba medio llorando también? Leonard se sonrojó. Su éxito le animó. Deseó tener otros diez chistes que contar.

—Hablando en nombre de los dos, lo único que podemos prometer, a vosotros y el uno al otro, es ser felices. Muchas gracias por haber venido.

Hubo aplausos y, una vez más animado por Russell, Leonard cruzó la habitación y besó a Maria. Russell besó a Jenny y luego todos se dedicaron a beber.

Blake se acercó para darle la mano a Leonard y felicitarle.

—El norteamericano de la barba —dijo—, ¿de qué lo conoce?

Leonard titubeó.

—Trabajamos en el mismo sitio.

—No sabía que trabajaba para los americanos.

—Sí. Es una cosa intersectorial. Líneas telefónicas.

Blake le lanzó una larga mirada. Le llevó consigo a un rincón tranquilo de la habitación.

—Quiero darle un consejo. Ese tipo, Glass, ¿no?, trabaja para Bill Harvey. Si usted me dice que trabaja con Glass, me está diciendo en qué trabaja. Altglienicke. Operación Oro. No tengo por qué saberlo. Está infringiendo las normas de seguridad.

A Leonard le hubiera gustado decirle a Blake que él también infringía las normas de seguridad al indicarle tan claramente que formaba parte de la comunidad de los servicios de información.

—No sé quiénes son las otras personas que están aquí —dijo Blake—. Pero sé que en estas cuestiones Berlín es una ciudad muy pequeña. Es un pueblo. Usted no debería ser visto en público con Glass. Eso les delata. Mi consejo es que mantenga su vida profesional y su vida social bien separadas. Ahora voy a felicitar a su futura esposa y luego nos iremos.

Los Blake se marcharon. Leonard permaneció al acecho durante un rato con su vaso en la mano. Una parte de él, una parte desagradable, pensó, quería ver si pasaba algo entre Glass y Maria. No se estaban haciendo el menor caso. Glass fue el siguiente en marcharse. Lofting había tomado varias copas y estaba haciendo progresos con Charlotte. Jenny estaba sentada en el regazo de Russell. Los cuatro habían decidido ir a un restaurante y luego - a una sala de fiestas. Trataron de persuadir a Leonard y a Maria de que fueran con ellos. Cuando se convencieron de que no iban a conseguirlo, se marcharon con besos, abrazos y adioses desde el hueco de la escalera.

Había vasos abandonados por todas todas partes y el humo de los cigarrillos flotaba en el aire. El piso estaba tranquilo.

Maria le rodeó el cuello con los brazos desnudos.

—Hiciste un discurso precioso. No me habías dicho que se te daba tan bien eso.

Se besaron.

—Vas a tardar mucho tiempo en averiguar todas las cosas que se me dan bien.

Había pronunciado un discurso ante ocho personas. Se sentía distinto, capaz de todo. Se pusieron los abrigos y salieron. El plan era cenar en Kreuzberg y pasar la noche en Adalbertstrasse, incluyendo así ambas casas en la celebración.

Maria había hecho la cama con sábanas limpias, puso velas nuevas en las botellas y preparó dos cuencos de sopa.

Cenaron
Rippenchen mit Erbsenpüree
, costillas de cerdo y puré de guisantes, en un restaurante de Oranienstrasse que frecuentaban mucho. El dueño sabía lo del compromiso y les llevó unos vasos de vino espumoso por cuenta de la casa.

Aquel lugar era como un dormitorio, casi como una cama.

Estaban en las profundidades del local, en una mesa de madera oscura y manchada de cinco centímetros de grosor, encajonados por los bancos de respaldo alto y asientos gastados por muchos traseros. Había un mantel de grueso brocado que caía pesadamente sobre su regazo. Sobre éste un camarero extendió un mantel de hilo blanco almidonado. Había una luz tenue procedente de un farol de cristal rojo que colgaba del bajo techo por una pesada cadena. Un aire cálido y húmedo los envolvía aún más en un aroma a cigarrillos brasileños, café cargado y carne asada. Media docena de hombres viejos estaban sentados alrededor de la Stammtisch, la mesa de los clientes habituales, bebiendo cerveza y aguardiente de trigo y más cerca otros jugaban una partida de cartas.

Uno de los viejos se detuvo cuando pasaba tambaleándose junto a la mesa de Leonard y Maria. Miró con aire teatral su reloj y dijo:


Auf zur Ollen!

Cuando se fue, Maria le explicó a Leonard que era un dicho berlinés.

—A casa con la vieja. ¿Eso dirás dentro de cincuenta años?

El levantó su vaso.

—Por mi
Olle
.

Se aproximaba otra celebración, una de la que no podía hablarle a ella. Dentro de tres semanas el túnel cumpliría un año, calculando, como habían acordado, desde la fecha de la primera excavación. También habían acordado que tenían que hacer algo para conmemorar el acontecimiento, algo que no violara las normas de seguridad, pero que fuera rimbombante de todas formas, y simbólico. Se creó una comisión con ese fin. Glass se nombró a sí mismo presidente de la comisión. Los restantes miembros eran un sargento del ejército norteamericano, un oficial de enlace alemán y Leonard. Para poner de relieve la colaboración entre las tres naciones, las contribuciones reflejarían algo de cada cultura nacional. A Leonard le había parecido un poco injusta la forma en que Glass había repartido responsabilidades, pero no dijo nada. Los norteamericanos se encargarían de la comida, los alemanes proporcionarían la bebida y los británicos ofrecerían una actuación sorpresa, un toque festivo.

Con un presupuesto de treinta libras, Leonard había visitado los tablones de anuncios de la YMCA
[7]
y de los clubes militares H buscando un número que hiciera honor a su país. Había lá esposa de un cabo que leía las hojas de té, un perro que cantaba, en venta más que en alquiler, propiedad de un director de AKC,
[8]
y un equipo incompleto de baile
morris
,
[9]
un vástago del club de rugby de la RAF. Había además una Tía Universal que iba a recibir al aeropuerto o a la estación a niños y parientes seniles y también un prestidigitador «de primera», sólo para menores de cinco años.

La misma mañana de la fiesta de compromiso Leonard había seguido una pista y había contactado con un sargento de los Scots Greys que le había prometido conseguirle, a cambio de una contribución de treinta libras para el fondo del comedor de sargentos, un gaitero con el atuendo completo del regimiento, gaita, enagüillas, de todo. Esto, su breve discurso y su afortunado chiste, el vino espumoso, la ginebra que lo había precedido, el nuevo idioma que estaba empezando a dominar, el restaurante donde se sentía tan a gusto y, sobre todo, su bella prometida, que estaba chocando su vaso con el suyo, hizo reflexionar a Leonard que hasta entonces no se había conocido realmente a sí mismo, que era mucho más interesante y, bueno, más civilizado de lo que nunca se había atrevido a sospechar.

Maria se había rizado el pelo para el acontecimiento. Sobre su alta frente shakespeariana había unos rizos artísticamente desordenados y justo debajo de la coronilla un nuevo broche blanco, el toque infantil que se resistía a abandonar. Ahora le estaba mirando con paciente diversión, la misma mirada, a la vez de propietaria y de abandono, que le había obligado en los primeros días a distraerse con la circuitería y la aritmética mental. Llevaba la sortija de plata que le había comprado a un árabe en la Ku'damm. El hecho mismo de que fuera tan barata era una celebración de su libertad. Delante de las grandes joyerías, las parejas jóvenes contemplaban anillos de compromiso que costaban más de tres meses de sueldo. Después de que Maria regateara duramente mientras Leonard, demasiado azorado para escuchar, se quedaba a unos pasos de distancia, compraron uno por menos de cinco marcos.

La cena era lo único que se interponía entre ellos y el piso de Maria, el dormitorio a punto y la consumación de su compromiso. Les apetecía hablar de sexo, así que hablaron de Russell. Leonard estaba tratando de mantener un tono de responsable cautela. No era muy adecuado para su estado de ánimo actual, pero la fuerza de la costumbre pesaba mucho. Quería hacerle una advertencia a Maria para que se la pasara a su amiga Jenny. Russell iba muy deprisa, era un conquistador, como diría Glass: una vez había asegurado que en los cuatro años que llevaba en Berlín se había acostado con más de ciento cincuenta chicas. Leonard dijo en alemán:

—Aparte de que seguro que tiene gonorrea,
den Tripper
—había aprendido la palabra recientemente en un cartel de un retrete público—, no se va tomar a Jenny en serio. Ella debería saberlo.

Maria se llevó la mano a la boca y se rió por lo de Tripper.


Sei nicht doof'
Eres…
schiichtern
. ¿Cómo se dice en inglés?

—Un remilgado, creo —se vio obligado a traducir Leonard.

—Jenny no es tonta ¿Sabes lo que dijo cuando Russell entró en la habitación? Dijo: «Ese es el que quiero. No cobro hasta el final de la semana próxima y deseo ir a un restaurante. Luego me gustaría ir a bailar. Y además, tiene una mandíbula bonita, como Superman.» Así que ella se pone a trabajar y Russell cree que lo ha hecho todo él. Leonard dejó el tenedor y el cuchillo y se retorció las manos con fingida angustia.

—¡Dios mío! ¿Por qué soy tan ignorante?

—Ignorante no. Inocente. Y ahora te casas con la primera y única mujer que has conocido. ¡Perfecto! Son las mujeres las que deberían casarse con vírgenes, no los hombres. Os queremos nuevos…

Leonard apartó su plato. No era posible comer mientras te seducían.

—Os queremos nuevos para poder enseñaros cómo complacernos.

—¿Nos? —dijo Leonard—. ¿Quieres decir que hay más de una mujer en ti?

—No hay nadie más que yo. No tienes que pensar nada más que en eso.

—Te necesito —dijo Leonard.

Le hizo una seña al camarero. No era la clásica exageración. Si no se acostaba con ella pronto, pensaba que se iba a poner enfermo, porque había una fría presión hacia arriba en su estómago y en el puré de guisantes que tenía en él.

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