El inocente (23 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

—¡Cállate! ¡Por Dios Santo, cállate un minuto!

Ella se calló instantáneamente. Ambos permanecieron en silencio fumando sus cigarrillos. Ella se quedó en la silla. El se alejó lo más posible en una habitación tan pequeña. Luego ella le miró y sonrió como disculpándose. El mantuvo la cara inexpresiva. Ella había querido que se enfadara un poco con ella, bueno pues se enfadaría, por un rato.

Maria pasó unos momentos apagando su cigarrillo y al principio no levantó la vista de lo que estaba haciendo cuando habló:

—Te diré por qué está ahí dentro. Te diré lo que quiere Otto. Ojalá no lo supiera, detesto saberlo. Pero… —Cuando empezó de nuevo su tono era más animado. Tenía una teoría—. Al principio de conocer a Otto, era amable. Esto ocurrió antes de que empezara a beber, hace siete años. Al principio era amable. Hacía todo lo que se le ocurría para agradarme. Entonces fue cuando me casé con él. Luego, poco a poco, vi que esta amabilidad era posesión. Es posesivo, pensaba que no paraba de mirar a otros hombres, o que ellos me miraban. Es celoso, empezó a pegarme, a inventar historias, historias estúpidas respecto a mí y otros hombres, gente que él conoce o gente por la calle, da igual. Siempre piensa que hay algo. Piensa que la mitad de Berlín ha estado en la cama conmigo y la otra mitad está en la cola. Por entonces lo de la bebida empeoró. Y finalmente, después de tanto tiempo, lo entiendo.

Iba a coger otro cigarrillo, pero se estremeció y cambió de idea.

—Esto, lo de otro hombre y yo, es lo que quiere. Quiere verme con otro hombre, quiere hablar de eso, quiere que yo hable de eso. Le excita.

—Es… es una especie de pervertido –dijo Leonard.

Nunca había dicho esa palabra. Era adecuada.

—Exactamente. Descubre lo nuestro, entonces me pega. Luego se marcha y piensa en eso y no puede parar de pensar. Son sus sueños hechos realidad, y esta vez es verdad. Piensa y bebe y todo el tiempo tiene una llave que ha cogido de algún sitio. Luego, esta noche, bebe más que de costumbre, sube aquí y espera…

Maria estaba empezando a llorar. Leonard cruzó la habitación y le puso una mano en el hombro.

—Espera, pero tardamos y se duerme. Quizá iba a saltar mientras… cuando… estuviera pasando y acusarme de algo. Piensa que todavía le pertenezco, piensa que me voy a sentir culpable…

Lloraba demasiado para poder hablar. Buscaba un pañuelo en su falda. Leonard le dio uno grande y blanco que llevaba en el bolsillo del pantalón. Después de sonarse, Maria respiró profundamente.

Leonard empezó a hablar, pero ella le interrumpió.

—Le odio, y siento odiarle.

Entonces él terminó lo que había empezado a decir.

—Le echaré una ojeada.

Entró en el dormitorio y encendió la luz. Para abrir el armario tuvo que cerrar la puerta de la habitación. Se quedó mirando al
voyeur
. La postura de Otto no había cambiado.

Maria le llamó desde el cuarto contiguo. El abrió la puerta del dormitorio unos centímetros.

—No pasa nada –le dijo–. Le estaba mirando.

Siguió mirándole fijamente. Maria había elegido realmente a este hombre como marido. A eso se reducía todo. Podía decir que le odiaba, pero le había elegido. Y también había elegido a Leonard. Utilizando el mismo gusto. El y Otto le habían atraído, tenían eso en común, aspectos de la personalidad, apariencia física, destino, algo. Ahora sí se sintió enfadado con ella. Le había vinculado por su elección a este hombre del que ahora fingía renegar. Pretendía decir que había sido todo un accidente, como si realmente no tuviera nada que ver con ella. Pero este
voyeur
estaba en su dormitorio, en el armario, dormido, borracho, a punto de mearse encima de la ropa, a causa de la elección que ella había hecho. Sí, ahora estaba enfadado de verdad. Otto era responsabilidad de ella, culpa de ella, era suyo. Y encima tenía la cara dura de enfadarse con él, con Leonard.

Apagó la luz del dormitorio y volvió al cuarto de estar. Tenía ganas de marcharse. Maria estaba fumando. Sonrió nerviosamente.

—Siento haberte gritado.

El cogió los cigarrillos. Sólo quedaban tres. Cuando tiró el paquete sobre la mesa, resbaló y cayó al suelo, junto a los zapatos.

—No te enfades conmigo –dijo ella.

—Creí que era eso lo que querías.

Ella levantó la vista sorprendida.

—Estás enfadado. Ven a sentarte. Dime por qué.

—No quiero sentarme. –Ahora estaba disfrutando de la escena–. Tu matrimonio con Otto continúa aún. En el dormitorio. Por eso estoy enfadado. O hablamos de cómo librarnos de él o yo me vuelvo a mi casa y vosotros dos podéis seguir con vuestro plan.

—¿Nuestro plan? –Su acento daba a la expresión corriente una extraña entonación. La amenaza que ella se proponía no se notaba–. ¿Qué quieres decir?

A él le irritó que le contestara con enojo, en lugar de permitirle hacer su escena. El le había dejado que ella hiciera la suya.

—Digo que si no quieres ayudarme a librarnos de él, entonces puedes pasar la noche con él. Hablad de los viejos tiempos, terminaos el vino, lo que queráis. Pero no contéis conmigo.

Ella se llevó la mano a la frente alta y habló a un testigo imaginario.

—No puedo creerlo. Está celoso. —Luego a Leonard—: ¿Tú también? ¿Igual que Otto? ¿Quieres irte a casa y dejarme con este hombre? Quieres irte a casa y pensar en Otto y yo, quizá te eches en la cama y pienses en nosotros…

El estaba auténticamente horrorizado. No sabía que ella pudiera hablar así, o que ninguna mujer pudiera hacerlo.

—No digas semejantes estupideces. Hace un momento yo era partidario de arrastrarlo hasta la calle y dejarlo tirado allí. Pero tú lo único que quieres es quedarte ahí sentada y darme una amorosa descripción de su carácter y llorar en mi pañuelo.

Ella hizo una pelota con el pañuelo y se lo tiró a los pies.

—Tómalo. ¡Apesta!

El no lo recogió. Ambos iban a hablar, pero ella se adelantó.

—Si quieres echarlo a la calle, ¿por qué no lo haces? ¡Hazlo! ¿Por qué no puedes actuar simplemente? ¿Por qué tienes que quedarte ahí parado esperando a que yo diga qué hay que hacer? Quieres echarlo, eres un hombre, ¡échalo!

Su hombría otra vez. Cruzó la habitación a zancadas y la agarró por la pechera de la blusa. Un botón saltó. Acercó la cara a la de ella y gritó:

—Porque él es tuyo. Tú le elegiste, fue tu marido, tenía tu llave, es cosa tuya.

Su mano libre formaba un puño. Ella estaba asustada. El cigarrillo se le había caído sobre la falda. Estaba quemando la tela, pero a Leonard le daba igual, le importaba un bledo. Gritó de nuevo:

—Tú lo que quieres es quedarte sentada mientras yo arreglo los desastres de tu pasado…

Ella le gritó a la cara.

—¡Es verdad! Los hombres me han gritado, me han pegado, han tratado de violarme. Ahora quiero un hombre que me cuide. Pensé que eras tú. Pensé que podías hacerlo. Pero no, tú quieres ser celoso, gritar, pegar y violar como él y todos los demás…

Justo entonces, Maria estalló en llamas.

Desde el punto donde el cigarrillo había ardido saltó una sola lengua de fuego que instantáneamente se cruzó y entrelazó con otras que salían de los pliegues del tejido blanco. Estas llamas se estaban multiplicando hacia abajo y hacia arriba aun antes de que ella hubiera tomado aliento para chillar. Eran azules y amarillas, y muy rápidas. Se levantó atropelladamente, golpeando la falda con las manos. Leonard cogió la botella de vino y el vaso medio lleno que había al lado. Vació el vaso sobre su regazo y no sirvió de nada. Mientras ella estaba de pie e iniciaba un segundo y prolongado grito él trataba de verter el vino de la botella sobre ella. Pero no salía lo bastante deprisa. Hubo un momento en que la falda de Maria parecía la de una bailaora de flamenco, toda naranjas y rojos, con azules entretejidos, y con un crepitar ella daba vueltas, sacudidas y piruetas como si fuera a elevarse y salirse de ella. Esto fue un momento, una fracción de un instante antes de que Leonard enganchara la cinturilla con ambas manos y le arrancara la falda. Salió de una pieza y ardió con una nueva llamarada en el suelo. La pisoteó, alegrándose de llevar puestos los zapatos, y cuando las llamas comenzaron a dar paso a un humo denso pudo volverse y mirarla a la cara.

Fue alivio lo que vio, un alivio aturdido, no dolor físico. Había una combinación cosida, un forro de raso o alguna otra tela natural que había tardado en prender. Esto la había protegido. Ahora estaba debajo de los pies de Leonard, chamuscado pero intacto.

No podía dejar lo que estaba haciendo. Tenía que seguir pisoteando la falda mientras hubiera llamas. El humo era negro azulado y espeso. Necesitaba abrir una ventana y quería abrazar a Maria que seguía inmóvil, tal vez paralizada por el susto, desnuda salvo por la blusa. Necesitaba traerle la bata del cuarto de baño. Eso sería lo primero que haría cuando estuviese seguro de que la alfombra no iba a prenderse. Pero cuando al fin quedó convencido y se apartó, era natural que se volviera y la abrazase primero. Ella estaba tiritando, pero él sabía que estaría bien. Ella repetía su nombre una y otra vez. Y él no paraba de decir:

—¡Oh, Dios mío, Maria, oh, Dios mío!

Al fin se separaron un poco, sólo unos centímetros, para mirarse. Ella había dejado de temblar. Se besaron, volvieron a besarse y luego los ojos de Maria se desviaron de los de él y se abrieron mucho. Leonard se volvió. Otto estaba apoyado en el quicio de la puerta del dormitorio. Los restos de la falda quemada se interponían entre ellos. Maria se ocultó detrás de Leonard. Dijo algo rápido en alemán, que Leonard no entendió. Otto sacudió la cabeza, más para aclararse las ideas, al parecer, que para negar lo que ella había dicho. Luego pidió un cigarrillo, una frase conocida que Leonard consiguió comprender a duras penas. Por mucho que hubiese mejorado su alemán últimamente, iba a ser difícil seguir la conversación de estos dos que habían sido un matrimonio.


Raus!
—exclamó Maria—. ¡Fuera!

Y Leonard añadió en inglés:

—Lárguese antes de que llamemos a la policía.

Otto pasó por encima de la falda y se acercó a la mesa. Llevaba una vieja chaqueta del ejército británico. Había una V de tela más oscura en el lugar donde había estado el galón de cabo. Estaba hurgando en el cenicero. Encontró la colilla más grande y la encendió con el encendedor de Leonard. Como seguía tapando a Maria, Leonard no podía moverse. Otto dio una chupada mientras les rodeaba y se dirigía a la puerta del piso. Apenas parecía posible que estuviese a punto de salir de su noche. Y no lo era. Llegó a la puerta del cuarto de baño y entró. En cuanto cerró la puerta, Maria corrió al dormitorio. Leonard llenó una olla de agua y la vertió sobre la falda. Cuando estuvo empapada, la levantó y la tiró en la papelera. Desde el cuarto de baño llegaba el sonido de un terrible carraspeo seguido de escupitajos, una espesa y copiosa expectoración por medio de un obsceno grito. Maria volvió completamente vestida. Iba a hablar cuando oyeron un estrépito.

—Ha tirado un estante –dijo ella–. Debe de haberse caído encima.

—Lo ha hecho a propósito –dijo Leonard–. Sabe que lo puse yo.

Maria negó con la cabeza. El no entendía por qué tenía que defenderle.

—Está borracho –dijo ella.

La puerta se abrió y Otto estaba de nuevo frente a ellos.

Maria retrocedió hasta su silla junto a la pila de zapatos, pero no se sentó. Otto se había mojado la cara y sólo se había secado a medias. El pelo le colgaba sobre la frente chorreando y en la punta de su nariz se había formado una gota. Se la quitó con el dorso de la mano. Tal vez era un moco. Miraba hacia el cenicero, pero Leonard le obstruía el camino. Leonard había cruzado los brazos y tenía los pies muy separados. La destrucción de su estante le había indignado y le había puesto a calcular. Otto mediría unos quince centímetros menos que él y pesaría como veinte kilos menos. Estaba borracho o con resaca y en malas condiciones físicas. Era delgado y bajo. Por contra, Leonard tendría que conservar las gafas puestas y no estaba acostumbrado a pelear. Pero estaba enfadado, furioso. Eso era una ventaja que tenía sobre Otto.

—Váyase ahora mismo –dijo Leonard– o le echaré.

A su espalda Maria dijo:

—No habla inglés.

Entonces tradujo lo que Leonard había dicho. La pálida cara de Otto no registró la amenaza. El corte del labio rezumaba sangre. Se lo tocó con la lengua y al mismo tiempo buscó primero en uno y luego en el otro bolsillo de su chaqueta. Sacó un sobre marrón doblado y lo sostuvo en alto.

Le habló a Maria ladeando la cabeza. Su voz era profunda para una constitución tan pequeña.

—Lo tengo. Tengo el no-sé-qué de la oficina de no-sé-quéno-sé-cuántos –fue lo único que entendió Leonard.

Maria no dijo nada. Había una calidad, una densidad en su silencio que hizo que a Leonard le entraran ganas de volverse.

Pero no quería dejar pasar al alemán. Otto ya había dado un paso adelante. Estaba sonriendo y alguna asimetría muscular tiraba de su delgada nariz hacia un lado.


Es ist mir egal, teas es ist
—dijo Maria al fin—. Me da igual lo que tengas.

La sonrisa de Otto se hizo más amplia. Abrió el sobre y desdobló una hoja que había sido manoseada.

—Tienen nuestra carta de 1951. La encontraron. Y nuestro no-sé-qué, firmado por los dos. Tú y yo.

—Todo eso es cosa del pasado —dijo Maria—. Puedes olvidarte de eso.

Pero le temblaba la voz.

Otto se rió. Tenía la lengua naranja a causa de la sangre que había chupado.

—Maria, ¿qué pasa? —preguntó Leonard sin volverse.

—Piensa que tiene derecho a este apartamento. Lo solicitamos cuando todavía estábamos casados. Hace dos años que lo está intentando.

De repente a Leonard le pareció que era una solución. Otto podía quedarse con el piso y ellos vivirían juntos en Platanenallee, donde él no podría encontrarles. Se iban a casar pronto, no necesitaban dos pisos. Nunca volvería a ver a Otto. Perfecto.

Pero Maria, como si hubiese leído sus pensamientos o quisiera advertirle en contra de ellos, estaba escupiendo las palabras.

—El tiene su propio sitio, tiene una habitación. Lo hace sólo para fastidiar. Todavía piensa que le pertenezco, eso es lo que pasa.

Otto escuchaba pacientemente. Tenía los ojos puestos en el cenicero, esperaba una oportunidad.

—Esta es mi casa —le estaba diciendo Maria a Otto—. ¡Es mía! Se acabó. ¡Ahora vete!

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