Podrían tener el equipaje hecho en tres horas, pensó Leonard. Las cosas de Maria cabrían en dos taxis. Estarían a salvo en su piso antes del amanecer. Aunque se sintieran cansados, aún podrían reanudar su celebración, triunfantes.
Otto golpeó la carta con la uña.
—Léela. Mírala tú misma.
Dio otro medio paso hacia adelante. Leonard adoptó una actitud defensiva. Pero tal vez Maria debería leerla.
—No les has dicho que estamos divorciados. Por eso creen que tienes derecho.
Otto estaba regocijado.
—Pero sí lo saben. Claro que lo saben. Tenemos que comparecer juntos ante un no-sé-qué, para ver quién lo necesita más. –Ahora miró por un instante a Leonard y luego de nuevo a Maria–. El inglés tiene una casa y tú una sortija. El no-sé-qué querrá saber más sobre eso.
—El se va a venir a vivir aquí –dijo Maria–. Así que se acabó la historia.
Esta vez Otto sostuvo la mirada de Leonard. El alemán se estaba volviendo más fuerte, ya no era el marginado, el borracho, sino el criminal. Pensaba que estaba ganando. Habló con una sonrisa.
—
Ne, ne. Die Platanenallee 26 wdre besser für euch
.
Era lo que Blake había dicho. Berlín era una ciudad pequeña, un pueblo.
Maria gritó algo. Ciertamente era un insulto, un insulto eficaz. La sonrisa desapareció de la cara de Otto. Contestó a gritos. Leonard estaba en medio del fuego cruzado en una pelea matrimonial, una vieja guerra. En las andanadas de palabras sólo captaba los verbos, amontonándose al final de las frases como munición gastada, y vestigios de algunas obscenidades que había aprendido, pero con formas nuevas y más violentas. Gritaban al mismo tiempo. Maria era feroz, era una gata peleando, una tigresa. Nunca había imaginado que pudiese ser tan apasionada, y sintió una vergüenza momentánea por no haberla excitado nunca de esta manera. Otto se estaba echando hacia adelante. Leonard alargó la mano para detenerle. El alemán apenas notó el contacto y a Leonard no le gustó lo que tocó. El pecho era duro y pesado al tacto, como un saco de arena. Las palabras del hombre subieron vibrando por el brazo de Leonard. La carta de Otto había puesto a Maria a la defensiva, pero lo que ella estaba diciendo ahora estaba dando en el blanco. Nunca pudiste, no tenías, no eres capaz… Atacaba por las debilidades, la bebida quizá, o el sexo, o el dinero, y él temblaba, gritaba. El labio le sangraba más. Su saliva salpicó la cara de Leonard. Estaba empujando hacia adelante otra vez. Leonard le cogió por el antebrazo. También era duro, imposible de desviar de sus movimientos.
Entonces Maria dijo algo intolerable y Otto se soltó de la presa de Leonard y fue a por ella, derecho a su garganta, cortando sus palabras y cualquier sonido posible. Su mano libre estaba levantada, el puño apretado. Leonard se lo agarró con ambas manos justo cuando iniciaba la trayectoria hacia la cara de Maria. La presión en su garganta era fuerte, tenía la lengua fuera, amoratada, los ojos muy abiertos, más allá de la súplica. El golpe aún llevó a Leonard hacia adelante, pero consiguió bajarle el brazo a Otto, retorcérselo y ponérselo a la espalda, forzando la articulación de modo que podía haberla partido. Otto se vio obligado a volverse a la derecha, y cuando Leonard aseguró su doble presa en la muñeca del hombre y empujó el brazo más hacia arriba por la columna vertebral, Otto soltó a Maria y giró para liberar su brazo y enfrentarse a su atacante. Leonard le dejó ir y dio un paso atrás.
Ahora sus expectativas se habían cumplido. Esto era lo que había temido. Estaba en peligro de que lo hirieran gravemente, de que le dejaran incapacitado para siempre. Otto era pequeño, pero increíblemente fuerte y cruel. Todo su odio y su ira estaban ahora volcados sobre el inglés, todo lo que debería haber sido para Maria. Leonard se subió las gafas sobre la nariz. No se atrevió a quitárselas. Necesitaba ver lo que estaba a punto de ocurrirle. Levantó los puños como había visto hacer a los boxeadores. Otto tenía las manos junto a los costados, como un vaquero listo para sacar. Sus ojos de borracho estaban enrojecidos. Lo que hizo fue sencillo. Echó hacia atrás su pie derecho y le dio una patada en la espinilla al inglés. Leonard bajó la guardia. Otto lanzó un puñetazo, directo a la nuez de Leonard. Este logró echarse a un lado y el golpe le dio en la clavícula. Le dolió, le dolió de veras, más allá de lo razonable. Tal vez se la había roto. Lo próximo sería su espina dorsal. Levantó las manos con las palmas hacia fuera. Quería decir algo, quería que Maria dijese algo. La veía por encima del hombro de Otto, de pie junto al montón de zapatos. Podían vivir en Platanenallee. Ella lo comprendería si lo pensaba bien. Otto le pegó de nuevo, fuerte, muy fuerte, en la oreja. Notó un sonido vibrante, un timbre que sonaba en cada esquina del cuarto. Era tan atroz, tan… injusto. Este fue el último pensamiento de Leonard antes de que se trabaran en un abrazo. ¿Debía estrechar aún más el duro y asqueroso cuerpecito o apartarlo de sí, en cuyo caso podría pegarle otra vez? Notó la desventaja de su estatura. Otto estaba prácticamente pegado a él y de pronto entendió por qué. Las manos de Otto estaban palpando entre sus piernas, encontraron sus testículos y se cerraron sobre ellos. La presa que había estado alrededor del cuello de Maria. Un color ocre floreció en su visión y hubo un alarido. Dolor no era una palabra lo bastante grande. Era toda su conciencia en una terrible espiral en sentido inverso. Hubiera hecho cualquier cosa, dado cualquier cosa por librarse de ello, o morirse. Se dobló y su cara quedó a la altura de la de Otto, su mejilla arañó la suya, y se volvió y abrió la boca y mordió profundamente en la cara de Otto. No fue una maniobra de lucha. Fue la agonía que apretó sus mandíbulas hasta que sus dientes se encontraron y su boca se llenó. Hubo un rugido que no podía haber sido suyo. El dolor disminuía. Otto se debatía para apartarse. Se soltó y escupió algo que tenía la consistencia de una naranja medio masticada. No notó ningún sabor. Otto aullaba. A través de la mejilla se le veía una muela amarillenta. Y sangre, ¿quién hubiera pensado que había tanta sangre en una cara? Otto se le echaba encima de nuevo. Leonard sabía que ahora no habría escapatoria. Otto se abalanzaba con su cara sangrante, y había algo más, algo que venía de atrás, negro y alto en la periferia de su 'visión. Para protegerse de esto también, Leonard levantó la mano derecha y el tiempo se volvió lento mientras sus dedos se cerraban alrededor de algo frío. No pudo desviarlo de su trayectoria, sólo pudo agarrarlo y participar, dejarlo seguir hacia abajo, y abajo vino, todo fuerza y hierro, cayó como la justicia, con su mano y la mano de Maria, todo el peso de un juicio, el pie de hierro se estrelló contra el cráneo de Otto y perforó el hueso con la punta y penetró aún más adentro y lo derribó al suelo. Se desplomó sin un sonido, de bruces y quedó tendido cuan largo era.
La horma de zapatero sobresalía aún de su cabeza, y la ciudad entera estaba silenciosa.
Después de su fiesta de compromiso, la joven pareja estuvo toda la noche levantada, hablando. Así era como Leonard trataba de verlo dos horas después del amanecer, mientras hacía cola con la multitud de la hora punta para tomar el autobús de Rudow. Necesitaba una secuencia, una historia. Necesitaba orden. Una cosa después de la otra. Subió al autobús y encontró un asiento. Sus labios iban formando las palabras al mismo tiempo que llevaba a cabo los actos. Encontró un asiento y se sentó. Después de la pelea, se cepilló los dientes durante diez minutos. Luego pusieron una manta sobre el cuerpo. ¿O sería mejor decir que taparon el cuerpo con una manta y luego entró en el cuarto de baño y se cepilló los dientes durante diez minutos? O veinte. Su cepillo estaba en el suelo, entre cristales rotos, bajo el estante que se había venido abajo. La pasta de dientes se había caído en el lavabo. El borracho había tirado el estante y la pasta de dientes se había caído en el lavabo. La pasta de dientes sabía que la necesitarían, el cepillo de dientes no. La pasta de dientes estaba al mando, la pasta de dientes era el cerebro…
No quitaron la horma, no pudieron. Sobresalía bajo la manta. Maria se rió. Seguía allí ahora. Taparon la horma y seguía allí. Unos viven y otros mueren. Unos encuentran asiento y otros tienen que quedarse de pie. A medida que avanzaban por Hasenheide el autobús se fue llenando. Sólo quedaba espacio para ir de pie. Luego el conductor gritó a los que estaban en la acera que ya no había más sitio. Eso era un consuelo, ya no podía subir nadie más. Por el momento estaban a salvo. Según iba alejándose hacia el sur, en dirección contraria al flujo de la hora punta, el autobús empezó a vaciarse. Cuando llegaron a Rudow sólo quedaba Leonard, expuesto entre las filas de asientos.
Inició la conocida caminata. Había más edificios en construcción de los que recordaba. No había estado allí desde el día anterior. Desde ayer por la mañana, antes de estar prometido. Cogieron una manta de la cama y la extendieron encima. No era respeto, ¿por qué había pensado que tenía que tratarlo con respeto? Tenían que protegerse a sí mismos de la visión. Tenían que ser capaces de pensar. Iba a arrancar la horma. Tal vez eso fuera respeto. O quizá ocultamiento. Se arrodilló y la agarró. Se movía bajo su mano, como un palo clavado en barro espeso. Por eso no pudo sacarla. ¿Iba a tener que limpiarla, enjuagarla bajo el grifo del cuarto de baño?
Trataron de cubrirlo todo, y tenía un aspecto absurdo, un zapato gastado en un extremo, en el otro, la misteriosa forma elevada que levantaba la manta y que debería haber sido la de un zapato. Maria se echó a reír, una horrible risa llena de miedo. Hubiera podido unirse a ella. Ella no trató de encontrar su mirada, como hace la gente cuando se ríe. Estaba sola con su risa. Tampoco intentó parar. Si hubiese parado se habría echado a llorar. Podía haberse unido a ella, pero no se atrevió. Aquello podría írsele de las manos. En las películas, cuando las mujeres se reían de esa manera había que abofetearlas con fuerza. Entonces se callaban al comprender la verdad, luego se ponían a llorar y uno las consolaba. Pero él estaba demasiado cansado. Ella podría quejarse o echarle o pegarle a su vez. Podía ocurrir cualquier cosa.
Ya había ocurrido. Antes o después de la manta, se lavó los dientes. El cepillo no bastaba, como herramienta era insuficiente. Cuando se lo pidió, ella le trajo unos palillos. Eso es lo que tuvo que utilizar para quitarse lo que estaba atrapado entre un incisivo y un canino. No vomitó. Pensó en Tottenham y en las comidas del domingo y su padre y él usando palillos antes del postre. Su madre nunca los usaba. Por alguna razón, las mujeres no los usaban. No tragó el pedacito para no aumentar sus crímenes. Ahora, cada cosita era un signo positivo. Abrió el grifo para que se lo llevara el agua y apenas lo vio, un vislumbre de algo deshilachado y de un rosa palidísimo, y luego escupió y volvió a escupir y se enjuagó la boca.
Y después tomaron una copa. O tal vez él ya había tomado una para que le ayudara a retirar la horma. No había vino, el buen mosela estaba en la falda. No había nada más que la ginebra del economato. Ni hielo, ni limón, ni tónica. Se la tomó en el dormitorio. Ella estaba colgando la ropa, que no estaba meada. Eso era otro signo positivo.
Ella dijo:
¿Dónde está la mía?
Así que él le dio su copa y fue a buscar otra. Estaba junto a la mesa sirviéndose, tratando de no mirar, cuando miró. Se había movido. Ahora había dos zapatos y un calcetín negro. No le había dado la vuelta, en realidad no había comprobado si estaba muerto. Observó la manta para ver si había señales de respiración. Había empezado con la respiración. ¿Había un temblor, una ligera subida y bajada? ¿Sería peor si la hubiese? Entonces tendrían que llamar a una ambulancia, antes de haber tenido oportunidad de hablar, de preparar la historia. O tendrían que volver a matarle. Observó la manta, y el observarla hizo que se moviera.
Se llevó la copa al dormitorio y se lo dijo a ella. Maria se negó a ir a mirar. No estaba dispuesta a creerlo. No había la menor duda. Estaba muerto. Toda la ropa estaba ya colgada y cerró la puerta del armario. Fue a la habitación contigua a buscar los cigarrillos, pero él sabía que iba a mirar. Volvió y dijo que no los encontraba. Se sentaron en la cama y se bebieron sus copas.
Al sentarse, le dolieron los testículos. Y el oído, y la clavícula. Alguien debería cuidarle. Pero tenían que hablar, y para hablar tenían que pensar. Para eso necesitaban una copa y sentarse y eso dolía, y también el oído. Tenía que salir de aquellos círculos demasiado rápidos y demasiado cerrados. Así que se bebió la ginebra. La miró mientras ella miraba el suelo delante de sus pies. Era bella, lo sabía, pero no lo sentía. Su belleza no le afectaba de la forma en que él quería que le afectase. Quería que ella le conmoviese y que recordase lo que sentía por él. Entonces podrían enfrentarse a esto juntos y decidir qué era lo que iban a decirle a la policía. Pero la miraba y no sentía nada. La tocó en un brazo y ella no levantó la vista.
Tenían que unirse para estar seguros de que les creerían. Tal vez los policías pensarían que ella era guapa, tal vez incluso lo sintieran. El sólo lo sabía con certeza. Si ellos lo sentían, lo comprenderían, quizá ésa sería la única salida.
Fue en defensa propia
, les diría, y todo saldría bien.
El retiró la mano de su brazo y dijo:
¿Qué vamos a decirle a la policía?
Ella no contestó, ni siquiera le miró. Quizá él no había hablado. Había tenido la intención de hacerlo, pero él tampoco había oído nada. No podía recordar.
Estaba pasando por delante de las chabolas de los refugiados. Le resultaba doloroso andar. Cuando hubiera perdido de vista las chabolas, se pararía. Vio a un chiquillo con el pelo rojo, color zanahoria. Llevaba pantalones cortos y tenía las rodillas llenas de costras. Parecía un pequeño boxeador. Parecía un niño inglés. Leonard le había visto con bastante frecuencia cuando iba camino del trabajo. En todo este tiempo nunca se habían hablado, ni siquiera se habían saludado con la mano. Unicamente se miraban, como si se hubieran conocido en una vida anterior. Hoy, para traerse suerte, Leonard levantó la mano. Le dolió al levantar la mano. Al chiquillo eso le hubiera tenido sin cuidado de haberlo sabido, se limitó a mirarle fijamente. El adulto había infringido las reglas.
Siguió andando hasta doblar una esquina y se paró para apoyarse en un árbol. Al otro lado del camino estaban construyendo un bloque de pisos. Dentro de poco ya no sería campo. La gente que viviera aquí no sabría qué aspecto había tenido en otro tiempo. El volvería y se lo diría:
Esto nunca fue muy bonito
, les diría.
Así que no importa. Nada importa
. Excepto los pensamientos, que no cesaban.