El inocente (19 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

—¿Qué importancia tiene que la tierra se caliente un poco? —preguntó Leonard.

La pregunta irritó a Glass.

—¡Coño! Esos amplificadores están justo debajo de la carretera, justo debajo de la Schónefelder Chaussee. La primera helada del otoño se va a derretir sólo en un trocito. ¡Por aquí, chicos, hay algo aquí debajo que queremos que veáis! —Hubo un silencio, luego dijo—: Realmente no entiendo por qué os hemos dejado entrar en esto. No sois tan serios como nosotros.

—Eso es una tontería —dijo Leonard.

Glass no le oyó.

—Ese gilipollas de MacNamee. Debería estar en su casa con su tren de juguete. ¿Sabes dónde hizo los cálculos para la emisión de calor? En la parte de atrás de un sobre. ¡Un sobre!Nosotros hubiéramos puesto a trabajar a tres equipos independientes. Si no hubieran presentado los mismos resultados, habríamos averiguado por qué. ¿Cómo va a pensar bien un tipo con esos dientes?

—Es un hombre eminente —dijo Leonard—. Trabajó en navegación por radiofaro y en radar.

—Comete errores, eso es lo único que cuenta. Deberíamos haber hecho esto solos. La colaboración lleva a errores, a problemas de seguridad y a todo lo que se te ocurra. Tenemos nuestros propios amplificadores. ¿Qué coño estamos haciendo con los vuestros? Os dejamos participar en esto por razones políticas, por algún estúpido intercambio del que nunca sabremos nada.

Leonard se acaloró. Apartó su hamburguesa.

—Estamos en esto porque tenemos derecho a estar. Nadie luchó contra Hitler tanto tiempo como nosotros. Soportamos toda la guerra. Fuimos la última y la mejor oportunidad deEuropa. Le dimos todo, así que tenemos derecho a estar en todo, y eso incluye la seguridad de Europa. Si no entiendes eso, perteneces al otro bando.

Glass había levantado la mano. Se reía al mismo tiempo que se disculpaba.

—¡Eh, que no es nada personal!

Pero sí había algo personal. Leonard seguía preocupado por el tiempo que Glass había pasado con Maria y por su presuntuosa afirmación de que él la había hecho volver. Maria insistía en que no había existido tal exhortación. Según su versión, ella había mencionado la separación en términos muy generales y Glass se había limitado a tomar nota de ello.Leonard no estaba seguro, y la incertidumbre le enojaba.

—Leonard, no me interpretes mal —estaba diciendo Glass—.Cuando digo «vosotros» me refiero a tu gobierno. Me alegro de que

estés aquí. Y es verdad lo que dices. Estuvisteis magníficos en la guerra, estuvisteis formidables. Fue vuestro momento. Y eso es lo que quiero decir. —Puso una mano en el brazo de Leonard—. Aquél fue vuestro momento, éste es el nuestro.¿Quién, si no, va a plantarles cara a los rusos?

Leonard miró hacia otro lado.

El segundo suceso tuvo lugar durante la Oktoberfest. Fueron al Tiergarten el domingo y las dos tardes siguientes.Vieron un rodeo tejano, visitaron todas las atracciones, bebieron cerveza y vieron asar un cerdo entero en un espetón.Había un coro de niños con pañuelos azules al cuello cantando canciones tradicionales. Maria hizo una mueca de desagrado y dijo que le recordaban a las Juventudes Hitlerianas. PeroLeonard pensó que las canciones eran melancólicas y que los niños cantaban las difíciles armonías con gran seguridad. Decidieron que la noche siguiente se quedarían en casa. Las multitudes cansaban después de un día de trabajo y además ya se habían gastado el dinero para diversiones del siguiente fin de semana.

Resultó que aquella tarde Leonard tuvo que quedarse en el almacén una hora más. Una hilera de ocho aparatos de la sala de grabación se había estropeado de repente. Estaba claro que era un fallo en los circuitos de energía eléctrica, y él y un norteamericano del personal superior tardaron media hora en localizarlo y otro tanto en arreglarlo. Llegó a Adalbertstrasse a las siete y media. Al empezar a subir el penúltimo tramo de escaleras, notó algo raro. Todo estaba más silencioso. Era el ambiente enmudecido y cauteloso que hay después de una explosión. Una mujer fregaba las escaleras y flotaba un olor desagradable. En el rellano anterior al de Maria un niño le vio venir y entró en su casa gritando:

—¡Ya viene, ya viene!

Leonard subió el último tramo a la carrera. La puerta deMaria estaba abierta. Una alfombrilla que había nada más entrar estaba torcida. En el cuarto de estar vio pedazos de porcelana rota en el suelo. Maria estaba en el dormitorio, sentada en el colchón, a oscuras. Le daba la espalda y tenía la cabeza apoyada en las manos. Cuando él encendió la luz ella emitió un sonido de protesta y sacudió la cabeza. Leonard la apagó, se sentó a su lado y le puso una mano en el hombro.Pronunció su nombre y trató de volverla hacia él. Maria se resistió. Leonard se tumbó en el colchón para verla de frente.Ella se tapó la cara con las manos y se volvió hacia el otro lado.

—¿María? —dijo otra vez, y tiró de su muñeca.

Había mucosidad y sangre en su mano. Era apenas visible a la luz que entraba del cuarto de estar. Ella le dejó cogerle las manos. Había estado llorando, pero ya no lloraba. Tenía el ojo izquierdo hinchado. Había un corte, una brecha de menos de un centímetro, en la comisura de su boca. La manga de su blusa estaba rasgada hasta el hombro.

Leonard sabía que tendría que enfrentarse a esto algún día.Ella le había hablado de aquellas visitas. Otto iba a verla una o dos veces al año. Hasta ahora habían sido amenazas a gritos, exigencias de dinero y, la última vez, un fuerte golpe en la cabeza. No imaginaba que pudiera suceder una cosa así. Otto le había pegado en la cara con el puño cerrado y con toda su fuerza, una vez, dos, tres. Mientras iba a buscar algodón y un cuenco con agua, Leonard pensó, a través de la náusea producida por el horror, que no sabía nada de las personas, de lo que eran capaces de hacer, de cómo podían hacerlo. Se arrodilló delante de ella y le lavó primero la herida del labio. Ella cerró el ojo sano y murmuró:


Bitte, schau mich nicht an
.

Por favor, no me mires. Quería que él le dijese algo.


Beruhige dich. Ich bin ja bei dir
.

Estoy aquí, contigo. Luego, acordándose de su propio comportamiento de unos meses antes, no pudo decir nada más.Apretó el algodón contra su mejilla.

14

Leonard regresó a casa por Navidad sin haber conseguido convencer a Maria de que le acompañase. Ella pensaba que una mujer divorciada, mayor que él, alemana, con la cual ni siquiera estaba prometido, no sería bien recibida por su madre. El consideraba que ella era demasiado escrupulosa. No podía decir honradamente que sus padres se rigieran por un código tan preciso y limitado. Después de pasar veinticuatro horas en casa se dio cuenta de que Maria tenía razón. Era dificil. Su dormitorio, con la cama individual y el certificado enmarcado que le proclamaba ganador del premio de matemáticas de sexto curso, era un cuarto de niño. El había cambiado, se había transformado, pero era imposible hacérselo comprender a sus padres. El cuarto de estar estaba adornado con papel de seda retorcido, el acebo estaba en su sitio, enmarcando el espejo que había sobre la chimenea. Ellos escucharon hasta el final su entusiástico relato la primera noche que pasó en casa. Les habló de Maria, del trabajo que hacía y de cómo era, del apartamento de ella y del suyo, del Resi, del Hotel am Zoo, de los lagos, de la excitación y el nerviosismo de la ciudad medio en ruinas.

Hubo pollo asado en su honor y más patatas asadas de las que él podía comer. Hubo preguntas superficiales; su madre le preguntó cómo se las arreglaba con la colada y su padre se refirió a «esa chica con la que sales». El nombre de Maria provocaba una hostilidad apenas consciente, como si, dando por sentado que nunca tendrían que conocerla, pudieran hacerla a un lado. El evitó cualquier referencia a su edad o estado civil. Por lo demás, sus comentarios tuvieron el efecto de limar la diferencia entre aquí y allí. Nada de lo que él decía despertaba curiosidad, sorpresa o desagrado, y pronto Berlín perdió su extrañeza y no fue más que una lejana zona de Tottenham, limitada y conocida, interesante en sí misma, pero no por mucho tiempo. Sus padres no sabían que estaba enamorado.

Y Tottenham, y todo Londres, estaba sumido en un letargo dominical. La gente chapoteaba en la vulgaridad. En su calle las hileras paralelas de casas victorianas, idénticas y sin separación entre sí, eran la negación de todo cambio. Nada importante podía ocurrir nunca aquí. No había tensión ni propósito. Lo que interesaba a sus vecinos era la perspectiva de alquilar o comprar una televisión. Las antenas en forma de H brotaban en los tejados. Los viernes por la noche sus padres iban a la casa dos puertas más abajo a ver la tele, y estaban ahorrando todo lo que podían, pues, sensatamente, habían decidido no comprar a plazos. Ya habían visto el televisor que querían y su madre le había enseñado el rincón del cuarto de estar donde lo pondrían algún día. La gran lucha para mantener a Europa libre era algo tan remoto como los canales de Marte. En el bar que frecuentaba su padre ninguno de los clientes habituales había oído hablar del Pacto de Varsovia, cuya ratificación había causado tanto revuelo en Berlín. Leonard invitó a una ronda y, estimulado por uno de los amigos de su padre, hizo un relato ligeramente jactancioso de los daños producidos por los bombardeos, de las fabulosas cantidades de dinero que ganaban los contrabandistas y de los secuestros, los hombres a los que metían en un coche gritando y pataleando y se los llevaban al sector ruso, y nunca más se les volvía a ver. Los presentes estuvieron de acuerdo en que todas éstas eran cosas que no deberían suceder, y la conversación volvió a tratar de fútbol.

Leonard echaba de menos a Maria, y al túnel casi tanto como a ella. Durante unos ocho meses había recorrido su trazado diariamente, protegiendo sus líneas de la penetración de la humedad. Había llegado a amar su olor a tierra, a agua y a acero, y el profundo, sofocante silencio, diferente de cualquier silencio en la superficie. Ahora que estaba lejos del túnel, era consciente de lo muy osado, lo extravagantemente absurdo que era robar los secretos de debajo de los pies de los soldados alemanes orientales. Echaba de menos la perfección de la construcción, el serio y modernísimo equipo, los hábitos de discreción y todos los pequeños rituales que los acompañaban.

Tenía nostalgia de la callada camaradería de la cantina, de la unidad de propósito y la eficacia de todos los que estaban allí, de las generosas raciones de comida que parecían formar parte de toda la empresa. Tocó todos los botones de la radio del cuarto de estar tratando de encontrar la música a la que ahora era adicto. Aquí ponían «Rock Around the Clock», pero eso ya era viejo. Ahora tenía gustos especializados. Quería oír a Chuck Berry y a Fats Domino. Necesitaba oír a Little Richard cantando «Tutti Frutti» o a Carl Perkins en «Blue Suede Shoes». Esta música sonaba en su cabeza siempre que estaba solo, atormentándole con el recuerdo de todo aquello de lo que estaba lejos. Quitó la tapa posterior de la radio y encontró la forma de elevar la potencia de los circuitos receptores. A través de los gemidos y trinos de las interferencias encontró la emisora del ejército norteamericano y le pareció oír la voz de Russell. No pudo explicarle su excitación a su madre, que estaba observando con desaliento el parcial desmantelamiento de la radio familiar.

En la calle se mantenía atento para ver si oía voces norteamericanas, pero nunca oyó ninguna. Vio bajarse de un autobús a alguien que se parecía a Glass y se sintió decepcionado cuando el hombre siguió su camino. Incluso en los momentos más agudos de su nostalgia, Leonard no podía engañarse diciéndose que Glass fuese su mejor amigo, pero era una especie de aliado, y echaba de menos la casi grosera forma de hablar del norteamericano, la brutal intimidad, la ausencia de los matices y las vacilaciones que se suponía que distinguían a un inglés razonable. No había nadie en todo Londres que quisiera coger a Leonard por el codo o apretarle un brazo para hacerle ver algo. No había nadie, aparte de Maria, a quien le importase tanto lo que Leonard hiciera o dijera.

Glass incluso le había hecho un regalo de Navidad. Fue durante la fiesta de la cantina, que se centró en torno a una colosal pieza de carne de vaca y docenas de botellas de vino espumoso, una aportación navideña, según se anunció, del propio Herrn Gehlen. Glass le puso en las manos una cajita envuelta en papel de regalo. Dentro había un bolígrafo plateado. Leonard los había visto, pero nunca los había usado.

– Inventado para los pilotos de las fuerzas aéreas –dijo Glass–. Las plumas estilográficas no funcionan a grandes altitudes. Uno de los beneficios duraderos de la guerra.

Leonard estaba a punto de darle las gracias cuando Glass le estrechó entre sus brazos. Era la primera vez que a Leonard le abrazaba un hombre. Todos estaban ya medio borrachos.

Luego Glass propuso un brindis.

– Por el perdón.

Y miró a Leonard, el cual interpretó que se refería a la investigación de Maria y bebió largamente.

– Le estamos haciendo a Herrn Gehlen el favor de beber su vino. Es lo máximo que se puede perdonar –había dicho Russell.

Debajo de una fotografía enmarcada del sexto curso del Instituto de Tottenham, 1948, Leonard se sentaba en el borde de la cama y le escribía a Maria con aquel bolígrafo. Corría divinamente, como si estuviera apretando sobre la hoja un rollo de tela azul intenso en miniatura. Era una pieza del equipo del túnel lo que tenía en la mano, un fruto de la guerra. Le enviaba una carta cada día. Escribir era un placer y, por una vez, también lo era redactar. El estilo dominante era de ternura humorística: «S
uspiro por chupar los dedos de tus pies y jugar con tu clavícula
.» Se propuso no quejarse de Tottenham. Después de todo, tal vez algún día quisiera convencerla de que viniera. Durante las primeras cuarenta y ocho horas que pasó en casa encontró la separación insoportable. En Berlín le había tomado tanto cariño, se había vuelto tan dependiente, y al mismo tiempo se había sentido tan adulto…

Ahora la antigua vida familiar lo absorbía. De repente volvía a ser un hijo, no un amante. Era un niño. Este era su cuarto otra vez, y su madre se preocupaba por el estado de sus calcetines. El segundo día de su estancia se despertó temprano de una pesadilla en la que su vida en Berlín había parecido algo lejano en el pasado. No tiene sentido volver a esa ciudad ahora, oía decir a alguien, todo es diferente allí hoy día. Se sentó en el borde de la cama para que se enfriase el sudor, mientras pensaba cómo podría lograr que le enviaran un telegrama urgente reclamando su presencia en el almacén.

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