El inocente (22 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

Maria alzó su vaso. Nunca la había visto tan bella.

—Por la inocencia.

—Por la inocencia. Y por la cooperación anglo-alemana.

—Fue un discurso horrible —dijo Maria, aunque por su expresión él pensó que no lo decía en serio—. ¿Piensas que soy el Tercer Reich? ¿Crees que te casas con el Tercer Reich? ¿De verdad crees que las personas representan a los países? Hasta el comandante hace un discurso mejor en la cena de Navidad.

Pero después de pagar y ponerse los abrigos, cuando iban andando hacia Adalbertstrasse, ella reanudó la conversación más en serio.

—No me fío de ése. No me gustó cuando me hacía preguntas. Su mente es demasiado simple y está demasiado ocupada. Esos son los peligrosos. Piensa que uno tiene que amar a los Estados Unidos o ser un espía de los rusos. Esos son los que quieren empezar otra guerra.

A Leonard le agradó oírle decir que no le gustaba Glass y no tenía ganas de comenzar una discusión. De todas formas añadió:

—Se toma muy en serio a sí mismo, pero no es mala persona en realidad. Ha sido un buen amigo para mí en Berlín.

Maria le atrajo más hacia sí.

—La inocencia otra vez. Te gusta cualquiera que es amable contigo. ¡Si Hitler te invitara a una copa, dirías que es un buen chico!

—Y tú te enamorarías de él si te dijera que era virgen.

Sus risas resonaron en la calle vacía. Mientras subían las escaleras del número 84 su hilaridad hacía eco en la madera desnuda. En el cuarto piso alguien abrió una puerta unos centímetros y luego la cerró de golpe. Siguieron haciendo casi el mismo ruido el resto del camino, mandándose callar y riéndose bobamente.

Para que sirvieran de bienvenida, Maria había dejado todas las luces encendidas en su apartamento. Mientras ella estaba en el cuarto de baño, Leonard abrió el vino que habían dejado preparado. Había un olor en el aire que no podía situar. A cebollas, quizá, y a algo más. Había una asociación en él que no conseguía descubrir. Llenó los vasos y puso la radio. Estaba dispuesto para una nueva dosis de «Heartbreak Hotel», pero sólo pudo encontrar música clásica y jazz, y detestaba ambas cosas.

Se olvidó de mencionarle lo del olor cuando Maria salió del cuarto de baño. Se llevaron los vasos al dormitorio y encendieron cigarrillos y hablaron tranquilamente del éxito de su fiesta. El olor, que también se notaba aquí, y el aroma de la sopa se perdieron en el humo del tabaco. Volvían a la urgencia que habían sentido durante la cena y mientras hablaban empezaron a desnudarse, a tocarse y a besarse. La excitación acumulada y la familiaridad absoluta hacían que todo fuera muy fácil. Para cuando estuvieron desnudos sus voces habían descendido a un murmullo. Desde fuera de la habitación les llegaba el decreciente rumor de una ciudad que está empezando a irse a la cama. Se metieron bajo las mantas, que eran ligeras de nuevo ahora que la primavera había llegado. Durante cinco minutos o cosa así se regodearon en posponer el placer con un largo abrazo.

—Prometidos —murmuró Maria—.
Verlobt, verlobt
.

La palabra misma era una forma de invitación, de incitación. Comenzaron perezosamente. Ella estaba debajo de él. La mejilla derecha de Leonard estaba apretada contra la de ella. Su visión era la almohada y la oreja de Maria, y la de ella era, por encima de su hombro, la ondulación y el tirón de unos pequeños músculos de su espalda y la habitación en penumbra más alla de la luz de las velas. El cerró los ojos y vio una extensión de agua tranquila. Podía haber sido el Wannsee en verano. Con cada brazada aumentaba la curva de su descenso, iba más lejos y más al fondo, hasta que la superficie se convirtió en plata líquida muy por encima de su cabeza. Cuando ella se movió y murmuró algo, las palabras salieron como gotas de mercurio, pero cayeron como plumas. El gruñó. Cuando ella lo repitió, en su oído, él abrió los ojos, aunque aún no la había entendido. Se alzó sobre un codo.

¿Fue la ignorancia o la inocencia lo que le hizo pensar que el acelerado golpeteo del corazón de Maria contra su brazo era excitación, o que la mirada fija de sus ojos muy abiertos, las perlas de humedad sobre su labio superior y la dificultad que tenía para mover la lengua al repetir sus palabras eran causadas por él? Acercó más la cabeza. Lo que ella estaba diciendo iba enmarcado en el susurro más bajo imaginable. Sus labios rozaban su oído, las sílabas eran pastosas. El sacudió la cabeza. Oyó que ella lograba despegar la lengua y lo intentaba otra vez. Lo que al fin le oyó decir fue:

—Hay alguien en el armario.

Entonces su corazón compitió con el de ella en la carrera. Sus costillas se tocaban y notaban, aunque no oían, el arrítmico golpeteo, como de cascos de caballos. Contra esta distracción trató de escuchar. Había un coche que se alejaba, había algo en las cañerías y detrás de eso nada, nada más que el silencio y la oscuridad inseparable, un silencio examinado demasiado apresuradamente. Volvió sobre él recorriendo las frecuencias y mirando la cara de Maria en busca de una pista. Pero todos los músculos de esa cara estaban ya tensos, sus dedos le pellizcaban el brazo. Aún lo estaba oyendo, estaba guiando la atención de Leonard hacia ello, obligándole a escuchar la banda de silencio, el estrecho sector donde él se encontraba. El se había encogido dentro de ella. Ahora eran dos personas separadas. Donde sus vientres se tocaban había humedad. ¿Estaba borracha, o loca? Cualquiera de las dos cosas hubiera sido preferible. Ladeó la cabeza, esforzándose, y entonces lo oyó, y supo que lo había estado oyendo todo el tiempo. Había estado buscando otra cosa, sonido, tonos, el roce de objetos sólidos. Pero sólo encontraba aire, aire inhalado y exhalado, respiración sofocada dentro de un espacio cerrado. Se puso a gatas y se dio la vuelta. El armario estaba junto a la puerta, al lado de un interruptor de la luz. Encontró sus gafas en el suelo. No le sirvieron para clarificar la gran masa oscura. Su instinto era que no podía hacer nada, enfrentarse a nada, someterse a nada, a menos que estuviera cubierto. Encontró sus calzoncillos y se los puso. Maria estaba sentada en la cama. Se tapaba la nariz y la boca con las manos.

A Leonard se le ocurrió, tal vez por el hábito formado en el tiempo que llevaba en el almacén, que no debían hacer nada que delatase que eran conscientes de la presencia. Una conversación fingida no era posible. Así que Leonard se quedó parado en la oscuridad, en calzoncillos, y empezó a tararear su canción favorita a través de una garganta apretada mientras trataba de pensar, aterrado, qué podía hacer.

16

Maria alargó el brazo para coger su falda y su blusa. Su movimiento hizo que la vela parpadease, pero no se apagó. Leonard cogió sus pantalones de una silla. Había acelerado el tempo de su tarareo, transformándolo en una alegre melodía de ritmos punteados. Ahora su único pensamiento era vestirse. Una vez que tuvo puestos los pantalones, notó que la desnudez de su pecho le pinchaba en la oscuridad. Cuando se puso la camisa, sintió que sus pies eran vulnerables. Encontró los zapatos, pero no los calcetines. Mientras estaba atándose los cordones se quedó callado. La pareja permaneció uno a cada lado de la cama. El roce de las telas y la canción de Leonard habían ahogado la respiración. Ahora la oyeron nuevamente. Era débil, pero profunda y regular. A Leonard le sugería un resuelto propósito. El cuerpo de Maria ocultó la luz de la vela y arrojó una gigantesca sombra hacia la puerta y el armario. Ella le miró. Sus ojos le mandaban a la puerta.

El fue rápidamente, tratando de pisar con suavidad sobre las tablas desnudas. Fueron cuatro pasos. El interruptor de la luz estaba justo contra el armario. Era imposible no notar la presencia, no percibir en los dedos y en el cuero cabelludo el campo de fuerza de una presencia humana. Estaban a punto de delatarse, de hacer saber que sabían. Sus nudillos rozaron la superficie barnizada cuando le dio a la luz. Maria estaba detrás de él, notó su mano en la parte baja de la espalda. La explosión de luz era de más de sesenta vatios. Frunció los ojos como reacción a la luminosidad. Tenía las manos levantadas, a la defensiva. Ahora las puertas del armario se abrirían de golpe. Ahora.

Pero no pasó nada. El armario tenía dos puertas. Una daba a unos cajones y estaba firmemente cerrada. La otra, la que abría al departamento de los abrigos, un espacio lo bastante grande como para que cupiese un hombre de pie, estaba ligeramente entreabierta. El cierre no estaba echado. Era una gran anilla de latón que hacía girar un eje gastado. Leonard alargó la mano hacia ella. Oían la respiración. No se trataba de un error. No iban a estar riéndose de aquello dentro de dos minutos. Era una respiración humana. Cogió la anilla con el índice y el pulgar y la levantó sin hacer ruido. Aún sosteniéndola, retrocedió arrastrando los pies. Pasara lo que pasara, quería que hubiera espacio. Cuanto mayor fuera la distancia, más tiempo tendría. Estos pensamientos geométricos venían en paquetes pequeños y duros, bien atados. Era hora de hacer ¿qué? La pregunta también estaba bien envuelta. Apretó con fuerza la anilla y abrió la puerta de un tirón.

No había nada. Sólo la negrura de un abrigo de estameña y un olor, una miasma, que el movimiento de la puerta había atraído hacia fuéra, de alcohol y encurtidos. Luego vieron la cara, al hombre, en el suelo, en posición sentada, con las rodillas levantadas, dormido. El sueño de un borracho. Era cerveza y aguardiente y cebollas, o salchichas. Tenía la boca abierta. A lo largo del labio inferior había un rastro de espuma blanca, interrumpido en el centro, en ángulo recto, por una raja negra de sangre coagulada. Una llaga por un resfriado o un mamporro en la boca dado por otro borracho. Se echaron hacia atrás para apartarse del camino inmediato del empalagoso hedor.

—¿Cómo habrá entrado? –murmuró Maria. Luego se contestó ella misma–: Puede que cogiera una llave extra. Cuando vino la última vez.

Se quedaron mirándole. El peligro inmediato disminuía. Lo que estaba ocupando el lugar del miedo era el asco, y una sensación de violación, de atropello. No parecía una mejora.

Esta no era la forma en que Leonard había esperado enfrentarse a su enemigo. Tuvo la oportunidad de medirle con la vista. La cabeza era pequeña, el pelo, escaso en la parte de arriba, era de un tono rubio, manchado de tabaco, casi verdusco en las raíces, que Leonard había visto con frecuencia en Berlín. La nariz era grande y débil. En ambos lados tenía venillas rotas bajo la piel tirante y lustrosa. Sólo las manos daban la impresión de fuerza, de un rojo crudo, huesudas y con los nudillos grandes. La cabeza era pequeña y los hombros también. Era difícil asegurarlo viéndole allí tirado, pero le estaba empezando a parecer canijo, un matón canijo. La amenaza que había representado, la forma en que pegó a Maria, le había agrandado. El Otto de sus pensamientos era un tipo duro, curtido en el ejército, un superviviente de una guerra en la que Leonard no había participado por ser demasiado joven.

Maria cerró la puerta del armario. Apagaron la luz del dormitorio y pasaron al cuarto de estar. Estaban demasiado agitados para sentarse. La voz de Maria rechinó con una amargura que él nunca le había oído.

—Está sentado sobre mis vestidos. Se va a mear en ellos.

Esto no se le había ocurrido a Leonard, pero ahora que ella lo había dicho parecía el problema más urgente. ¿Cómo iban a impedir aquella nueva violación? ¿Sacándole en volandas y llevándole al retrete?

—¿Cómo vamos a deshacernos de él? —dijo Leonard—. Podríamos llamar a la policía.

Tuvo una breve y alegre visión de dos Polizisten llevándose a Otto por la puerta del piso y ellos recuperando el resto de la noche después de una tranquilizadora copa y unas buenas risas.

Pero Maria negó con la cabeza.

—Le conocen, hasta le invitan a cerveza. No vendrán.

Estaba muy nerviosa. Masculló algo más en alemán y le dio la espalda, cambió de idea y se volvió hacia él. Iba a hablar, pero lo pensó mejor.

Leonard seguía aferrándose a la posibilidad de rescatar su celebración. Era sólo cuestión de librarse de un borracho.

—Yo podría sacarle de aquí, arrastrarle escaleras abajo y dejarle en la calle. Apuesto a que ni siquiera se despertaría…

El nerviosismo de Maria se iba convirtiendo en enojo.

—¿Qué estaba haciendo en mi dormitorio, en nuestro dormitorio? —preguntó, como si Leonard lo hubiera puesto allí—. ¿Por qué no piensas en eso? ¿Por qué estaba escondido en el armario? Venga, dime lo que piensas.

—No lo sé —dijo él—: No me importa por ahora. Sólo quiero sacarle de aquí…

—¡No te importa! No quieres pensar en eso.

Se sentó de pronto en una de las sillas de la cocina. Estaba junto al montón de zapatos que rodeaban la horma de metal. Cogió un par y se los puso.

Leonard se dio cuenta de que iban a tener una pelea. Era su noche de compromiso. No era culpa de ellos y estaban peleándose. Por lo menos ella.

—A mí sí me importa. Yo he estado casada con ese cerdo.

A mí me importa que cuando estoy haciendo el amor contigo ese cerdo, ese pedazo de mierda, esté escondido en el armario. Le conozco. ¿Entiendes?

—Maria…

Esta vez ella levantó la voz.

—Le conozco.

Estaba tratando de encender un cigarrillo sin conseguirlo. A Leonard también le apetecía uno. Dijo para calmarla:

—Vamos, Maria…

Ella encendió el pitillo y dio una bocanada. No le sirvió de nada, seguía estando a punto de gritar.

—No me hables así. No quiero calmarme. ¿Y por qué estás tú tan tranquilo? ¿Por qué no estás enfadado? Hay un hombre espiándote en tu dormitorio. Deberías estar rompiendo los muebles. ¿Y qué estás haciendo? ¡Rascándote la cabeza y diciendo educadamente que deberíamos llamar a la policía!

A él le pareció que todo lo que ella decía era cierto. No había sabido cómo reaccionar, ni siquiera había pensado en ello. No sabía lo suficiente. Ella era mayor que él, había estado casada. Así era como se ponía uno cuando encontraba a alguien escondido en su dormitorio. Al mismo tiempo, lo que ella decía le irritaba. Le estaba acusando de no ser lo bastante hombre. Había conseguido coger los cigarrillos. Sacó uno. Ella seguía atacándole. La mitad de lo que decía era en alemán. Tenía el encendedor en el puño y apenas se dio cuenta cuando él se lo quitó.

—Eres tú el que debería estar gritándome —dijo ella—. Es mi marido, ¿no? ¿Es que no estás enfadado? ¿Ni siquiera un poquito?

Esto era demasiado. Se había llenado los pulmones y ahora expulsó el humo con un grito.

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