El inocente (31 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

Mientras Glass hablaba por teléfono, Leonard paseó por la carretera. Aquélla iba a ser una hermosa mañana invernal. En la cuneta crecían flores amarillas y blancas. No había ninguna planta que pudiera identificar. Glass salió de la caseta cinco minutos después, seguido por los dos soldados, que llevaban las cajas. Leonard y Glass se quedaron a un lado mientras los soldados cargaban el equipaje en el coche. Luego levantaron la barrera y se pusieron firmes mientras el coche pasaba.

—El oficial de guardia les ha echado una buena bronca a esos chicos. Y MacNamee se la echó al oficial de guardia.

Debe ser un secreto muy gordo eso que llevas —le dijo Glass.

—Lo es.

Glass aparcó el coche y apagó el motor. El oficial de guardia y dos soldados les esperaban junto a las puertas dobles.

Antes de que salieran, Glass le puso una mano en el hombro a Leonard y dijo:

—Has subido mucho desde tus tiempos de quemar cartones.

Bajaron. Leonard contestó por encima del techo del «escarabajo».

—Es un honor estar en esto.

Los soldados cogieron las cajas. El oficial de guardia preguntó dónde tenían que llevarlas y Leonard dijo que al túnel. Quería bajar allí y calmarse. Pero no era lo mismo descender con Glass y el oficial de guardia a su lado y los dos soldados detrás de ellos. Una vez que bajaron al pozo principal, las cajas fueron cargadas en una pequeña vagoneta de madera que los soldados empujaban. Pasaron junto a los rollos de alambre de espino que marcaban el comienzo del sector ruso. Unos minutos después todos pasaron con dificultad por el estrecho espacio que dejaban los amplificadores y Leonard les indicó el sitio debajo de la mesa donde tenían que poner las cajas.

—Que me aspen —dijo Glass—. Habré pasado cien veces por delante de esas cajas y nunca se me ocurrió ver lo que había dentro.

—Pues no empieces ahora —dijo Leonard.

El oficial de guardia puso un precinto de alambre en ambas cajas.

—Para que sólo se abran con su autorización —dijo.

Subieron a la cantina a tomar café. La revelación de Leonard de su nivel cuatro le había conferido una especie de ascenso. Cuando Glass habló de ir a Spandau a buscar al sargento de los Scots Greys, a Leonard le resultó lo más fácil del mundo llevarse una mano a la frente y decir:

—No me siento capaz. Llevo dos noches seguidas sin dormir. Quizá mañana.

Y Glass contestó:

—No te preocupes, lo haré yo.

Se ofreció para llevar a Leonard a casa. Pero Leonard no estaba seguro de dónde quería estar. Ahora tenía nuevos problemas. Quería estar donde pudiera pensar en ellos. Así que Glass le dejó camino de la ciudad, en la estación de Grenzallee, al final de línea del metro.

Durante varios minutos después de que Glass se fuera, Leonard paseó por el vestíbulo donde estaban las taquillas, gozando de su libertad. Había estado transportando esas cajas durante meses, años. Se sentó en un banco. Ahora no las tenía aquí, pero todavía no se había deshecho de ellas. Se quedó sentado mirándose los verdugones que tenía en las manos. La temperatura en el túnel era de veinticinco grados, tal vez más debajo de la mesa, junto a los amplificadores. En dos días o menos las cajas apestarían. Quizá fuera posible volver a sacarlas de allí con algún cuento complicado sobre el nivel cuatro, pero ahora mismo MacNamee estaría camino del almacén, muerto y perdido por saber a qué clase de equipo había conseguido Leonard echar mano. Era una calamidad. Se había propuesto dejar las cajas en el anonimato público de una estación de ferrocarril con conexiones internacionales y había acabado dejándolas en un espacio reducido y privado donde estaban totalmente identificadas con él. Era una calamidad terrible. Estaba intentando encontrar una solución al problema, pero lo único que le venía a la mente era que la situación era una calamidad.

El banco donde estaba sentado se encontraba frente a la ventanilla del despacho de billetes. Dejó caer la cabeza. Llevaba un buen traje y una corbata y tenía los zapatos brillantes. Nadie podría tomarle por un vagabundo. Levantó los pies sobre el banco y durmió durante dos horas. Aunque su sueño era profundo, era consciente de los pasos de los pasajeros resonando en el vestíbulo, y en cierto modo era consolador estar dormido y a salvo entre desconocidos.

Se despertó aterrado. Eran las doce y diez. MacNamee estaría ya en el almacén buscándole. Si el científico del gobierno era impaciente o descuidado quizá tratase incluso de hacer valer su autoridad para que rompiesen los precintos de las cajas. Leonard se levantó. Sólo tenía una hora para poder actuar. Necesitaba hablar con alguien. Le dolió pensar en Maria. No podía soportar la idea de acercarse a su piso. Las tablas del banco se le habían clavado en las nalgas y el traje se le había arrugado. Fue sin propósito fijo hacia la ventanilla del despacho de billetes. Una característica de su cansancio era que no podía hacer planes. En cambio, se encontró empezando a seguirlos, como si obedeciera órdenes. Compró un billete para Alexanderplatz, en el sector ruso. Había un tren esperando para salir y en Hermannplatz, donde tenía que hacer transbordo, entró uno inmediatamente. Esta facilidad le confirmó en un propósito. Estaba siendo arrastrado a una enorme, espantosa solución. Tuvo que andar diez minutos por Kónigstrasse desde Alexanderplatz. En un momento dado tuvo que pararse y preguntar la dirección.

El local era más grande de lo que había imaginado. Esperaba algo estrecho e íntimo, compartimientos de respaldo alto adecuados para los murmullos. Pero el Café Prag era inmenso, con un techo remoto y sucio y docenas de mesitas redondas. Eligió un lugar muy visible y pidió un café. Glass le había dicho una vez que bastaba con esperar hasta que uno de los jovencitos que buscaban información se te acercara. El lugar estaba empezando a llenarse para el almuerzo. Había mucha gente de aspecto serio en las mesas. Lo mismo podía ser oficinistas del barrio que espías de media docena de naciones.

Pasó el rato dibujando un mapa a lápiz en una servilleta de papel. Transcurrieron quince minutos sin que pasara nada. Leonard llegó a la conclusión de que era uno de esos cuentos berlineses. Se decía que el Café Prag era un lugar de intercambio de información extraoficial. Pero en realidad no era más que un café grande y aburrido de Berlín Oriental donde el café era flojo y estaba tibio. Iba por la tercera taza y sentía náuseas. No había comido nada en dos días. Estaba rebuscando en sus bolsillos para encontrar unos marcos orientales cuando un joven con la cara cubierta de pecas se sentó frente a él.

—V
ous êtes français
.

Era una afirmación.

—No —contestó Leonard—, inglés.

El hombre tendría la edad de Leonard. Levantó la mano para llamar a un camarero. No parecía sentir la necesidad de dar explicaciones o disculpas por su error. No era más que una forma de iniciar la conversación. Pidió dos cafés y le tendió una mano pecosa por encima de la mesa.

—Hans.

Leonard se la estrechó y dijo:

—Henry.

Era el nombre de su padre y por ello parecía menos mentira.

Hans sacó un paquete de Camel y le ofreció uno. Leonard pensó que se sentía un poco violento al darle fuego con un Zippo. El inglés de Hans era impecable.

—No te había visto nunca por aquí.

—No había estado nunca aquí.

Llegó el café que no sabía realmente a café y cuando el camarero se fue Hans dijo:

—¿Te gusta Berlín?

—Sí, me gusta —contestó Leonard.

No había imaginado que fuera necesario hacer conversación, pero probablemente ésa era la costumbre. Quería hacer las cosas bien, así que preguntó cortésmente:

—¿Tú te has criado aquí?

Hans respondió con un relato sobre su niñez en Kassel. Cuando él tenía quince años su madre se casó con un berlinés. Le resultaba difícil concentrarse en la historia. Los detalles sin sentido hacían que se sintiera acalorado y ahora Hans le estaba preguntando sobre su vida en Londres. Después de hacerle un breve esbozo de su infancia allí concluyó diciendo que Berlín le parecía mucho más interesante. Inmediatamente se arrepintió de sus palabras.

—Pero eso no es posible —dijo Hans—. Londres es una capital mundial. Berlín está acabada. Su grandeza pertenece al pasado.

—Puede que tengas razón —dijo Leonard—. Tal vez sea sólo que me gusta estar en el extranjero.

Eso también fue una equivocación, porque ahora estaban hablando de los placeres de viajar por el extranjero. Hans le preguntó qué otros países conocía y Leonard estaba demasiado cansado para decir nada que no fuera verdad. Había estado en Gales y en Berlín Oeste.

Hans le estaba exhortando a ser más aventurero.

—Tú eres inglés, tienes más oportunidades.

Luego siguió una lista de países, encabezada por Estados Unidos, que Hans quería visitar. Leonard miró su reloj. Era la una y diez. No estaba seguro de lo que eso significaba. Le estarían buscando. No estaba seguro de lo que iba a decirles.

En cuanto Leonard miró su reloj, Hans puso punto final a su lista y miró a su alrededor. Luego dijo:

—Henry, creo que has venido aquí buscando algo. Querías comprar algo, ¿no es cierto?

—No —dijo Leonard—. Quería darle algo a la persona adecuada.

—¿Tienes algo que vender?

—Me da igual. Estoy dispuesto a regalarlo.

Hans le ofreció otro cigarrillo.

—Escucha, amigo. Te daré un consejo. Si lo que tienes es gratis, la gente pensará que no vale nada. Si es bueno, entonces debes hacerles pagar por ello.

—Está bien —dijo Leonard—. Si alguien quiere darme dinero por ello, estupendo.

—Podría coger lo que tú tienes y venderlo yo —dijo Hans—. Todo el beneficio sería mío. Pero me caes bien. Puede que vaya a visitarte a Londres algún día si me das tus señas. Así que te cobraré una comisión. El cincuenta por ciento.

—Lo que quieras.

—Bien. ¿Qué es lo que tienes?

Leonard bajó la cabeza.

—Tengo algo de interés para el mando militar soviético.

—Estupendo, Henry —dijo Hans en un tono normal de voz—. Tengo aquí a un amigo que conoce a alguien en el alto mando.

Leonard sacó su mapa.

—En el lado este de la Schbnefelder Chaussee, justo al norte de este cementerio, en Altglienicke, les están pinchando las líneas telefónicas. Van a lo largo de esta cuneta. He señalado el punto donde tienen que mirar.

Hans cogió el mapa.

—¿Cómo pueden pincharles estas líneas? No es posible.

Leonard no pudo disimular su orgullo.

—Hay un túnel. Lo he marcado con un trazo grueso. Parte de lo que parece una estación de radar en el sector americano.

Hans estaba meneando la cabeza.

—Eso está demasiado lejos. No es posible. Nadie se lo va a creer. No sacaría ni veinticinco marcos.

Leonard tenía ganas de echarse a reír.

—Es un proyecto enorme. No hace falta que se lo crean. No tienen más que ir y mirar.

. Hans cogió el mapa y se levantó. Se encogió de hombros y dijo:

—Hablaré con mi amigo.

Leonard le vio cruzar hasta el extremo opuesto del salón y hablar con un hombre que quedaba oscurecido por una columna. Luego ambos atravesaron unas puertas de vaivén hacia la zona donde estaban los lavabos y el teléfono. Un par de minutos después vino Hans más animado.

—Mi amigo dice que por lo menos parece interesante. Está intentando hablar con su contacto.

Hans cruzó de nuevo el salón hacia el teléfono. Leonard esperó a que desapareciera de la vista y se marchó del café. Había recorrido unos cincuenta metros cuando oyó un grito. Un hombre con un mantel blanco sujeto alrededor de la cintura corría hacia él agitando un pedazo de papel. Debía cinco cafés. Estaba saldando su deuda y disculpándose cuando apareció Hans corriendo. Sus pecas eran realmente llamativas a la luz del día.

El camarero se fue y Hans dijo:

—Ibas a darme tus señas. Y mira. Mi amigo me ha pagado doscientos marcos.

Leonard siguió andando y Hans continuó a su lado.

—Quédate tú con el dinero y yo me quedaré con mis señas —dijo Leonard.

Hans le cogió del brazo.

—No es eso lo que habíamos acordado.

El contacto le produjo a Leonard un estremecimiento de horror. Se soltó con una sacudida.

—¿No te agrado, Henry? —preguntó Hans.

—No —contestó Leonard—. Lárgate.

Apretó el paso. Cuando miró por encjma del hombro, Hans volvía hacia el café.

En Alexanderplatz Leonard tuvo otro momento de indecisión. Necesitaba sentarse y dar un descanso a su pie, pero antes de hacer eso tenía que decidir adónde ir. Debería ver a Maria, pero sabía que aún no podía enfrentarse a ella. Quería irse a casa, pero era posible que MacNamee le estuviera esperando allí. Si habían roto los precintos de las cajas, sería la policía militar la que estaría allí. Al final compró un billete para Neu-Westend. Tomaría una decisión en el tren.

Se bajó en la estación del Zoo porque había decidido entrar en el parque y buscar un sitio donde dormir. Era un día soleado, pero después de andar veinte minutos y encontrar una zona tranquila a la orilla del canal descubrió que el viento era un poco demasiado fuerte para permitirle relajarse. Se pasó media hora tiritando tumbado en la hierba recién cortada. Volvió a la estación atravesando los jardines y tomó el metro para ir a casa. Dormir era ahora su único afán. Si los policías militares estaban allí, tendría que enfrentarse a lo inevitable. Si era MacNamee, ya se inventaría una historia cuando fuese necesario.

Se deslizó por la acera desde Neu-Westend hasta Platanenallee. El cansancio le hacía disociarse del movimiento de sus piernas. Le llevaban a casa. No había nadie esperándole. Dentro del piso encontró dos notas que habían metido por debajo de la puerta. Una era de Maria y decía: «¿Dónde estás? ¿Qué pasa?» La otra, de MacNamee, decía: «Telefonéeme» y le daba tres números. Leonard fue directamente al dormitorio y corrió las cortinas. Se quitó la ropa. No se molestó en ponerse el pijama. En menos de cinco minutos estaba dormido al fin.

En menos de una hora estaba despierto otra vez con una urgente necesidad de orinar. Además, el teléfono estaba sonando. Vaciló en el vestíbulo, no sabiendo a qué atender primero. Fue al teléfono y supo en el momento en que lo estaba cogiendo que había tomado una decisión equivocada. No podría concentrarse. Era Glass, con una voz que sonaba lejana y muy disgustada. Había mucho ruido de fondo. Era como un hombre que estuviera sufriendo un mal sueño.

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