El inocente (34 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

—Tienes muy buen aspecto —dijo él.

—Me encuentro mejor. ¿Has podido dormir?

Su pregunta era indiscreta. Había gente muy cerca de ellos. Empujó las maletas hacia adelante para ocupar el hueco que había aparecido detrás de los refugiados.

—No —dijo él y le apretó la mano. Podrían ser una pareja de prometidos, sin duda—. Me gusta esa blusa. ¿Es nueva?

Ella dio un paso atrás para que él la viera bien. Llevaba incluso un nuevo broche en el pelo, amarillo y azul esta vez, más infantil que nunca.

—Quise darme un capricho. ¿Qué te parece la falda?

Dio una vuelta. Estaba contenta y excitada. Los franceses la estaban mirando. Alguien que estaba al final de la cola silbó admirativamente.

Cuando ella se acercó más a él, le dijo:

—Estás guapísima.

Sabía que era verdad. Si continuaba diciéndolo, aunque sólo fuera para sí, acabaría por sentirlo realmente.

—Cuánta gente —dijo ella—. Si Bob Glass estuviera aquí podría hacer algo para que no tuvieras que estar en la cola.

El prefirió no hacer caso del comentario. Maria llevaba puesta su sortija de compromiso. Si pudieran simplemente atenerse a las formas, lo demás vendría a continuación. Lo recuperarían todo. Siempre y cuando nadie viniera a buscarlos. Continuaron cogidos de la mano mientras avanzaban arrastrando los pies hacia el mostrador.

—¿Se lo has dicho ya a tus padres? —preguntó ella.

—¿Decirles qué?

—Lo de nuestro compromiso, claro.

Había pensado hacerlo. Había tenido la intención de escribirles al día siguiente de la fiesta.

—Se lo diré cuando esté en casa.

Antes de hacerlo, tendría que volver a creer en ello. Tendría que regresar al momento en que estaban subiendo las escaleras de la casa de Maria después de cenar, o al momento en que sus palabras le llegaban como gotas de plata cayendo a cámara lenta, antes de que hubiera discernido su sentido.

—¿Has presentado ya tu dimisión? —preguntó él.

Ella se rió, pero pareció titubear.

—Sí, y al comandante no le ha hecho ninguna gracia. ¿Quién me va a cocer los huevos ahora? ¿En quién puedo confiar para que me corte el pan?

Se rieron. Se mostraban alegres porque estaban a punto de separarse, que es lo que hacen las parejas de novios.

—¿Sabes? —dijo ella—. Trató de convencerme de que no me fuera.

—¿Y qué le dijiste?

Ella movió el dedo anular en el aire y dijo con fingida travesura:

—Le dije que lo pensaría.

Tardaron media hora en acercarse al mostrador. Estaban a punto de llegar y seguían cogidos de la mano. Después de un silencio Leonard dijo:

—No entiendo por qué no han dado la noticia todavía.

—Eso quiere decir que nunca se sabrá —contestó ella inmediatamente.

Luego hubo un silencio. La familia de refugiados estaba facturando sus maletas y sus bultos.

—¿Qué quieres hacer? — preguntó Maria— . ¿Adónde quieres ir?

—No sé — contestó él con un tono de voz de película— .

Tiene que ser en tu casa o en la mía.

Ella rió sonoramente. Había algo desenfrenado en su actitud. El empleado de la BEA levantó la cabeza para mirarla. Maria se mostraba muy libre en sus movimientos, casi juguetona. Tal vez era alegría. Hacía rato que los franceses habían dejado de hablar. Leonard no sabía si era porque todos la estaban observando. Estaba pensando que realmente la quería cuando le tocó poner las maletas en la báscula. Nada, escasamente diecisiete kilos entre las dos. Después de que examinaran su billete se fueron a la cafetería. Aquí también había cola y no valía la pena ponerse en ella. Sólo les quedaban diez minutos.

Se sentaron en una mesa de formica abarrotada de tazas de té sucias y de platitos manchados de un pastel amarillo, que habían sido utilizados como ceniceros. Ella acercó su silla a la de él, enlazó su brazo con el suyo y apoyó la cabeza en su hombro.

—No te olvides que te amo\1\2 . Hicimos lo que teníamos que hacer y ahora todo irá bien.

Cada vez que ella le decía que todo iría bien se sentía inquieto. Era como buscar problemas. De todas formas, contestó:

—Yo también te amo.

Estaban llamando a los pasajeros de su vuelo.

Ella le acompañó al quiosco de los periódicos, donde Leonard compró un
Daily Express
llegado en avión el mismo día. Se detuvieron junto a la barrera.

—Iré a Londres —dijo ella— . Allí podremos hablar de todo. Aquí hay demasiado…

El sabía lo que quería decir. Se besaron, aunque no como solían hacerlo. El besó su preciosa frente. Tenía que irse. Ella le cogió una mano y la retuvo entre las suyas.

—¡Oh, Dios mío, Leonard! — gritó— : Ojalá pudiera decírtelo. Todo va bien. De verdad.

Otra vez eso. Había tres policías militares que miraron hacia otro lado mientras él la besaba por última vez.

—Subiré a la terraza y te diré adiós con la mano —dijo, y se fue corriendo.

Los pasajeros tenían que cruzar unos cincuenta metros de pista alquitranada. En cuanto se alejó un poco del edificio de la terminal se volvió para mirar. Ella estaba en la terraza, apoyada en el parapeto de la cubierta de observación. Cuando le vio dio unos alegres pasos de baile y le tiró un beso. Los franceses le miraron con envidia cuando pasaron a su lado. El la saludó agitando la mano y siguió hasta llegar al pie de la escalerilla, donde se detuvo y se volvió. Tenía la mano derecha medio levantada para despedirse. Había un hombre a su lado, un hombre con barba. Era Glass. Tenía la mano en el hombro de Maria. ¿O era que le rodeaba los hombros con un brazo? Ambos movieron la mano, como unos padres diciendo adiós al niño que se va. Maria le tiró un beso, se atrevió a tirarle un beso igual que antes. Glass le estaba diciendo algo y ella se rió y los dos agitaron la mano otra vez.

Leonard dejó caer su mano, subió apresuradamente la escalerilla y entró en el avión. Tenía un asiento de ventanilla del lado de la terminal. Se atareó con el cinturón de seguridad, tratando de no mirar hacia fuera. Pero era irresistible. Ellos parecían saber exactamente cuál de las ventanillas redondas era la suya. Le estaban mirando directamente y continuaban moviendo la mano en un insultante adiós. Apartó la mirada. Cogió su periódico, lo abrió y fingió leer. ¡Sentía tanta vergüenza! Deseaba ardientemente que el avión se moviera. Ella debería habérselo dicho hacía un momento, debería haberse enfrentado con él, pero había preferido evitar una escena. Era una humillación. Se sonrojó y fingió seguir leyendo. Finalmente, leyó de verdad. Era una noticia sobre «Buster» Crabbe, un hombre rana de la marina que había estado espiando a un buque de guerra ruso amarrado en el puerto de Portsmouth. El cuerpo sin cabeza de Crabbe había sido encontrado por unos pescadores. Kruschev había hecho una furiosa declaración, se esperaba que se hablara del asunto en la Cámara de los Comunes aquella tarde. Las hélices giraban hasta formar un contorno borroso. Los empleados de tierra se alejaban corriendo. Mientras el avión avanzaba lentamente, Leonard echó una última mirada. Estaban de pie muy juntos. Tal vez en realidad ella no podía verle la cara, porque levantó una mano como para decir adiós y luego la dejó caer.

Y luego ya no pudo verla.

23

En junio de 1987 Leonard Marnham, propietario de una pequeña empresa de material eléctrico, regresó a Berlín. Le bastó con el trayecto en taxi desde el aeropuerto de Tegel hasta el hotel para acostumbrarse a la ausencia de ruinas. Había más gente, todo era más verde, no circulaban tranvías. Luego estas marcadas diferencias se desvanecieron y se convirtió en una ciudad europea como cualquier otra de las que visita un hombre de negocios. Su característica dominante era el tráfico.

Mientras pagaba al taxista, comprendió que había cometido un error al querer alojarse en la Kurfürstendamm. Le había proporcionado cierto placer mostrarse conocedor del terreno ante su secretaria. El Hotel am Zoo era el único que podía recordar. Ahora había una estructura transparente contra la fachada. Por su interior corría un ascensor de cristal que se deslizaba sobre la superficie de un mural. Deshizo la maleta, se tragó la pastillla para el corazón con un vaso de agua y salió a dar un paseo.

En realidad no resultaba posible pasear, pues la multitud era compacta. Se orientó tomando como referencia la Gedáchtniskirche y una horrorosa estructura nueva que se alzaba a su lado. Pasó por delante de tiendas con rótulos como Burger King, Spielcenter, Videoclips, Das Steak-Restaurant, Unisex Jeans. Los escaparates estaban llenos de ropa en infantiles tonos pastel, rosas, azules, amarillos. Se vio atrapado por una oleada de niños escandinavos que llevaban viseras de cartón de McDonald's y se empujaban para comprarle a un vendedor callejero gigantescos globos plateados. La música disco y el olor a grasa quemada llenaban el aire por todas partes.

Bajó por una calle lateral pensando dar una vuelta para salir delante de la estación del Zoo y la entrada a los jardines, pero pronto se perdió. Había una confluencia de calles importantes que no recordaba. Decidió sentarse en la terraza de uno de los grandes cafés. Pasó tres, pero hasta la última silla de plástico de colores vivos estaba ocupada. El gentío se movía' sin propósito concreto arriba y abajo de la calle, apretándose unos contra otros cada vez que el espacio de la acera estaba ocupado por las mesas de los cafés. Había un montón de adolescentes franceses, todos con camisetas rosas en las que detrás y delante ponía «¡Que te jodan!». Estaba asombrado de haberse perdido. Cuando miró a su alrededor con intención de preguntarle a alguien, no pudo encontrar a nadie que no pareciese extranjero. Finalmente se acercó a una joven pareja que estaba en una esquina comprando un pastelillo relleno de crema de menta. Eran holandeses y bastante amables, pero nunca habían oído hablar del Hotel am Zoo y ni siquiera estaban totalmente seguros de dónde quedaba la Kurfürstendamm.

Encontró su hotel por casualidad y pasó media hora sentado en su habitación bebiendo a sorbitos un zumo de naranja que sacó del minibar. Estaba tratando de resistirse a las comparaciones irritantes.
En mis tiempos
. Si iba a dar un paseo por Adalberstrasse prefería conservar la calma. Sacó de su maletín la carta que había estado releyendo en el avión y se la metió en el bolsillo. Aún no estaba seguro de lo que esperaba de todo aquello. Contempló la cama. La experiencia en la Ku'damm le había agotado. Con mucho gusto hubiera pasado la tarde durmiendo. Pero se obligó a levantarse y a salir otra vez.

En el vestíbulo vaciló en el momento de entregar la llave. Quería poner a prueba su alemán con el recepcionista, un joven de traje negro que parecía un estudiante de algo. El Muro había sido levantado cinco años después de que Leonard se marchase de Berlín. Deseaba ir a verlo mientras estaba en la ciudad. ¿Adónde debía ir? ¿Cuál era el mejor lugar? Era consciente de cometer errores elementales. Pero lo entendía bien. El joven le mostró un mapa. Potsdamer Platz era el mejor sitio. Había una buena plataforma-mirador y tiendas de postales y recuerdos.

Leonard estaba a punto de darle las gracias y cruzar el vestíbulo cuando el joven dijo:

—Debería ir pronto.

—¿Por qué?

—Hace poco los estudiantes se manifestaron en Berlín Oriental. ¿Sabe lo que gritaban? El nombre del líder soviético.

Y la policía les pegó y les persiguió con cañones de agua.

—Sí, lo leí —dijo Leonard.

El recepcionista estaba lanzado. Parecía ser su tema preferido. Tendría veintitantos años, pensó Leonard.

—¿Quién iba a pensar que el nombre del secretario general soviético sería una provocación en Berlín Oriental? ¡Es asombroso!

—Ciertamente, sí —dijo Leonard.

—Hace un par de semanas vino a Berlín. Probablemente lo habrá leído usted. Antes de que viniera todo el mundo decía:

Les dirá que derriben el Muro. Bueno, yo sabía que no haría eso, y no lo hizo. Pero será la próxima vez, o la otra, dentro de cinco o diez años. Todo está cambiando.

De la oficina interior llegó un gruñido admonitorio. El joven sonrió y se encogió de hombros. Leonard le dio las gracias y salió a la calle.

Cogió el metro para ir a Kottbusser Tor. Cuando subió a la acera luchó con un viento caliente y polvoriento que arrastraba basura. Una chica muy flaca con una chaqueta de cuero y unos pantalones ajustadísimos estampados con lunas y estrellas estaba de plantón. Cuando pasó a su lado la chica murmuró:

—¿Me dejas un marco, tío?

Tenía una cara bonita, pero macilenta. Diez metros más allá tuvo que pararse. ¿Era posible que hubiera bajado del metro demasiado pronto o demasiado tarde? Pero allí estaba el nombre de la calle. Delante de él un monstruoso bloque de pisos se alzaba sobre la esquina de la Adalberstrasse. En las columnas de hormigón que formaban su base había pintadas hechas con spray. A sus pies vio latas de cerveza vacías, envases de comida rápida y hojas de periódico. Un grupo de adolescentes, supuso que eran punks, estaban tumbados junto al bordillo, apoyados en un codo. Todos llevaban el mismo corte de pelo a lo mohicano, de un color naranja chillón. Su relativa calvicie hacía que sus orejas y nueces sobresalieran de un modo poco elegante. Las cabezas eran de un blanco azulado. Uno de los chicos estaba inhalando de una bolsa de plástico. Le sonrieron cuando pasó junto a ellos.

Una vez hubo cruzado por debajo del edificio, la calle le pareció relativamente conocida. Todos los huecos se habían llenado. Las tiendas, un colmado, un café, una agencia de viajes, tenían ahora nombres turcos. En la esquina con Oranienstrasse había varios turcos parados en la acera. El ambiente distendido de la Europa meridional resultaba incongruente aquí. Los edificios que habían sobrevivido a los bombardeos tenían aún las señales de las balas. En el número 84 aún se veían las marcas de la metralla encima de las ventanas de la planta baja. La gran puerta principal había sido pintada de azul muchos años antes. En el patio la primera cosa que vio fueron los cubos de la basura. Eran enormes e iban montados sobre ruedas de goma.

Unos niños turcos, chicas con sus hermanos y hermanas menores, jugaban en el patio. Dejaron de correr al verle y le observaron en silencio mientras cruzaba en dirección a la puerta del fondo. No respondieron a su sonrisa. Aquel hombre de mediana edad, pálido y alto, vestido con un traje oscuro inadecuado para el calor, no era de los suyos. Una mujer gritó desde arriba algo que sonó como una áspera orden, pero nadie se movió. Quizá temían que Leonard tuviera algo que ver con la autoridad. Su plan había sido subir hasta el último piso y, si parecía apropiado, llamar a la puerta. Pero la escalera estaba más oscura y era más estrecha de lo que él recordaba, y en el aire flotaban extraños olores de cocina. Retrocedió y miró por encima del hombro. Los niños seguían observándole fijamente. Una niña mayor cogió en brazos a su hermanita. Leonard contempló aquellos dos pares de ojos oscuros, luego pasó junto a ellas y salió a la calle. El hecho de estar allí no le aproximaba a sus tiempos en Berlín. Lo único que resultaba evidente era lo lejos que quedaban.

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