Volvió a Kottbusser Tor y al pasar le dio a la chica un billete de diez marcos; después cogió un tren que le llevó a Hermannplatz, donde hizo trasbordo para Rudow. Hoy día era posible ir hasta el final de Grenzallee en el metro. Cuando llegó se encontró una autopista de seis carriles que cruzaba lo que él intuía que era la dirección en que quería ir. Mirando hacia atrás, al centro de la ciudad, vio muchos grupos de edificios altos. Esperó a que cambiara el semáforo y cruzó. Delante de él había bloques bajos de pisos, un carril para ciclistas en piedra rosa, pulcras filas de farolas y coches aparcados bordeando las aceras. ¿Qué otra cosa podía haber? ¿Qué esperaba realmente? ¿La misma llana tierra de labranza? Pasó junto al pequeño lago, un recuerdo rural preservado por una cerca de alambre de espino.
Tuvo que mirar su plano para encontrar la calle por la que debía torcer. ¡Todo estaba tan cuidado y era tan distinto! La calle que le convenía se llamaba Lettberger Strasse, y en sus márgenes habían plantado sicomoros recientemente. A su derecha había pisos nuevos, de no más de dos o tres años a juzgar por su aspecto. A su derecha, sustituyendo a las chabolas de los refugiados, se levantaban esos excéntricos chalés de una sola planta que tanto gustan a los habitantes de los pisos berlineses, con sus jardines intensamente cultivados. Había familias comiendo a la profunda sombra de árboles ornamentales, y sobre un césped inmaculado vio una mesa verde de ping-pong. Pasó por delante de una hamaca vacía colgada entre dos manzanos. Por detrás de los arbustos ascendía el humo de una barbacoa. Los rociadores estaban en marcha y empapaban trozos de acera. Cada diminuta parcela constituía una ordenada y orgullosa fantasía, una celebración del éxito doméstico. Aunque había docenas de familias apretadas en aquellos terrenos, un silencio interno y satisfecho se elevaba con el calor de la tarde.
La carretera se estrechaba y se convertía en algo parecido al sendero que recordaba. Había una escuela de equitación y unas lujosas villas, y luego se encontró caminando hacia una nueva y alta puerta verde. Detrás de ella, unos treinta metros de tierra, y más allá, todavía circundados por la doble cerca, estaban los restos del almacén. De momento, se quedó donde estaba. Vio que todos los edificios habían sido demolidos. La garita blanca del centinela estaba torcida junto a la puerta interior, abierta de par en par. En la puerta verde que tenía inmediatamente delante había un letrero que proclamaba que los terrenos pertenecían a una compañía de productos hortícolas y advertía a los padres que no dejaran entrar a los niños. A un lado había una gruesa cruz de madera que conmemoraba los intentos de dos jóvenes de escalar el Muro en 1962 y 1963, «muertos por los disparos de la policía de fronteras». En el extremo más lejano del almacén, unos cien metros más allá de su cerca exterior, se alzaba la pálida cortina de hormigón, que impedía ver la Sch6nefelder Chaussee. Pensó en lo extraño que resultaba que fuera aquí donde viese por primera vez el Muro.
La puerta nueva era demasiado alta para que un hombre de su edad pudiera trepar por ella. Introduciéndose por un jardín particular consiguió pasar por encima de un muro bajo. Cruzó la cerca exterior y se detuvo junto a la segunda. La barrera, naturalmente, había desaparecido, pero el poste que la sostenía seguía allí, destacando por encima de las malas hierbas. Se asomó a la inclinada garita del centinela. Estaba llena de tablones. Los viejos accesorios eléctricos estaban aún en su sitio, en lo alto de la pared interior, y también se veía el deshilachado extremo de un cable telefónico. Entró en el recinto. Lo único que quedaba de los edificios eran suelos de hormigón desmoronados a través de los cuales empezaban a brotar las malas hierbas. Los escombros habían sido dejados en montones en un extremo del recinto para formar una alta pantalla de cara al Muro. Una última provocación a los Vopos.
El edificio principal era diferente. Se acercó a él y se quedó largo rato junto a sus ruinas. Por tres lados, más allá de las cercas y la franja de tierra, los chalés avanzaban. En el cuarto estaba el Muro. Desde algún jardín llegaba música de radio; el gusto alemán por los ritmos militares había dejado huellas en su música pop. En el aire flotaba una pereza de fin de semana.
Lo que quedaba delante de él era un agujero inmenso, una trinchera amurallada de unos treinta metros de largo por unos diez de ancho y tal vez dos de profundidad. Tenía ante sí el antiguo sótano, ahora abierto al cielo. Los grandes montones de tierra sacada del túnel seguían allí, cubiertos de hierbas. El suelo del sótano debía de estar metro y medio más bajo tierra, pero el camino entre los montones era claramente visible. El pozo principal en el extremo este quedaba cubierto por los escombros. Era mucho más pequeño de lo que él recordaba. Mientras bajaba gateando se dio cuenta de que dos guardias fronterizos le observaban con prismáticos desde su torre. Caminó por la senda entre los montones de tierra. Una alondra gorjeaba por encima de su cabeza, y el calor empezó a molestarle. Aquí estaba la rampa para las carretillas elevadoras. El pozo empezaba allí. Cogió un pedazo de cable. Era del viejo tipo de tres hilos con su grueso e inflexible alambre de cobre. Con la punta del zapato movió algo de tierra y unas piedras. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Pruebas de su propia existencia?
Trepó para salir del sótano. Desde la torre seguían observándole. Después de apartar un poco la suciedad del borde de ladrillos, se sentó con los pies colgando sobre el sótano. Aquel lugar significaba más para él que Adalberstrasse. Ya había decidido no molestarse en ir a Platanenallee. Era aquí, en estas ruinas, donde sentía todo el peso del tiempo. Era aquí donde podía desenterrar viejos asuntos. Sacó del bolsillo la carta. El sobre con las direcciones tachadas era realmente fascinante, una biografía cuyos capítulos eran una sucesión de finales. La carta venía de Cedar Rapids, Iowa, y había salido de Estados Unidos diez semanas antes. El remitente llevaba treinta años de retraso. Inicialmente había sido enviada a casa de sus padres, a aquella casa de Tottenham donde él había crecido y donde ellos vivieron hasta la muerte de su padre, ocurrida el día de Navidad de 1957. Desde allí había sido remitida a la residencia de ancianos donde su madre pasó sus últimos años. Luego la habían mandado a la casa grande de Sevenoaks donde se habían criado sus propios hijos y donde él había vivido con su mujer hasta hacía cinco años. El actual propietario había guardado la carta durante varias semanas y luego se la había mandado junto con un montón de circulares y correo inútil.
La abrió y la leyó una vez más.
«
1706 Sumner Drive, Cedar Rapids, 30-3-1987»Querido Leonard: Creo que no existe más que una remotísima posibilidad de que recibas esta carta algún día. Ni siquiera sé si vives, aunque algo me dice que sí. Voy a enviarla a la antigua dirección de tus padres y luego quién sabe lo que sucederá. La he escrito tantas veces en mi cabeza que ya va siendo hora de que me ponga a hacerlo de verdad. Aunque no la recibas, puede que a mí me ayude.
»Cuando me viste por última vez, en el aeropuerto de Tempelhof, el 15 de mayo de 1956, yo era una alemana bastante joven que hablaba bien el inglés. Supongo que ahora se podría decir que soy una señora norteamericana burguesa, una profesora de instituto muy próxima a la jubilación, y mis buenos vecinos de Cedar Rapids aseguran que no hay ni rastro de alemán en mi acento, aunque creo que lo dicen sólo por amabilidad. ¿Dónde han ido a parar todos estos años? Sé que eso es lo que se pregunta todo el mundo. Todos tenemos que llegar a reconciliarnos con el pasado. Tengo tres hijas, y la menor acabó la universidad el verano pasado. Las tres han crecido en esta casa, en la cual llevamos veinticuatro años. Enseño alemán y francés en el instituto desde hace dieciséis años. Durante los últimos cinco he sido presidenta de la organización local de Mujeres en la Iglesia. En esto se han ido mis años.
»Y durante todo este tiempo he pensado mucho en ti. No ha pasado una semana sin que pensara en todo aquello, en lo que podríamos o deberíamos haber hecho, en que las cosas pudieron haber sido diferentes. Nunca hablé de ello. Creo que temía que Bob adivinase la fuerza de mis sentimientos. Puede que lo supiera de todas formas. No podía hablar con mis amigos de aquí, aunque es un círculo más bien reducido y hay algunas buenas personas en las que confío. Habría sido preciso dar demasiadas explicaciones. Fue todo tan extraño y horrible que sería difícil hacérselo comprender a nadie. Solía pensar que quizá podría contárselo a mi hija mayor cuando fuera una adulta. Pero esa época, nuestra época, Berlín es algo tan lejano… No creo que pudiese lograr que Laura lo entendiera realmente, así que he vivido a solas con ello. Me pregunto si a ti te habrá ocurrido igual.
»Bob dejó el servicio en 1958 y nos instalamos aquí. El llevaba un negocio de venta al por menor de maquinaria agrícola y le fue bastante bien, lo suficiente para mantenernos cómodamente. Yo enseñaba en el instituto porque siempre he estado acostumbrada a trabajar. Es para hablarte de Bob por lo que quiero escribirte, o por lo menos es una de las cosas. Durante todo este tiempo he sabido que había una acusación muda por tu parte y deberías saber que es completamente infundada. Esto es algo que siempre he necesitado aclarar. Pido a Dios que recibas esta carta algún día.
»Ahora sé, naturalmente, que trabajabas con Bob en el Túnel de Berlín. Al día siguiente de que los rusos lo encontraran, Bob vino a Adalbertstrasse y dijo que tenía que hacerme unas preguntas. Formaba parte del procedimiento habitual. Seguro que recuerdas exactamente lo que sucedía entonces. Tú te habías marchado con las maletas dos días antes y desde entonces no había sabido nada de ti. Y no había dormido. Pasé horas fregando el piso. Llevé nuestras ropas a un vertedero público. Fui hasta el barrio de mis padres en Pankow y vendí las herramientas. Llevé la alfombra a rastras tres manzanas hasta el edificio en construcción, donde tenían una hoguera, y conseguí que alguien me ayudara a echarla al fuego. Acababa de terminar de limpiar el cuarto de baño cuando Bob se plantó en la puerta; quería entrar y hacerme preguntas. Se dio cuenta de que me pasaba algo. Traté de fingir que estaba enferma. Dijo que no tardaría mucho, y como se mostró tan amable y preocupado, me derrumbé y me eché a llorar. Y luego, cuando quise darme cuenta, me encontré contándole toda la historia. La necesidad de contárselo a alguien era realmente fuerte. Quería que alguien comprendiera que no éramos criminales. Se lo solté todo y él me escuchó en silencio. Cuando le dije que te habías ido a la estación con las cajas dos días antes y no había vuelto a saber de ti, se quedó allí sentado meneando la cabeza y repitiendo una y otra vez: "Oh, Dios mío." Luego dijo que vería lo que podía averiguar y se marchó.
»Volvió a la mañana siguiente con un periódico. Estaba lleno de artículos sobre el túnel. Yo no me había enterado de nada. Bob me contó entonces que tú formabas parte de la operación del túnel y que habías dejado las cajas allí poco antes de que entraran los Vopos. No sé qué es lo que te llevaría a hacer eso. Quizá enloqueciste durante un día o dos. ¿Quién no hubiera enloquecido? La policía alemana oriental había entregado las cajas a la policía de Berlín Occidental. Al parecer, ya se había iniciado la investigación criminal. Al cabo de pocas horas darían con tu nombre. Según Bob, él y varios otros te habían visto meter las cajas allí. Hubiéramos tenido graves problemas si Bob no hubiese logrado convencer a sus superiores de que eso constituiría una mala publicidad para los servicios de información occidentales. Los superiores de Bob hicieron que la policía abandonara la investigación. Supongo que en aquellos tiempos Berlín era una ciudad ocupada y los alemanes tenían que hacer lo que los norteamericanos les mandaban. Consiguió echar tierra al asunto y se abandonó la investigación.
»Eso es lo que me contó aquella mañana. También me hizo jurar que guardaría el secreto. No podía decirle a nadie, ni siquiera a ti, que sabía lo que él había hecho. No quería que nadie pensase que había desviado el curso de la justicia, ni tampoco que tú supieses que él me había hablado de tu relación con el túnel. Recordarás lo escrupuloso que era respecto a su trabajo. Eso era lo que estaba sucediendo aquella mañana, y tú te presentaste justo en medio de todo, suspicaz y con un aspecto verdaderamente terrible. Yo ansiaba decirte que estábamos a salvo, pero no quería romper mi promesa. Ahora no sé por qué. Tal vez nos habría ahorrado mucha tristeza si lo hubiese hecho.
»Luego, unos días después fue la despedida en Tempelhof. Sabía lo que estabas pensando, pero estabas completamente equivocado. Ahora que lo estoy escribiendo me doy cuenta de hasta qué punto quiero que me escuches y me creas. Deseo que recibas esta carta. La verdad es que Bob se pasó aquel día corriendo de acá para allá por toda la ciudad con motivo de la investigación sobre la seguridad. Quería despedirse de ti, pero llegó tarde al aeropuerto. Se encontró conmigo cuando yo subía a la terraza para decirte adiós con la mano. Eso fue todo. Te escribí y traté de explicártelo sin romper mi promesa a Bob. Tus respuestas siempre fueron vagas. Pensé en ir a Londres para verte, pero sabía que no podría soportarlo si me rechazabas. Pasaron los meses y dejaste de responder a mis cartas. Me dije que lo que habíamos pasado juntos había hecho imposible que llegásemos a casarnos. Tenía una relación de amistad con Bob entonces, por mi parte basada fundamentalmente en la gratitud. Poco a poco se fue convirtiendo en afecto. El tiempo también desempeñó su papel, yo me sentía muy sola. Nueve meses después de que te marcharas de Berlín comencé una relación amorosa con Bob. Enterré mis sentimientos hacia ti lo más profundamente que pude. Al año siguiente, en julio de 1957, nos casamos en Nueva York.
»Siempre hablaba de ti muy afectuosamente. Solía decir que algún día iríamos a buscarte a Inglaterra. No sé si yo hubiera podido hacerlo. Bob murió hace dos años de un ataque al corazón cuando estaba en una excursión de pesca. Su muerte fue un duro golpe para las chicas, fue duro para todas nosotras, y a la menor, Rosie, la destrozó. Fue un padre maravilloso para las chicas. La paternidad le sentó bien, le suavizó. Nunca perdió aquella fantástica energía tan suya. Siempre estaba dispuesto a jugar y bromear. Cuando las niñas eran pequeñas era una maravilla observarle con ellas. Era tan popular aquí que su entierro fue un acontecimiento en el pueblo y me sentí muy orgullosa de él.
»Te cuento esto porque quiero que sepas que no me arrepiento de haberme casado con Bob Glass. No pretendo decir que no pasáramos también algunos momentos espantosos. Hace diez años ambos bebíamos mucho y también teníamos otros problemas. Pero ya estábamos saliendo de eso, creo. Estoy perdiendo el hilo. Hay demasiadas cosas que quiero contarte. A veces pienso en ese señor Blake que vivía en el piso de abajo y que vino a nuestra fiesta de compromiso. George Blake. Me quedé asombrada cuando le llevaron a juicio hace muchos años, en 1960 o 61. Luego escapó de prisión, y Bob descubrió más tarde que uno de los secretos que reveló fue el de vuestro túnel. Estaba metido en ello desde el principio, desde la etapa de planificación. Los rusos lo sabían todo desde antes de que sacaran la primera paletada de tierra. ¡Cuánto esfuerzo en balde! Bob solía decir que saber eso le hacía alegrarse aún más de haberlo dejado. Decía que los rusos debieron de desviar los mensajes más importantes hacia otras líneas telefónicas, y que dejaron el túnel en paz para proteger a Blake y para que el tiempo y la mano de obra de la CIA se desperdiciaran inútilmente. Pero ¿por qué entraron en él cuando lo hicieron, justo en mitad de nuestros problemas?
»Era media tarde cuando empecé esta carta y ahora ya es de noche. Me he detenido unas cuantas veces a pensar en Bob, y en Rosie, que aún no puede soportar su pérdida, y en ti y en mí y en todo el tiempo perdido y en el malentendido. Es curioso estar escribiéndole esto a un desconocido que está a miles de kilómetros de distancia. Me pregunto qué ha sido de tu vida. Cuando pienso en ti, no recuerdo únicamente la terrible experiencia con Otto. Me acuerdo de mi amable y dulce inglés que sabía tan poco de las mujeres ¡y que aprendió tan maravillosamente! Estábamos tan a gusto juntos, era tan divertido… A veces es como si recordara la infancia. Me apetece preguntarte, ¿te acuerdas de esto, te acuerdas de aquello? Cuando íbamos en bicicleta a bañarnos en los lagos los fines de semana. Cuando le compramos mi sortija de compromiso a aquel árabe enorme (todavía la conservo). Cuando íbamos a bailar al Resi. Que fuimos campeones de jive y ganamos un premio, el reloj en forma de carruaje que aún está en mi desván. Cuando te vi por primera vez con la rosa detrás de la oreja y te envié un mensaje por el tubo. Cuando hiciste aquel maravilloso discurso en nuestra fiesta y Jenny —¿te acuerdas de mi amiga Jenny?— ligó con aquel tipo de la radio cuyo nombre no recuerdo. ¿Y no iba Bob a hacer un discurso también esa tarde? Te quise mucho y nunca me sentí tan unida a nadie. No creo que sea deshonrar la memoria de Bob el decir esto. Según mi experiencia, los hombres y las mujeres nunca llegan a entenderse realmente. Lo que nosotros compartimos fue algo verdaderamente especial. Es la verdad y no puedo dejar pasar la vida sin decírtelo, sin dejar constancia de ello. Si te recuerdo bien, ahora debes de estar frunciendo el ceño y diciendo: ¡qué sentimental!
»A veces he estado enfadada contigo. Estuvo mal que te retirases con tu ira y tu silencio. ¡Qué inglés! ¡Qué masculino! Si te sentiste traicionado, deberías haberte mantenido firme y haber defendido lo que era tuyo. Deberías haberme acusado, haber acusado a Bob. Hubiéramos tenido una pelea y habríamos llegado al fondo del asunto. Pero en realidad sé que fue tu orgullo lo que te hizo marcharte cabizbajo. El mismo orgullo que me impidió ir a Londres y obligarte a casarte conmigo. No me sentía capaz de enfrentarme a la posibilidad del fracaso.
»Me resulta raro pensar que tú no conoces esta vieja casa familiar que cruje por todas partes. Es de chilla blanca, rodeada de robles, con un asta de bandera en el jardín puesta por Bob. Ya nunca me iré de aquí, aunque es demasiado grande para mí. Las chicas tienen aquí todas sus cosas de la infancia. Mañana vendrá Diane, la mediana, a visitarme con su bebé. Es la primera en tener descendencia. Laura tuvo un aborto el año pasado. El marido de Diane es matemático. Es muy alto, y por la manera como se sube las gafas con el meñique se parece a ti. ¿Te acuerdas de cuando te robé las gafas para obligarte a quedarte? También es un tenista fantástico, ¡en lo cual no se parece a ti en absoluto!
»Ya estoy divagando otra vez y se va haciendo tarde. Lo que quiero decir es que hoy día me canso pronto por las noches, cosa por la que no creo que tenga que disculparme. Pero no tengo ganas de acabar esta conversación unilateral contigo, estés donde estés y seas como seas. No deseo entregar esta carta al vacío. No será la primera que te he escrito que no reciba respuesta. Sé que tengo que correr el riesgo. Si todo esto resulta irrelevante en tu vida actual y no quieres contestar, o si los recuerdos te resultan incómodos por lo que sea, por favor, permite que el Leonard de veinticinco años acepte este saludo de una vieja amiga. Y si esta carta no llega a ninguna parte y nadie la abre ni la lee nunca, por favor, Dios, perdónanos nuestra terrible deuda y sé testigo de nuestro amor tal y como era y bendícelo.
Tuya,
Maria Glass