El inocente (6 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

—Este tramo desierto fue en su día el centro neurálgico de la ciudad, una de las avenidas más famosas de Europa. Unter den Linden… Allí, el verdadero cuartel general de la República Democrática Alemana, la embajada soviética. Se alza en el solar del antiguo Hotel Bristol, que fue uno de los hoteles más de moda…

Glass había estado callado todo el tiempo. Ahora le interrumpió cortésmente.

—Disculpa, Russell. Leonard, empezamos en el Berlín Oriental para que luego puedas disfrutar de los contrastes.

Ahora vamos al Hotel Neva…

Esto reactivó a Russell.

—Antes era el Hotel Nordland, un establecimiento de segunda clase. Ahora se ha deteriorado aún más, pero sigue siendo el mejor hotel de Berlín Oriental.

—Russell —dijo Glass—, necesitas desesperadamente una copa.

Estaba tan oscuro que desde la otra punta de la calle pudieron ver la luz del vestíbulo del Neva proyectándose sobre la acera. Cuando bajaron del coche vieron que en realidad había otra luz, el letrero de neón azul de un restaurante cooperativo enfrente del hotel, el H.O. Gastronom. Las ventanas empañadas eran su única señal externa de vida. En la recepción del Neva un hombre de uniforme marrón les indicó en silencio un ascensor en el que apenas cabían los tres. El descenso fue lento, y sus caras estaban demasiado juntas bajo una débil bombilla como para conversar.

Había treinta o cuarenta personas en el bar, tomando sus copas en silencio. Sobre una tarima, en un rincón, un clarinetista y un acordeonista ordenaban sus partituras. El bar estaba tapizado con un acolchado de un rosa muy sobado adornado con clavos y borlas, que también cubría la barra. Había grandes arañas, todas apagadas, y estropeados espejos de marco dorado. Leonard se dirigió hacia la barra, con la intención de pagar la primera ronda, pero Glass le guió a una mesa al borde de una diminuta pista de baile de parquet.

—Tu dinero no sirve aquí. Sólo marcos orientales —murmuró a su oído.

Finalmente se les acercó un camarero y Glass pidió una botella de champán ruso. Mientras alzaban sus copas, los músicos empezaron a tocar «Red Sails in the Sunset». Nadie salió a la pista. Russell estaba escudriñando los rincones más oscuros y luego se levantó y pasó por entre las mesas. Volvió con una mujer delgada que llevaba un vestido blanco que parecía hecho para alguien más grueso. Le observaron mientras bailaba con ella un competente foxtrot.

Glass meneó la cabeza.

—Se ha confundido a causa de la poca luz. No es su tipo —predijo.

Y acertó, porque al final de la pieza Russell hizo una cortés inclinación, ofreció el brazo a la mujer y la acompañó hasta su mesa.

Cuando se reunió con ellos, se encogió de hombros.

—Consecuencias de la poca comida.

Cayendo de nuevo por un momento en su tono de propaganda radiofónica, les dio detalles sobre el consumo medio de calorías en Berlín Occidental y Berlín Oriental. Luego se interrumpió diciendo:

—¡Qué diablos!

Y pidió otra botella de champán.

El champán era tan dulce como una limonada y demasiado gaseoso. Casi no parecía una bebida seria. Glass y Russell hablaban de la cuestión alemana. ¿Cuánto tiempo seguirían pasando manadas de refugiados a Occidente a través de Berlín antes de que la República Democrática sufriera un colapso económico total por falta de mano de obra?

Russell se apresuró a dar cifras; eran cientos de miles cada año.

—Y son los mejores, las tres cuartas partes tienen menos de cuarenta años. Les doy tres años más. Después, la Alemania Oriental no podrá funcionar.

—Habrá Estado mientras haya gobierno —dijo Glass—, y habrá gobierno mientras los soviéticos quieran. Aquí se vivirá miserablemente, pero el partido controlará la situación. Ya lo verás.

Leonard asintió e hizo un ruido confuso para expresar su conformidad, pero no intentó dar su opinión. Cuando levantó la mano le sorprendió bastante que el camarero acudiera a su llamada igual que había acudido a la de los otros. Pidió otra botella. Nunca se había sentido más feliz. Estaban dentro del territorio comunista, bebiendo champán comunista, eran hombres con responsabilidades hablando de asuntos de Estado. La conversación había pasado a tratar de Alemania Occidental, la República Federal, que estaba a punto de ser aceptada como miembro de pleno derecho de la OTAN.

Russell pensaba que eso era una gran equivocación.

—Es un asqueroso fénix resurgiendo de sus cenizas.

—Si quieres una Alemania libre —dijo Glass—, tienes que tener una Alemania fuerte.

—Los franceses no lo aceptarán —respondió Russell, y se volvió a Leonard en busca de apoyo, pero en ese momento llegó el champán.

—Yo lo pago —dijo Glass y cuando se marchó el camarero le dijo a Leonard—: Me debes siete marcos occidentales.

Leonard llenó los vasos. Luego la mujer delgada y su amiga pasaron junto a su mesa, y la conversación tomó otro rumbo. Russell dijo que las chicas de Berlín eran las más animadas y decididas del mundo.

Leonard dijo que, mientras no fueras ruso, el éxito estaba asegurado.

—Todas recuerdan cuando los rusos entraron aquí en el 45 —dijo con tranquila autoridad—. Todas tienen hermanas mayores, madres, o incluso abuelitas, que fueron violadas y maltratadas.

Los dos norteamericanos no estaban de acuerdo, pero le tomaron en serio. Hasta se rieron de lo de las abuelitas.

Leonard bebió un largo trago mientras escuchaba a Russell.

—Los rusos están en el campo con sus unidades. A los que están en la ciudad, los oficiales, los comisarios, les va bastante bien con las chicas.

Glass estaba de acuerdo.

—Siempre hay alguna nena estúpida dispuesta a joder con un ruso.

Los músicos tocaban «How You Gonna Keep Them Down on the Farm?». La dulzura del champán era empalagosa. Fue un alivio cuando el camarero trajo tres vasos limpios y una botella de vodka helado.

Estaban hablando otra vez sobre los rusos. La voz de locutor radiofónico de Russell había desaparecido. Su cara estaba sudorosa y brillante, y reflejaba el resplandor de su chaqueta. Hacía diez años, dijo Russell, él era un teniente de veintidós que acompañaba a la brigada móvil del coronel Frank Howley cuando partió hacia Berlín en mayo del 45 para comenzar la ocupación del sector norteamericano.

—Pensábamos que los rusos eran tíos decentes. Habían sufrido bajas por millones. Eran unos tipos heroicos, grandotes, alegres, que se emborrachaban con vodka. Y durante toda la guerra les habíamos mandado montañas de material. Así que lo lógico era que nos consideraran sus aliados. Eso fue antes de que nos encontráramos con ellos. Vinieron y bloquearon nuestra carretera a noventa kilómetros al oeste de Berlín. Bajamos de los camiones para saludarles con los brazos abiertos. Habíamos preparado regalos, estábamos entusiasmados con la idea del encuentro. —Russell aferró el brazo de Leonard—. ¡Pero se mostraron fríos! ¡Fríos, Leonard! Teníamos champán, champán francés, pero se negaron a tocarlo. Lo más que conseguimos fue que nos dieran la mano. No estaban dispuestos a dejar pasar a nuestra brigada a menos que la redujéramos a cincuenta vehículos. Nos obligaron a bivaquear a quince kilómetros de la ciudad. A la mañana siguiente nos hicieron entrar fuertemente escoltados. No se fiaban de nosotros, no nos querían. Desde el primer día nos catalogaron como enemigos. Trataron de impedirnos que organizáramos nuestro sector.

»Y así continuó la cosa. Nunca sonreían. Nunca querían colaborar para que las cosas funcionaran. Mentían, ponían impedimentos, eran crueles. Su lenguaje era siempre demasiado imperioso, incluso cuando insistían en cualquier tecnicismo en un acuerdo. Y todo el tiempo nosotros nos decíamos: ¡Qué diablos!, han tenido una guerra espantosa, y además ellos hacen las cosas de otra manera. Cedíamos, éramos unos inocentes. Nosotros hablábamos de las Naciones Unidas y de un nuevo orden mundial mientras ellos secuestraban y apaleaban a los políticos no comunistas por toda la ciudad. Tardamos casi un año en calarlos. ¿Y sabes una cosa? Cada vez que nos reuníamos con ellos, los oficiales rusos parecían jodidamente desgraciados. Era como si esperaran que les pegaran un tiro por la espalda en cualquier momento. Ni siquiera disfrutaban portándose como cabrones. Por eso nunca pude odiarles realmente. Era una política. Esta mierda venía de arriba.

Glass sirvió más vodka y dijo:

—Yo sí les odio. En mi caso no es una pasión, ese odio no me enloquece como les pasa a algunos. Se podría decir que es su sistema lo que hay que odiar. Pero ningún sistema existe sin gente que lo haga funcionar. —Cuando dejó su vaso sobre la mesa derramó un poco de líquido. Metió el índice en el charquito—. Lo que los comunistas venden es desdicha, desdicha e ineficacia. Lo exportan por la fuerza. El año pasado estuve en Bucarest y en Varsovia. ¡Han encontrado la fórmula para que nadie pueda sentirse feliz! Ellos lo saben, pero no cesan. ¡Mira este sitio! Leonard, te hemos traído al local más elegante de su sector. Míralo. Mira a la gente que está aquí. ¡Míralos!

Glass casi chillaba. Russell alargó una mano.

—Cálmate, Bob.

Glass sonrió.

—Está bien. No voy a armar un escándalo.

Leonard miró a su alrededor. A través de la penumbra vio las cabezas de los otros clientes inclinadas sobre sus copas. Los camareros, que estaban detrás de la barra, se habían vuelto hacia ellos. Los dos músicos tocaban una alegre canción con ritmo de marcha. Esta fue su última impresión clara. Al día siguiente no recordaba cómo salió del Neva.

Debían de haber pasado por entre las mesas, subido en el apretado ascensor y pasado por delante del hombre del uniforme marrón. El coche estaba junto al oscuro escaparate de una tienda cooperativa, dentro del cual había una torre de arenques en lata y sobre ella un retrato de Stalin enmarcado en papel de seda rojo con una frase en grandes letras blancas que Glass y Russell tradujeron al unísono:
La inquebrantable amistad de los pueblos soviético y alemán es una garantía de paz y libertad
.

Recordaba que llegaron al puesto de control entre los sectores. Glass apagó el motor, iluminaron con linternas el interior del coche mientras examinaban sus papeles, se oyó el ir y venir de botas con puntera metálica en la oscuridad. Luego pasaron junto a un cartel que decía en cuatro idiomas:
Está saliendo del Sector Democrático de Berlín
y se dirigieron hacia otro que anunciaba en los mismos idiomas:
Está entrando en el Sector
Británico
.

—Ahora estamos en Wittenbergplatz —dijo Russell desde el asiento delantero.

Pasaron lentamente por delante de una enfermera de la Cruz Roja sentada al pie de una gigantesca imitación de una vela con una llama de verdad en lo alto.

Russell trató de reanudar su documental turístico.

—Recauda fondos para los Spátheimkehrer, los últimos en regresar al hogar, los cientos de miles de soldados alemanes aún retenidos por los rusos…

—¡Diez años! —dijo Glass—. Olvídalo. Ya no volverán.

Y el siguiente recuerdo era una mesa situada entre docenas de ellas en un espacio vasto y ruidoso, una orquesta sobre un escenario que casi ahogaba las voces con una versión en ritmo de jazz de «Over There» y una octavilla unida a la carta, esta vez escrita sólo en alemán y en inglés con una letra torpe que bailaba ante sus ojos.
«Bienvenido al salón de baile de las maravillas técnicas, el mejor de todos los lugares de diversión. Cien mil contactos le garantizan…» La palabra era un eco que no podía situar. «…le garantizan el adecuado funcionamiento del Moderno Sistema de Teléfonos de Mesa formado por doscientos cincuenta aparatos. El Servicio de Correos de Mesa Neumático envía cada noche miles de cartas o regalitos de un visitante a otro; es único y divertido para todos. Los famosos Espectáculos Acuáticos RESI son magníficos por su belleza. Es asombroso pensar que en un minuto ocho mil litros de agua pasan a presión por nueve mil surtidores. Para el juego de estos efectos de luces cambiantes se necesitan cien mil bombillas de colores.»

Glass se acariciaba la barba y sonreía ampliamente. Dijo algo y tuvo que repetirlo a gritos.

—¡Esto ya está mejor!

Pero había demasiado ruido para empezar una conversación sobre las ventajas del sector occidental. Por delante de la orquesta brotaron chorros de agua coloreada que subían y bajaban y se inclinaban a los lados. Leonard evitó mirarlos. Lo más sensato era beber cerveza. Tan pronto se fue el camarero apareció una chica con una cesta de rosas. Russell compró una y se la regaló a Leonard, quien partió el tallo y se la colocó detrás de la oreja. En la mesa de al lado algo cayó ruidosamente por el tubo neumático y dos alemanes con chaquetas bávaras se agacharon para examinar el contenido de un bote. Una mujer con un vestido de sirena de lentejuelas besó al director de la orquesta. Hubo silbidos y bravos. La mujer se quitó las gafas y empezó a cantar con fuerte acento «It ' s Too Darn Hot».

Los alemanes parecieron decepcionados. Miraban fijamente en dirección a una mesa, a unos quince metros, donde dos chicas se abrazaban muertas de risa. Detrás de ellas estaba la atestada pista de baile. La mujer cantó «Night and Day», «Anything Goes», «Just One of Those Things» y, por último, «Miss Otis Regrets». Luego todo el mundo se puso de pie y aplaudió y pateó y pidió otra.

La orquesta se tomó un descanso y Leonard invitó a otra ronda de cervezas. Russell miró atentamente a su alrededor y dijo que estaba demasiado borracho para ligar. Hablaron de Cole Porter y mencionaron sus canciones preferidas. Russell contó que conocía a alguien cuyo padre trabajaba en el hospital al que llevaron a Porter después del accidente que tuvo montando a caballo en 1937. Por alguna razón, a los médicos y las enfermeras les pidieron que no hablaran con la prensa. Esto les llevó a una conversación sobre el secreto. Russell dijo que había demasiado en el mundo. Lo dijo riendo. Debía de saber algo sobre el trabajo de Glass.

Glass estaba serio y parecía aturdido. Echó la cabeza hacia atrás con indolencia y miró a Russell a lo largo de su barba.

—¿Sabes cuál fue la mejor asignatura que estudié en la universidad? Biología. Estudiamos la evolución. Y aprendí algo importante. —Ahora abarcó a Leonard con su mirada—. Me ayudó a elegir mi carrera. Durante miles, no, millones de años tuvimos unos enormes cerebros, el neocórtex, ¿no? Pero no hablábamos y vivíamos como asquerosos cerdos. No había nada. Ni lenguaje, ni cultura, nada. Y luego, de repente, ¡zas! Allí estaba. De pronto era algo que teníamos que tener y no había vuelta de hoja. ¿Por qué sucedió tan bruscamente?

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