El inquisidor (10 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Eros parecía dispuesto a condenarse y a llevarse su secreto a la tumba. Era un magnífico candidato para la hoguera; sin embargo, no me daría lo que estaba buscando. Pero ¿por qué se inmolaba?

Mis ojos brillaron. El misterio del libro hacía crecer desmesuradamente mi curiosidad. En verdad, la sesión había concluido, pero yo debía cumplir todavía las órdenes de Roma. Fui más allá de donde debía y continué con mi tarea de perseguir y arrinconar demonios. ¿Acaso alguien en la Iglesia podría discutir mi decisión? Tenía uno ante mí y estaba dispuesto a aplastarlo, como san Jorge hizo con el dragón.

—¡Lleven al hereje al potro! Los tormentos aún no han terminado —ordené ante las miradas de sorpresa del resto de los miembros del tribunal.

Sin resistencia, Gianmaria fue arrastrado hasta el potro. Lo echaron sobre él como si fuese una masa de carne y ataron sus pies y manos con cadenas. Después, el verdugo se acercó para hacer girar el husillo...

El potro de tortura, tan antiguo como los babilonios y muy eficaz, consistía en un mecanismo relativamente sencillo. Era una especie de bastidor con un gran tambor en uno de sus extremos. A él se sujetaban las manos del reo mediante una soga mientras los pies se aferraban con grilletes al otro extremo. Al girar el tambor se conseguía estirar el cuerpo hasta descoyuntar las articulaciones, incluso se podía llegar a romper la columna vertebral. El sufrimiento era insoportable, más que suficiente para ablandar la lengua de brujos y demonólatras.

Cuando el verdugo tensó la cuerda, se hizo otro gran silencio que hizo retumbar mis palabras en el techo.

—Gianmaria, su macabra traducción descansa en algún sitio, ¿dónde la escondió?

—Yo no escondí nada, es sólo vuestra imaginación.

—¿Alguna vez poseyó el
Necronomicón
?

—¡No! —gritó—. ¡Esto se terminó, De Grasso! Ya me habéis juzgado por herejía, ¿qué demonios pretendéis?

Sonreí ligeramente, estaba disfrutando con la tortura.

—¿Alguna vez poseyó el
Necronomicón
? —reiteré con aspereza.

Eros sonrió.

—Idos al infierno.

Ordené al verdugo que procediera con el primer punto. Girando el husillo lentamente, el barbudo de grandes brazos fue tensando el cuerpo de Gianmaria, que se estiró hasta quedar recto como una pieza de cuero. A medida que el rodillo engullía la soga las extremidades temblaban de la tensión y, en un punto dado, los ojos de Eros parecieron querer escapar de sus órbitas, y de su boca, extremadamente abierta para el grito, no consiguió salir ningún sonido, sepultado éste por el dolor insoportable. Un ruido retumbó en la sala, un chasquido opaco: las apófisis de los brazos acababan de abandonar su lugar en los hombros del hereje. El alarido desafinado de padecimiento llegó al instante y luego el morboso silencio de sumisión y lamento.

—Dígame... ¿dónde guarda el libro prohibido? —murmuré.

Gianmaria no contestó. Miró al techo y tragó torpemente saliva.

—¡Responda...! ¿Acaso quiere que continúe?—amenacé.

—Excelencia, no es necesario llevar al hereje a este punto —casi suplicó Menazzi.

—¡Silencio! —Grité clavando mis ojos en el teólogo—. ¿Es que el demonio merece hoy abogados? Sé muy bien qué debo hacer y qué no. —Después volví a mirar al reo—. ¿Alguna vez poseyó el
Necronomicón
?

Gianmaria balbuceó ahogado por su propia saliva. Parecía entregado.

—Sí... —confesó en un penoso susurro.

Todos en la sala se mostraron asombrados: el potro acababa de dar sus frutos y la intriga se multiplicaba en mí como los panes y los peces en aquel milagro de Nuestro Señor.

—¿Dónde? —Pregunté en voz alta—. ¿Dónde lo escondió?

—Jamás... —respondió ya sin fuerzas—. Podéis matarme si así lo queréis...

Indiqué al carcelero que aumentase la tensión. Este giro sería ya irreversible y lo dejaría inválido de por vida, pero no lo mataría. La soga siguió estirándose mientras el rostro de Gianmaria se deformaba por el dolor. Cuando el tambor hubo girado media vuelta, el fatigado cuerpo del reo comenzó a sonar como si se rompiese en mil pedazos. Rivara tuvo que volver el rostro y dejar de mirar. Eros gritó con demencia mientras las rodillas, caderas y codos comenzaron a descoyuntarse. Después, ya no hubo lugar ni potencia para el grito; el lamento era continuo y gutural. Gianmaria fue estirado como un despojo, y su cuerpo, después de las dislocaciones, era un palmo más largo.

—¿Dónde se encuentra el maldito libro? —grité desesperado.

—No... —gargareó el reo.

—¡Confesad! —Escupí, con los ojos inyectados en cólera—. ¡Confesad, brujo pestífero! ¡Pestífero y patán hijo de Belcebú!

Justo antes de que ordenara al verdugo que siguiera con el tormento, lo que habría acabado con la vida del hereje, Gianmaria confesó.

—En Portomaggiore... —bufó—. Escondido bajo la pila bautismal de la iglesia abandonada por los benedictinos.

—Es suficiente... ¡Por el amor de Dios! —Gritó Menazzi implorante mientras me cogía de un hombro y me hablaba con piedad—. Hemos cumplido, es inhumano seguir atormentándolo, dejad al pobre hombre terminar sus días sin más sufrimientos.

Las palabras de Menazzi me devolvieron al mundo, provocando un pequeño silencio en mi virulenta reacción. Luego medité y sonreí como si, por fin, hubiese despertado de un sueño nefasto.

—Está bien —murmuré—. Todo terminó.

Volví sobre Gianmaria y acerqué mi boca a su oreja:

—Ahora sólo le resta morir. Usted y el diablo que lleva dentro arderán en la hoguera... Espero que Dios se apiade de su alma.

Eros me miró y con gran dolor y esfuerzo pronunció unas palabras de oscuro significado.

—¿De verdad crees que el destino te depara algo diferente? Tus huesos sonarán algún día como los míos. —Y con los ojos inyectados en sangre, siguió susurrando—: Acuérdate de mis últimas palabras... Tú, que eres mi verdugo. ¿Sabes lo que veo en estos momentos...? Te veo transparente como el vidrio, tal como eres. Acuérdate, señor Inquisidor, de estas palabras, recuérdalas por siempre... Eres un hijo de perra...

Escuché asombrado tamaña insolencia y me aparté rápidamente de su lado. Gianmaria sonrió y repitió:

—Eres un bastardo, un bastardo hijo de perra.

Terminada la sesión, ordené la partida inmediata de un mensajero hacia el ducado de Ferrara, que había de dirigirse en primer lugar a la sede del obispado con una orden firmada de mi puño y letra en la que autorizaba una invasión eventual de su jurisdicción. Casi al mismo tiempo, un alguacil, un notario y veinticinco soldados bien armados y protegidos por el emblema de la Inquisición partieron hacia Emilia-Romagna con una sola misión: traer de su escondite el libro maldito. El rostro y las palabras del hereje pervivieron por largo tiempo en mis sueños.

El aliento del Diablo
Capítulo 10

Momentos antes del ocaso, cuando las puertas del convento se cerraban a cal y canto, llegó un carruaje de la Iglesia. Mantenía encendidos los faroles e iba escoltado por siete jinetes. El hermano que vigilaba la puerta inspeccionó el coche y señaló a sus conductores el camino hacia las caballerizas. Luego cerró las enormes puertas y regresó a su puesto de observación. Estaba en mis aposentos descansando de la intensa jornada cuando escuché el inconfundible ruido de las ruedas sobre el empedrado. Me asomé a la ventana para ver quién nos visitaba a aquellas horas. Cuál fue mi sorpresa cuando vi descender del carruaje al mismísimo cardenal Iuliano con todo su séquito. El cardenal alzó lentamente la cabeza y contempló la fachada de la iglesia. Recorrió con su mirada cada arco, cada relieve, cada vitral. Luego su vista se dirigió hacia el edificio contiguo al templo y sus ojos se detuvieron en una ventana iluminada. Allí se toparon con mi figura, vigilando la noche. Cerré rápidamente las cortinas... El cardenal había venido a visitarme desde Roma. ¿Por qué? ¿Y por qué tan pronto?

En la sala capitular los leños crujían en el fuego. Los visitantes me esperaban; habían sido conducidos hasta allí por el vicario. El Superior General de la Inquisición exhibía un crucifijo plateado sobre su pecho que contrastaba con el negro profundo de su vestidura. Su silencio era combativo, como si de él brotaran puñales dirigidos hacia mí, y su mirada... Su mirada era una promesa de ejecución. Junto a él, tieso y expectante, estaba el astrólogo de Clemente VIII, Darko.

—Excelencia, qué visita inesperada. No tenía noticia de que pretendierais visitarme —saludé nada más entrar en la sala.

—Espero no incomodaros... —respondió—. Lo decidí de improviso.

—De ninguna manera me incomodáis, mi general. El viaje es largo, estaréis cansados —dije mientras les ofrecía tomar asiento. Después, me senté junto a ellos frente al fuego y continué—. Por favor, vicario, ordenad que preparen habitaciones para nuestros invitados. El convento les será...

—Partiremos antes de medianoche —me interrumpió el cardenal.

—Pero... Deberíais descansar...

—Estoy acostumbrado a estos viajes, hermano De Grasso —siguió Iuliano. Luego sonrió por primera vez.

Darko, sin embargo, asintió en silencio.

Despedí a Rivara y, una vez hubo salido, pregunté:

—Bien... ¿A qué debo el honor de vuestra visita?

—¿Habéis podido interrogar al hereje? —dijo Iuliano levantándose.

—Esta misma tarde.

—Observo con placer que sois aún más celoso con vuestra labor de lo que esperaba. ¿Qué resultó del interrogatorio ?

—Tengo el paradero del libro.

El cardenal de la Inquisición no pudo ocultar el brillo de sus ojos. En su rostro se dibujó una pequeña sonrisa, la segunda de la noche.

—¿Y dónde se supone que está? —preguntó el Astrólogo.

—En el ducado de Ferrara, en el interior de una iglesia abandonada que pertenecía a los benedictinos.

Iuliano asintió con la cabeza y, por un instante, extravió sus ojos en los leños que ardían en la chimenea.

—Ya ha salido una comitiva para inspeccionar el lugar y traer el libro —añadí.

—Excelente —murmuró el cardenal.

—¿Queda algo por hacer? —pregunté de manera retórica.

—¿Qué hay del hereje? —intervino Darko.

—Soportó dos sesiones. Se resistió hasta casi el último aliento.

—¿Lo atormentasteis? —volvió a preguntar el Astrólogo.

—Mereció la Cuna de Judas y el potro. Evidentemente, se encuentra muy mal.

El cardenal meditó en silencio.

—Incomunicadlo —aconsejó.

—Y cercioraos de que su lengua sea cortada antes de ser quemado en el próximo Sermo Generalis. El hereje debe morir —intervino Darko, que ahora era quien miraba el fuego, distraído.

—Sin duda, Gianmaria morirá: quedan pocos días para celebrar el auto de fe.

—¿Habló de algo más en la sesión? —preguntó el Astrólogo.

—Sus palabras fueron extrañas...

—¿Qué dijo? —me interrumpió la curiosidad de Iuliano.

—Habló de un rito iniciático... satánico, que puede abrir las puertas de un mundo espiritual... Un mundo de filosofías peligrosas...

—Habéis estirado su lengua más de lo conveniente —exclamó Darko mientras cruzaba su mirada con la de Iuliano y se movía con inquietud en su silla.

—¿De qué trata todo esto? —pregunté mirando al Astrólogo.

Era mi oportunidad para obtener respuestas.

—Hay cosas que vos desconocéis. Sería largo y tedioso de explicar —interrumpió el cardenal.

—Dispongo de tiempo suficiente para escucharlo, Excelencia. No es normal que un hereje insulte a un inquisidor durante la sesión y menos aún que prefiera la muerte a entregar un libro prohibido.

—¿Os ha insultado? —Siguió Darko—. ¿Y qué os ha dicho?

—No creo que importe. Es sólo una ofensa.

El astrólogo papal se volvió indiscreto.

—¿Qué os ha dicho el hereje? —insistió.

—Que era un bastardo.

El cardenal Iuliano me miró fijamente y quedó preso de mis palabras. Parecía saber algo que había decidido ocultar.

—Esas palabras no tienen ningún sentido —afirmé.

—Seguro que no. Es sólo una muestra más de su espíritu diabólico —respondió mostrando seguridad.

—¿Y bien? —continué, pues habían desviado la conversación sin responder a lo que más me preocupaba—. ¿Qué hay alrededor del hereje y del libro?

Darko no contestó. Se limitó a mirar a Iuliano y permaneció en silencio. El cardenal se acercó a una mesa con licores que Rivara, siempre pendiente del detalle más mínimo, había ordenado colocar allí poco después de recibir a los visitantes. Normalmente no solía haber bebidas en la sala del capítulo, el lugar donde nos reuníamos como miembros de la congregación dominica para despachar los asuntos del convento, actividad para la que no necesitábamos ningún agasajo, sino lo imprescindible para no sentirnos incómodos, nada del lujo que tenían los grandes monasterios o, sin ir más lejos, las estancias vaticanas. Iuliano observó con detalle las botellas y cogió una. Luego sirvió dos copas. El silencio que había producido mi pregunta permanecía en el aire. El dominico tomó asiento y me ofreció una de las copas con su mano enguantada. Llevó el licor a su nariz y se deleitó con su aroma. Luego habló.

—Gianmaria es el último brujo de un antiguo linaje, hermano. Con él se extinguirá una sociedad secreta de adoradores del diablo.

—¿Una secta? —mostré mi creciente sorpresa.

¿Cuántas cosas más que yo sabían mis interlocutores y me estaban ocultando? ¿Por qué se obstinaban en que les sirviera rodeado de oscuridad?

—Así es, una antigua secta demonólatra del Egipto helenista. —Iuliano dio un trago a su copa antes de continuar—. Se cree que sus fundadores fueron los bibliotecarios de la gran biblioteca de Alejandría, llegados a Europa cuando ésta fue destruida salvajemente por el islam en el siglo VII. Según parece, estos primeros brujos eran paganos sincretistas que formaron la Sociedad Secreta en torno a un misterioso libro escrito en árabe que hallaron entre los innumerables volúmenes de la biblioteca. El mismo libro que sobrevivió al fuego de los califas, a monofisitas y monotelitas. Un libro que surgió del desierto escarlata aunque profano al islam. El libro que ha sido ocultado durante más de 750 años a nuestra Iglesia.

—El Necronomicón —dije pronunciando en voz alta mis pensamientos.

Darko asintió en silencio.

El cardenal tomó su copa con ambas manos y, como si le estuviera hablando a ella, prosiguió.

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