El inquisidor (26 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Observé a la flota navegando a nuestro lado. Y me sentí insignificante. Había sido presa de elevadas reflexiones que me alzaron sobre el mundo para luego, de repente, saberme tan pequeño como un molusco. Contemplé pasmado la ostentación naval, pude admirar la perfección de los cascos de los buques abriéndose paso entre las olas, con las velas infladas, y a las tripulaciones haciendo posible aquel navegar majestuoso. A pesar de mi ignorancia, pude comprender con el ejemplar avance de aquellos navíos el desmedido progreso que se había producido, la complejidad de los mecanismos que gobernaban aquellos barcos, la ingeniería aplicada para mayor comodidad del hombre. Y esas naves, además, eran hermosas.

Esa noche debía reunirme en mi camarote con mi notario para, en su presencia, romper el primer lacre. La ciencia me facilita la vida, pensé mirando a los barcos navegar con presteza, pero ¿adonde me conduce? Esperaba que la apertura del sobre despejara las incógnitas de aquel viaje.

Évola me contemplaba en la penumbra con una expresión concentrada, su único ojo pardo me escudriñaba, escondiendo de la luz su cara monstruosa.

—Es el momento de romper el primer lacre —dije en la soledad del camarote.

—Cierto —respondió el notario—. El día y la hora han llegado.

Nuestras miradas se cruzaron un momento pero ninguno de los dos habló. Seguimos con el protocolo. Me arrodillé junto al baúl en el que había guardado los documentos oficiales que me iban a hacer falta y rebusqué con cuidado en su interior hasta dar con el grueso envoltorio de cuero en el que descansaban los tres sobres lacrados con las instrucciones del Santo Oficio. Me levanté y me senté ante el escritorio. La mirada del napolitano perseguía hasta el más mínimo de mis movimientos. Desaté el cordón. Allí estaban los tres sobres, idénticos a no ser por el símbolo que llevaban en el generoso sello granate. Busqué el buey alado que representa a san Lucas y lo tomé.

—Lacre de san Lucas —dije en voz alta.

—Correcto —certificó Évola.

El notario extrajo de sus ropas un crucifijo del tamaño de un palmo. Lo tomó por el travesaño y estiró el vástago hasta que apareció una daga muy afilada, astutamente escondida dentro de la cruz y muy adecuada para separar el lacre. Me la ofreció y yo la tomé sin preguntar nada sobre aquella extraña arma. Corté el lacre y extraje la nota del interior del sobre. Procedí a leerla en voz alta:

Según las condiciones especificadas, este mensaje deberá ser leído sólo en mar abierto, ya atrás las Canarias españolas, y en presencia del notario en comisión.

Detuve momentáneamente la lectura y miré al napolitano. —Es correcto —dijo—, estamos en condiciones de recibir las directivas. Proseguid...

Roma, 15 de noviembre del año 1597 de Nuestro Señor

Carta primera, lacre de san Lucas.

Decidido de esta forma para resguardar la integridad de la comisión y provocar vuestra atención a su debido momento, las instrucciones han sido fragmentadas y serán completas sólo cuando la última carta sea leída.

Excelencia DeGrasso, Inquisidor General de Liguria, vuestra partida hacia el Nuevo Mundo contiene una doble misión para la Iglesia: por un lado, reafirmar nuestro poder en los rincones más inhóspitos de la Tierra donde algún crucifijo se clavare en señal de conquista, delimitando nuestra jurisdicción y la potestad de su ejercicio. Por otro, el necesario escarmiento, en este siglo de revolución dogmática y fractura, que sirva de ejemplo a nuestros fieles allende los mares. Su tarea primordial será la búsqueda, captura y deportación de herejía escrita, de obras que atenten contra la verdadera fe tal cual nuestro catecismo enseña a los nuevos evangelizados, y la búsqueda, captura y deportación de aquellos que posean, física y moralmente, esas obras.

Os aconsejo que aprovechéis los días de viaje para prepararos como la ley exige. Revisar los preceptos del Concilio de Trento os ayudará a formular juicios justos para una ocasión en la que deberéis obrar con mano fuerte contra faltas inadmisibles.

Preparaos espiritualmente para lo que vendrá, vuestra única arma será la ley de Dios bien aplicada.

Siempre vuestro en Jesús,

Cardenal VINCENZO IULIANO,

Superior General del Santo Oficio

Alcé la vista cuando terminé.

—No dice nada —susurré mirándolo—. Nada que aclare el porqué de nuestro viaje.

—Cierto, poco nos aclara —asintió Évola que, como yo, debía de haber depositado sus esperanzas en el contenido del sobre—. El cardenal Iuliano tendrá sus razones...

—Pues las tendrá, pero no las comprendo —interrumpí contrariado su discurso—. Y no haremos conjeturas. Sólo tenemos que esperar al tercer lacre, como indica la carta, para resolver nuestras dudas.

Évola quedó sumido en el silencio, con la cabeza baja. No tardó en levantarla para preguntar:

—¿Estáis molesto conmigo, Excelencia? —preguntó el napolitano.

—Digamos que vuestro intento de conversar conmigo más de lo necesario no tiene objeto. No tengo intención de compartir con vos más de lo que estrictamente marcan las instrucciones del Santo Oficio.

Ciertamente, aquel notario impuesto no era de mi agrado y así se lo hice saber.

—Sólo cumplo con mi deber —alegó Évola, mientras metía las manos en las mangas de su hábito— y sólo pretendo hablar de la tarea que nos ocupa.

—La lectura de las cartas selladas es el comienzo y el fin de nuestra actividad común. Creo haber sido bastante claro al respecto. Las reflexiones sobre su contenido las dejaré para cuando esté solo.

Évola escuchó con atención, y respondió con reticencia:

—Vos sois entonces esa clase de magistrados que no muestra lo que piensa, tan prudente como un buen gobernante.

—Os equivocáis, Évola. Si tuviera aquí a gente de mi confianza, les contaría mis conjeturas.

—Que cumpla de manera estricta con mi trabajo no significa que no podáis depositar confianza en mí.

—¿Es que acaso vuestro trabajo consiste en amenazarme con vuestra pluma y con vuestras anotaciones como hicisteis el día que os conocí?

—¿Teméis que mis informes os comprometan?

—No. Sólo temo que vos no seáis digno de mi confianza. Yo no cometo errores y mis actos jamás me comprometen.

—Entonces, no tenéis por qué preocuparos...

—Pues sí, claro que he de preocuparme —le interrumpí con vehemencia—. Yo no os elegí, y sabed que vuestra conducta no es la que se puede esperar de un notario. He trabajado con los superiores más exigentes y jamás levanté en ellos suspicacia alguna. Y sin embargo vos...

—Excelencia... —Esta vez fui yo el interrumpido—. Es parte de mi personalidad desconfiar, y no lo oculto. Pero espero no volver a incomodaros.

Asentí con una leve sonrisa y cambié de conversación.

—¿Qué clase de daga es ésta? —pregunté mientras le devolvía su falso crucifijo.

—Una de la que nadie debe prescindir en los suburbios de Nápoles. No es fácil la vida en las callejuelas de la vieja ciudad, menos para una persona de escasa envergadura como yo.

—Entiendo...

Évola envainó la daga y ocultó el crucifijo entre sus ropas. Lo observé un breve momento y no pude contenerme.

—Parecéis haber sufrido mucho —me arriesgué a afirmar.

El notario levantó su ojo hacia mí como si llevase el peso del purgatorio en su mirada.

—¿Os habéis imaginado, por un segundo, tener que estar dentro de mi cuerpo?

—No —mentí.

—Quisiera saber cuántos de los que se jactan de su fe podrían resistir detrás de un rostro como el mío sin detestar a Dios por ello.

—¿Renegáis de Dios?

—Jamás. Aunque, en ocasiones, detesto la vida. Detesto todo y a todos los que me detestan. Detesto a las mujeres, a los niños, a los ancianos... A los que me miran y a los que no se atreven a mirarme. Sólo encuentro paz en mi oficio y en...

—¿Los muertos...? —me arriesgué a terminar la frase.

—Ellos no me preguntan ni se burlan.

—El odio en el corazón... no es bueno... —le dije apiadándome de él.

—Yo no soy predicador —me interrumpió ofendido—, no necesito hablar como tal, ni obrar como un santo. Sólo cumplo con mi oficio y con las órdenes de la Iglesia, el resto no es de mi incumbencia.

—Habláis como un resentido —afirmé.

—Hablo como quien ha crecido con la burla. Hablo como el niño que medró a espaldas de los hombres. De personas como vos. A espaldas de las sonrisas, los logros y los laureles. Soy el hombre que ha moldeado ese mundo. Soy real, tan real como las miserias de los hombres.

—No sabéis cómo me apena... —exclamé con sinceridad.

—No os preocupéis, estoy acostumbrado. Incluso podré digerir vuestro rechazo.

A pesar de la piedad que sentía por él a causa de su aspecto físico, aquel hombre no era de fiar. Lo más conveniente para mí era intentar disimular mi desconfianza y mi desagrado, e intentar suavizar nuestra relación, aunque, desde luego, no estaba dispuesto a cumplir el pacto que le iba a proponer. Miré fijamente al napolitano, y luego le hablé en tono conciliador.

—Os propongo un trato... —Évola se quedó esperando, sonriendo débilmente, con una mezcla de alegría y maldad—. Os haré partícipe de mis pensamientos sobre esta comisión, como suelo hacer con mi notario en Genova. Os trataré como a un colaborador, y no como a un extraño impuesto por mis superiores; a cambio...

—¿A cambio qué? —se apresuró a decir alzando la cara.

—A cambio vos debéis comportaros como un notario al servicio de su inquisidor. Deberéis mostraros más humano y menos burócrata. ¿Os parece bien...? ¿O lo anotaréis como un intento de soborno por mi parte?

—No... Me parece justo —afirmó.

—Espero que este acuerdo nos ayude a enderezar una relación que no ha empezado muy bien.

Évola se arrimó a la ventana del camarote, meditó un momento en silencio, y luego se volvió hacia mí.

—Excelencia, ¿qué os parece pues el contenido de la carta?

Tomé aire antes de contestar.

—Todo esto es muy extraño. Aunque presiento que vamos detrás de algo grande.

—¿A qué os referís?

—No lo sé. No podría precisarlo... Es algo importante... algo muy importante para nuestra Iglesia.

—¿Herejía escrita?

—Algo de eso se ventila en la nota, pero hay algo más... Estoy seguro de que hay algo más.

Y no me equivoqué.

Por un momento, el único ojo de Evola brilló en la penumbra de mi camarote. Un brillo enrarecido, con el fuego propio de la conspiración.

Después de aquella reunión nocturna, descendí bajo cubierta y me fui a visitar las cocinas para pedirle al cocinero que me hiciera un plato especial: gnocchi al basilico. El obeso vasco de cara redonda y cejas pobladas accedió gentilmente a mi petición. Pude percibir que mi visita le llenaba de orgullo pues al instante ordenó con un grito que se calentara agua, haciendo alarde de su rango en la cocina. No ocultó la satisfacción de saber que un inquisidor general degustaría sus platos. El orondo cocinero no podía intuir lo que sucedería. Antes de las diez, uno de los ayudantes de cocina dio la alarma por los pasillos. Algo macabro había sucedido en la cocina. El pesado cuerpo del cocinero vasco se hallaba en el depósito de harinas, apuñalado en los riñones y mutilado. Sin ojos, ni lengua.

Ése fue el mensaje lúgubre que nos trajo aquella noche, tan indescifrable como la carta. Sólo legible para quien supiese entender los oscuros códigos de la muerte. La noticia corrió como malaria entre la tripulación y los oficiales consideraron el crimen un mal presagio para el resto de un viaje que se había vuelto indeseado y peligroso. Según los marinos más supersticiosos, la muerte era uno de los pasajeros del
Santa Elena
. Y tenía rostro.

El lacre de San Mateo
Capítulo 29

A pesar de la desgana general y después de haber transcurrido apenas quince días desde el brutal asesinato, se celebró la misa de Nochebuena. Poco antes de la medianoche nos encontrábamos todos reunidos en el primer nivel bajo cubierta escuchando la misa del gallo, la primera de las tres que celebraríamos durante la Navidad. El padre Francisco Valerón Velasco ofreció una liturgia ajustada a la dictada por el misal. Aunque era un orador carismático, no dijo más de lo que debía para no entristecer los ánimos y un poco por miedo a que si no seguía a rajatabla la doctrina de Roma, el inquisidor le llamara la atención. No pude objetar absolutamente nada porque el padre Valerón fue estricto con las normas del papa Clemente, que desde que había ascendido a la silla de San Pedro, había tenido como mayor preocupación unificar la Iglesia: «Una sola Biblia, la Vulgata; una sola liturgia, la romana».

Al finalizar la ceremonia salimos a cubierta. El almirante Calvente ordenó una salva con los cañones de popa y los disparos se repitieron en los demás navíos, iluminando de manera formidable las aguas y convirtiéndolas, por un instante, en un brillante espejo. Después, a la luz de la luna, la marinería tuvo permiso para beber alcohol.

—Nunca pensé que pasar la Nochebuena en este barco me resultara agradable, y menos aún después del asesinato del cocinero —dije mirando los destellos de las salvas que aún persistían sobre las aguas. Como en otras ocasiones mi mano buscó el objeto amado, la medalla que mi cuerpo mantenía caliente y que al tocarla me llevaba, de alguna manera, hasta Raffaella. Calvente evitó mi invitación a hablar de aquella extraña muerte y del posible asesino. Y yo me pregunté si el almirante no habría pensado en su polizón...

—Es hermoso todo esto, Excelencia —respondió Calvente—. Es hermosa la noche, estrellada y fresca, tal cual la sueña todo marino mientras se encuentra en tierra.

—Ahora veo que no todo es sufrimiento a bordo —reflexioné mostrando una sonrisa franca.

—¿Sabéis, Excelencia? Creo que, poco a poco, os estáis transformando en un buen marino. Con el tiempo incluso terminaréis amando este barco.

—Dios os escuche —respondí con cortesía a sus amables palabras.

Calvente me ofreció licor para llenar mi copa, pero rehusé rápidamente. Conociendo la costumbre de beber tras la misa, había rellenado de grappa una botella pequeña. Aquel licor era la bebida justa para mi garganta y muy acorde con el festejo. Saqué la botella, rellené mi copa y me dispuse a brindar.

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