El inquisidor (22 page)

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Authors: Patricio Sturlese

—Hermano Del Grande, ¿qué buscáis en esta basílica? —Iuliano parecía preocupado por la intromisión, y el temblor de su voz le delataba—. Ya no tenéis edad para excesos, ya no sois ni sombra de lo que fuisteis. Miraos, ciego y decrépito... ¿Qué pretendéis?

El capuchino se aferró con ambas manos a su bastón y dirigió sus gastados ojos hacia el superior de los inquisidores.

—Guarda tu espada —le desafió, y ante la risa de Iuliano volvió a decir en un tono que no admitía réplica—: Guarda tu espada, he dicho.

El cardenal perdió la sonrisa y obedeció. Yo no entendía qué demonios estaba sucediendo. Me limitaba a escuchar como una estatua más con sus oídos de mármol. El anciano capuchino alzó su huesudo índice y señaló al cardenal.

—Si mal no recuerdo te prohibí acercarte a Ángelo —le espetó.

El desconcierto me invadió: ¿de qué estaba hablando Del Grande?

—No es necesario hablar aquí de eso —respondió Iuliano entre dientes.

—¿Pensaste que la vejez prescribiría mis palabras? ¿Quieres probarme? ¿Deseas enfrentar tu poder con el mío?

Iuliano refugió los brazos dentro de su larga capa y le miró con recelo.

—Ángelo, vete, por favor —me ordenó mi maestro.

—Sólo me iré si venís conmigo —respondí.

—Vete, déjanos solos —repitió con un tono que no dejaba lugar a réplica.

Me retiré hacia la puerta y al pasar a su lado me detuve para besarle la frente y susurrarle:

—Estaré fuera esperándoos. No permitiré que nada malo os suceda.

El anciano apretó mi mano y sonrió.

—No te preocupes, hijo mío. Tengo más protección de la que imaginas.

Mientras abandonaba la catedral Iuliano me siguió con la mirada.

Cuando salí a la plaza vi una treintena de capuchinos esperando, en alerta. Lo insólito de aquella escena no hizo sino acrecentar en mí el estupor. ¿Qué lucha estaban librando los dos religiosos que acababa de dejar en el interior de la catedral? ¿Qué fuerzas representaban cada uno de ellos? Y, sobre todo, ¿cuál era mi papel? Uno de los capuchinos se acercó a mí, me condujo hasta un carruaje y ordenó al conductor que me llevase directo al convento. Antes de que el palafrenero fustigara a los caballos, se dirigió a mí:

—Hermano De Grasso. El padre Piero Del Grande me ha pedido que os transmita un mensaje de su parte. Repetiré, una por una, sus palabras: «Mi bien amado Ángelo: sé que hay muchas cosas que no entiendes, que te acosan las dudas y que mis revelaciones no han hecho sino aumentar tu desasosiego. Sé que tienes los nervios bien templados, no en vano fui yo el que los forjó. Por eso me atrevo a pedirte, por tu lealtad a mí, que no dudes en ir a ese viaje al que Iuliano te envía. Confía en mí como siempre has hecho. Dios está contigo».

Después de pronunciar estas palabras, el carruaje inició su camino hacia el convento. Jamás supe qué sucedió aquella noche en la catedral de Génova, pero sí que volvería a encontrarme con la cohorte de capuchinos que velaba por el anciano Piero Del Grande. El capuchino y el cardenal tenían viejos acuerdos. Un pacto que aquel día Iuliano había intentado romper.

Capíulo 23

La petición de mi maestro y lo que esto significaba —otro enigma más, pues él sabía sin yo decírselo adonde me dirigía y para que— daban un giro a aquel viaje ya misterioso de por sí. ¿Por qué tendría Piero Del Grande tanto interés en aquel viaje? Entre todo lo que me rondaba por la cabeza mientras ordenaba que organizasen mis pertenencias para el viaje estaba aquella frase de Iuliano: «Sé muy bien dónde está el Necronomicón». Sus palabras me incitaban a pensar que aquel viaje se había preparado para alejarme de los libros prohibidos una vez probado, como así parecía por la visita de Iuliano, que yo no era de fiar.

Al día siguiente, de madrugada y sin falta, tenía que embarcar en uno de los galeones españoles que estaban amarrados en el puerto. Empezaba la comisión que me habían encargado, pensé en los misteriosos sobres lacrados que debían abrirse siguiendo aquellas instrucciones precisas —el primero, nada más partir de las Canarias; el segundo, al llegar al
Circulus aequinoctialis
, y el tercero, en las cercanías de la ciudad de Asunción—. Los acontecimientos tumultuosos posteriores a mi visita a Roma habían distraído mi atención de aquellos sobres que tanto me habían intrigado. El Nuevo Continente se había hecho cada vez más real en mis sueños y en mis pensamientos. Todas mis cosas fueron metidas en cinco cofres de madera y cuero, tres de ellos con ropa, otro con objetos personales y el último con documentos y libros del Santo Oficio. Todos y cada uno de ellos fueron cerrados con llave. En la soledad de mi alcoba recé antes de acostarme y de entregar, por fin, mi cuerpo, realmente cansado, a las bondades del lecho.

Esa misma noche, mientras yo descansaba en el convento, cuatro jinetes vestidos de negro atravesaron Génova al galope, en dirección a la abadía de San Fruttuoso. Franquearon sus puertas con mentiras, alegando un recado urgente del arzobispo. Los capuchinos, inocentes como corderos, dejaron entrar a los lobos. Uno de ellos, vestido con hábito, entró en el edificio mientras los otros tres le esperaban en el patio.

Esa misma noche, pasadas las doce, una daga recorrió el cuello tierno, abriendo la piel como seda en las tijeras de un sastre. Nadie vio ni escuchó, no hubo ruidos ni disturbios. Tan sólo un silencio que anticipaba el del sepulcro.

La sangre recorrió el hábito y goteó por las alfombras. Una última puñalada en los riñones selló un doloroso pacto con el silencio. La expresión de la víctima bajo el punzante dolor ni siquiera cambió.

Había dado comienzo un pacto de sangre. Ésa fue la primera de las muchas muertes que vendrían. Aquélla me demostró, dolorosamente y con creces, la importancia de los libros y la maldad de quienes los buscaban.

Aquella noche, el cuerpo desarticulado de la víctima cayó sobre su sangre y mantuvo los ojos abiertos aun después de la muerte. La noticia corrió como el viento, y aunque yo no me enteré hasta mi regreso, Génova entera se vistió de luto.

El padre Piero Del Grande había sido asesinado. La daga de un religioso acabó con sus secretos.

Por el oscuro pasillo de piedra que conducía a la cripta de una iglesia abandonada, una mano portaba la llama de un cirio ardiente. El pasadizo era angosto y húmedo. Los labios del encapuchado exhalaban vapor helado, y sus pasos, cautos, arrastraban la inconfundible figura de un ser atormentado.

Lentamente se abrió paso hasta un amplio recinto excavado en la roca, ornamentado con antiguos frescos. El cirio iluminó la imagen de una Virgen y lentamente mostró sus formas. Era una escultura majestuosa de María, con la piedad reflejada en su rostro, sus manos fuera del manto en actitud de ofrenda. El mundo, rodeado de nubes, yacía a sus pies. Los ojos del encapuchado escudriñaron las facciones de la escultura. Era perfecta.

La mano del Gran Maestro de los brujos acarició una de las mejillas de María mientras un débil susurro escapaba de su boca. Una frase en latín, viciada por la obsesión de su mirada... «Mater Dei, Mater Dei», exclamó. Y su plegaria se propagó por el techo de roca.

El frío intenso provocaba que espesos vapores salieran por su nariz y su boca cada vez que respiraba. El brujo se colocó detrás del altar apócrifo, ante una pared presidida por el emblema de la Sociedad Secreta, el pentagrama, diabólico, el llamado pie de bruja, trazado sobre un antiguo fresco de la Natividad. Debajo del símbolo, una silla ilustre mantenía sentado el cadáver de un animal disfrazado. Un chivo degollado vestía las ropas sagradas de un obispo, con sus cuernos asomando por debajo de la mitra.

El Gran Maestro de los brujos sonrió. Esa noche, un escollo había desaparecido de su camino. Era una noche especial, pues todo se desenvolvía según lo planeado.

La mano del brujo volvió a acariciar el rostro de la Virgen. Sus dedos recorrieron obsesivamente los labios de la escultura.

La celebración del que sería el último de los aquelarres llegaría pronto. Muy pronto.

Segunda Parte Los pasos inciertos
La Dama de blanco
Capítulo 24

Tal y como me habían anunciado, dos galeones de la Armada española me esperaban el primero de diciembre en el puerto. Eran dos naves enormes que difícilmente escapaban a la vista a pesar de la espesa niebla matutina que cubría el muelle. Muy quietos, y sin vestigios de vida a bordo, parecían dos barcos fantasma, surgidos directamente de la batalla de Lepanto. El vicario Rivara y el resto de mi séquito habían subido al galeón en el que yo viajaría pues, además de descargar mi equipaje en el camarote, Rivara debía ocuparse de todo el papeleo. En pocos minutos, como le había anunciado el almirante, los galeones estarían listos para soltar amarras. Tenía que despedirme, no sólo de mi tierra, sino también de mis afectos: Raffaella D'Alema.

Al lado de la rampa de abordaje, protegidos de las miradas por la espesa bruma que procedía del mar y a la que tanto temían todos los marinos genoveses, Raffaella y yo permanecíamos tomados de la mano, mirándonos como presintiendo que aquel viaje no traería nada bueno, como si no fuéramos a vernos de nuevo.

—¿Qué será ahora de mí? —dijo Raffaella rompiendo el silencio.

—En dos días estarás en Roma —respondí con ternura—. No debes preocuparte...

—No es eso a lo que me refería. No me interesa. Ahora, quisiera pensar en el futuro.

—¿El futuro...? No puedo pensar en él, Raffaella. Estoy a punto de embarcarme en una misión de la que apenas sé nada. Camino a ciegas hacia mi destino.

—¿Hay cosas que tu espíritu aún no puede ver? —preguntó.

—Puede que sí.

—¿Volveré a Roma para no verte más?

No le contesté, sólo acaricié su mano.

—¿Pretendes que vuelva y siga mi vida como si nada hubiera pasado...? Nunca había desobedecido a mis padres. Dejé todas las comodidades y me olvidé de los prejuicios propios de una joven de mi edad y condición. Viajé hacia ti, guiada por un sentimiento que estaba ahí, dentro de mí, desde hace tiempo, pero que no brotó hasta que te vi en Roma. Te entregué mi cuerpo, me mostraste el amor... Y ahora pretendes que me olvide de todo. ¿Crees que aunque lo quisiera, aunque fuera lo más conveniente, podría volver a casa de mi padre y vivir como si nada hubiera pasado?

—No —murmuré con un hilo de voz.

—Claro que no... Mi cuerpo es de mujer y ahora ya siento como tal.

—Eres una mujer, una mujer grande y valiente... —dije mirándola a los ojos e intentando reconfortarla.

—Aún no me has dicho qué vamos a hacer —insistió la hermosa Raffaella con mirada impaciente.

Ella había sido clara. Con su mano me entregaba el alma y mientras tanto yo, con la mía, le destrozaba el corazón. Apreté la suya todavía más y, lentamente, la acerqué hasta mi pecho. No pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas, alimentados por la ausencia de respuesta. Sus sueños habían sido robados. Y su alma, traicionada.

—Entiendo... —afirmó entre sollozos.

Endurecí el gesto e intenté digerir la amargura de la joven. Nada justificaba mi cobardía... Pero ¡no era cobardía! ¡Era estupidez! Cobarde es quien teme y yo no la temía, al contrario, la deseaba con todo mi amor. Cobarde es quien huye para preservar su bienestar, pero yo no quería escapar, estaba dispuesto a afrontar la situación, puesto que una huida no me ahorraría el sufrimiento. ¿Qué clase de hombre era yo? ¿Un cobarde que escapaba del amor o un estúpido que deseaba el tormento? Lancé un suspiro profundo. No más silencio. Mi respuesta no podía demorarse más.

—No te dejaré —susurré, asombrándome de mis propias palabras—. Moriría si lo hiciera.

En el rostro arrasado por las lágrimas de Raffaella se dibujó una sonrisa.

—Entonces, ¿volveremos a vernos? —dijo ilusionada.

—Pequeña, escúchame. Muchas cosas han cambiado en mi vida en pocos días, cosas que han conseguido que los que creí firmes cimientos se tambaleen. Cosas que han hecho que cambie la imagen que tenía de mí mismo. Y entre todas ellas la única definitivamente hermosa has sido tú. No, no te dejaré, aunque no puedo decir adonde me conducirán mi amor y mi deseo por ti.

—Te he arrancado de Dios —susurró Raffaella muy preocupada.

—Mi amor por Dios es indiscutible.

—Pero Ángelo, tu compromiso con Él...

—¡No sigas! —supliqué—. Es asunto mío, ahora no quiero pensar en eso. Es por mi compromiso con Dios por lo que parto de viaje. Resolveré sólo ese asunto. Dejemos a los hombres lo que es de los hombres y a Dios lo que es de Dios.

Ella asintió bajando los ojos con respeto.

—Entonces, Raffaella D'Alema, ¿me aceptarás como esposo, como ese esposo del que habla el Cantar de los Cantares? —pregunté, formulé esa pregunta que jamás creí pronunciaría.

La joven se quedó quieta, pasmada, como hechizada, antes de contestar:

—Será lo mismo que estar en el Paraíso. Acepto...

—No tengo más tiempo que perder, mis palabras salen de mi corazón, estar contigo es todo lo que anhelo. Cuando muera quiero hacerlo en tus brazos y no en un frío convento.

—Seremos una misma carne y una misma alma —afirmó ella—. Prometo conservar la llama de este amor para darte calor el resto de tus días.

—Así será, y dejo a voluntad de Cristo que eso suceda. Él dejará, sin duda, que su viejo soldado se retire para buscar alivio a sus múltiples heridas, recibidas en cien batallas. Pues si Él quiere que continúe en mi cargo, me lo hará saber, créeme.

La romana se llevó las manos a la nuca, soltó una cadena que llevaba oculta bajo la ropa y me la dio. De ella pendía una medalla circular con una Virgen y un Niño esmaltados al estilo de la escuela de Limoges.

—Esta medalla es para ti, Ángelo, te dará suerte y te acompañará a donde quiera que vayas, como si yo estuviera contigo.

Tomé el regalo, enrosqué la cadena entre mis dedos y besé la medalla. Luego la observé, era una hermosa pieza.

—Es muy bella... Aún puedo sentir el calor de tu piel en el metal...

—Déjame besarte... —pidió Raffaella.

La miré en silencio por un segundo y luego murmuré:

—Adelante... Ya no queda mucho tiempo.

Unimos nuestros labios en ese apasionante y eterno rito, que duró un suspiro, pero fue el sello de nuestro pacto amoroso. Un pacto que traería consecuencias insospechadas.

Escuché unos pasos en la niebla, demasiado sonoros, como si el que se acercaba quisiera avisarnos de su presencia. Una figura estilizada se volvió nítida, poco a poco, entre la niebla. Era una dama. Era Anastasia Iuliano.

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