Authors: Greg Egan
El aeropuerto de una planta estaba repleto de personas que despedían o daban la bienvenida a los viajeros, más de las que había visto en Bombay, Shanghai y México DF, y contaba con más personal uniformado del que me había encontrado en ningún otro aeropuerto del planeta. Estaba detrás de Indrani Lee en la cola para pagar los doscientos dólares de tasas de tránsito de la ruta casi monopolística a Anarkia. Era una simple extorsión, pero resultaba difícil condenar su oportunismo. ¿Cómo si no un país de este tamaño iba a conseguir las divisas necesarias para comprar alimentos?
—Con gran dificultad —contestó
Sísifo
después de que pulsara unas cuantas teclas de la agenda electrónica.
Timor Oriental no disponía de ninguno de los minerales exóticos que todavía era necesario extraer para satisfacer la demanda mundial restante después del reciclaje, y hacía mucho tiempo que se lo había despojado de cualquier cosa que pudiera resultar útil para la industria local. Las leyes internacionales prohibían el comercio del sándalo autóctono y, en cualquier caso, las especies de las plantaciones transgénicas producían un material mejor y más barato. Un par de multinacionales de la electrónica construyeron fábricas de montaje de componentes en Dili, durante el breve periodo en el que parecía que se había aplastado el movimiento independentista, pero todas cerraron en los años veinte cuando la automatización llegó a ser más barata que cualquier mano de obra. Eso les dejó el turismo y la cultura. Pero ¿cuántos hoteles se podían llenar aquí? (Dos pequeños, con un total de trescientas plazas.) Y ¿cuántas personas podían ganarse la vida en la red como escritores, músicos o artistas? (Cuatrocientas siete.)
En teoría, Anarkia se enfrentaba a todos esos problemas básicos y más. Pero Anarkia era una renegada desde el principio, su misma tierra se creó con biotecnología sin licencia. Y nadie pasaba hambre allí.
A causa el desfase horario, tardé en darme cuenta de que casi todas las personas que estaban en el aeropuerto no habían ido en realidad para saludar a sus amigos. Lo que había confundido con equipaje y regalos eran mercancías, y los que no viajaban eran comerciantes que acompañaban a sus clientes: turistas, viajeros y gente de la localidad. Había un par de tiendas oficiales de aspecto agobiante en una esquina, pero todo el edificio parecía servir también como mercado.
Seguía en la cola. Cerré los ojos e invoqué a
Testigo
; una secuencia de movimientos del globo ocular despertó al software de mis tripas, que generó la imagen de un panel de control y la envió al nervio óptico. Observé la ventana SITUACIÓN del panel, en la que aún ponía Sydney. Lo borró servicialmente. Imité el tecleo vertical con una mano y escribí Dili. Miré directamente a GRABAR para resaltar las palabras, y abrí los ojos.
—Dili: domingo cuatro de abril del dos mil cincuenta y cinco, cuatro y treinta y cuatro minutos, diecisiete segundos GTM.
Bip
—confirmó
Testigo
.
El departamento de aduanas cobraba las tasas de tránsito y parecía que su equipo informático no funcionaba. En lugar de hacer que nuestras agendas lo solucionaran todo mediante un breve intercambio de datos, teníamos que firmar papeles, mostrar los carnets de identidad materiales y recibir una tarjeta de embarque de cartón con un sello oficial impreso. Estaba casi seguro de que, a la menor oportunidad, me encontraría con algún inconveniente sin importancia, pero la funcionaria de aduanas, una fem de habla suave con apretados rizos estilo Papúa bajo la gorra, me obsequió con la misma sonrisa paciente que a los demás y tramitó mi papeleo igual de deprisa.
Paseé por el aeropuerto, sin intención de comprar nada en realidad, con la única idea de filmar la escena para mi álbum de recuerdos. La gente gritaba y regateaba en portugués, bahasa e inglés, y según
Sísifo
en tetum y vaiqueno, dialectos locales que resurgían poco a poco. Probablemente funcionaba el aire acondicionado, pero el calor de la multitud contrarrestaba su efecto; a los cinco minutos ya estaba sudando a mares.
Los comerciantes vendían alfombras, camisetas, piñas, cuadros al óleo, estatuas de santos. Pasé por un puesto de pescado seco y tuve que hacer un esfuerzo para que no se me revolviera el estómago; el olor no suponía ningún problema, pero por mucho que me enfrentara a la visión de animales muertos para el consumo humano, siempre me mareaba más que ver cualquier cadáver.
Los cultivos transgénicos igualaban o superaban todas las ventajas nutritivas de la carne. Todavía existía un pequeño comercio cárnico en Australia, pero se hacía con discreción y mucho disimulo.
Vi unas perchas con lo que parecían chaquetas Masarini, por la décima parte de lo que habrían costado en Nueva York o Sydney. Les acerqué la agenda, que encontró una de mi talla, interrogó la etiqueta del cuello y zumbó con aprobación, pero yo tenía mis dudas.
—¿Son chips de identificación auténticos o...? —pregunté al adolescente delgado que estaba al cargo. Me sonrió inocentemente y no dijo nada. Compré la chaqueta, arranqué la etiqueta y le devolví el chip—. Seguro que puedes aprovecharlo —añadí.
—Creo que he encontrado a alguien más que acude al congreso —me dijo Indrani Lee, a la que encontré junto a un puesto de software.
—¿Dónde? —Sentí una mezcla de ansiedad y pánico; si se trataba de Violet Mosala en persona aún no estaba preparado para enfrentarme a ella. Seguí la mirada de Lee hasta una anciana fem blanca que discutía apasionadamente con un vendedor de pañuelos. Su cara me resultaba vagamente conocida, pero de perfil no conseguía identificarla—. ¿Quién es? —pregunté.
—Janet Walsh.
—No hablarás en serio.
Pero era ella.
Janet Walsh era una novelista inglesa muy galardonada y una de los miembros más destacados de ¡Ciencia Humilde!. Se puso de moda en los años veinte con
Las alas del deseo
(«Una fábula deliciosa, pícara e incisiva»,
The Sunday Times
). Era la historia de una raza alienígena, que resulta que tenía exactamente el mismo aspecto que los humanos... exceptuando que los machos nacían con unas grandes alas de mariposa que les salían del pene y que se dañaban y sangraban inevitablemente cuando perdían la virginidad. Las alienígenas hembras (que carecían de himen) eran insensibles y brutales. Después de que durante casi toda la novela cualquiera que pasara cerca lo violara y sometiera a abusos, el héroe descubría una técnica mágica que permitía que sus alas perdidas volvieran a crecerle sobre los hombros y salía volando hacia la puesta de sol. («Trastoca alegremente todos los estereotipos sexuales»,
Playboy
.)
Desde entonces, Walsh se especializó en relatos morales referentes a la maldad de la «ciencia masculina» (sic), una actividad mal definida pero siempre funesta que incluso las fems podían ejercer si se iban por el mal camino, aunque, aparentemente, esto no era excusa para cambiarle la etiqueta. Cité su comentario más jugoso sobre el tema en
Escrutinio excesivo de la identidad sexual
: «Si es arrogante, soberbio, dominante y deshumanizador ¿cómo podríamos llamarlo sino masculino?».
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué está aquí?
—¿No te has enterado? Probablemente estarías ya de viaje, yo lo vi en la red justo antes de partir. Alguien de la prensa amarilla la contrató como enviada especial para cubrir el Congreso Einstein. Creo que los de Informes Mundiales.
—¿Que Janet Walsh va a informar de los progresos en las Teorías del Todo? —Incluso para Informes Banales era surrealista. La idea de mandar a los miembros de la realeza británica para cubrir las hambrunas y a estrellas de culebrones para informar sobre las cumbres internacionales ni siquiera se le acercaba.
—Puede que «informar» no sea la palabra adecuada —dijo Lee con guasa.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —dudé—. No he tenido la oportunidad de ver la reacción de las sectas ante el congreso. —
Sísifo
podía seleccionarme unas cuantas historias relevantes, pero yo quería un resumen que se limitara a lo esencial—. Supongo que no sabrás si se toman mucho interés.
—Han estado fletando vuelos directos desde todo el planeta durante toda la semana pasada —dijo Lee asombrada—. Si Walsh ha hecho el camino largo, justo en el último momento, es sólo para cubrir las apariencias a favor de su jefe, dar una imagen superficial de imparcialidad. Anarkia estará a rebosar de sus seguidores. ¡Janet Walsh! Eso hace que el viaje merezca la pena —añadió alegremente.
—Dijiste que no eras una... —Me sentía traicionado.
—No soy una seguidora —dijo frunciendo el ceño—, pero Janet Walsh es una de mis aficiones. Durante el día estudio a los racionalistas, por la noche a sus opuestos.
—Qué... maniquea.
Walsh compró el pañuelo y se alejó del puesto. No venía hacia nosotros directamente, pero volví el rostro para ocultárselo. Nos habíamos visto una vez, en un congreso de bioética en Zambia; no fue agradable. Me reí con torpeza.
—Así que ¿éstas son tus vacaciones de trabajo ideales?
—Y las tuyas también, por supuesto. —Lee parecía perpleja—. Seguro que estabas ansioso por encontrar algo más que unos aburridos seminarios para grabar. Ahora tendrás a Violet Mosala contra Janet Walsh. La física contra las sectas de la ignorancia. Puede que incluso revueltas callejeras: la anarquía llega por fin a Anarkia. ¿Qué más podrías pedir?
El avión (matriculado en Portugal) se dirigió hacia el Sudeste por el océano Índico, ya que no tenía autorización para entrar en el espacio aéreo de Australia, Indonesia y Papúa-Nueva Guinea. Las aguas de color azul grisáceo barridas por el viento tenían un aspecto amenazador, aunque el cielo estaba despejado. Habíamos circundado el continente australiano y no veríamos tierra hasta que llegáramos.
Estaba sentado detrás de dos polinesios de mediana edad vestidos con trajes de chaqueta y que no paraban de hablar en francés en voz muy alta. Por suerte, su dialecto me resultaba tan poco familiar que casi podía desconectar; no emitían nada que valiera la pena escuchar por los auriculares y sin sonido no servían como tapones para los oídos.
Sísifo
podía conectarse a la red por medio de infrarrojos y el enlace por satélite del avión, así que consideré la posibilidad de bajarme los informes que no me había leído sobre la presencia de las sectas en Anarkia, pero no tardaría en llegar y anticiparme me pareció masoquista. Me obligué a concentrarme de nuevo en los Modelos de Todas las Topologías.
El concepto de los MTT era bastante sencillo de exponer: Se considera que el universo posee, en el nivel más profundo, una mezcla de todas las topologías matemáticamente posibles.
Incluso en las teorías cuánticas de la gravedad más antiguas, el «vacío» del espaciotiempo se veía como una masa llena de agujeros virtuales y otras distorsiones topológicas más exóticas, que entraba y salía de la existencia. La apariencia uniforme en magnitudes macroscópicas y escalas de tiempo humanas era sólo el promedio visible de un derroche de complejidad oculto. En parte, era como algo corriente: una lámina de plástico flexible no revelaba a simple vista nada sobre su microestructura, sus moléculas, sus átomos, sus electrones y sus quarks; pero el conocimiento de esos componentes permitía calcular propiedades físicas como, por ejemplo, los módulos de la elasticidad de la gran masa de la sustancia. El espaciotiempo no se componía de átomos, pero sus propiedades se entendían si se consideraba «construido» a partir de una jerarquía más intrincada de desviaciones de su aparente estado continuo y de curvatura suave. La gravedad cuántica había explicado por qué el espaciotiempo observable, sustentado por un número infinito de nudos y desviaciones invisibles, se comportaba como en presencia de masa (o energía), curvándose de la manera exacta necesaria para producir la fuerza gravitatoria.
Los teóricos de los MTT intentaban generalizar el resultado para explicar el (relativamente) uniforme «espacio total» de diez dimensiones de la Teoría del Campo Unificado —cuyas propiedades justificaban las cuatro fuerzas: fuerte, débil, gravitacional y electromagnética— como resultado final de un número infinito de estructuras geométricas elaboradas.
Nueve dimensiones espaciales (seis muy unidas) y una temporal eran lo que parecía ser el espacio total si no se examinaba a fondo. Sin embargo, cuando dos partículas subatómicas interaccionan siempre queda la posibilidad de que el espacio total que ocupan se comporte como parte de una hiperesfera de doce dimensiones, o un toro de trece dimensiones, o una figura en forma de ocho de catorce dimensiones o como cualquier otra cosa. De hecho, igual que un simple fotón podía viajar por dos caminos distintos a la vez, cualquier combinación de esas posibilidades podía tener lugar, «interfiriendo entre sí» para alcanzar el resultado final. Nueve dimensiones espaciales y una temporal no eran sino un resultado promedio.
Los teóricos de los MTT todavía no se habían puesto de acuerdo sobre dos cuestiones importantes:
¿Qué quería decir exactamente «todas» las topologías? ¿Qué grado de singularidad podían tener las posibilidades que contribuían al espacio total promedio? ¿Tenían que ser, simplemente, aquellas que se podían hacer deformando y anudando una lámina de dimensión
n
, o era lícito incluir estados similares a un puñado (posiblemente finito) de granos de arena diseminados, donde las nociones como «número de dimensiones» y «curvatura espaciotemporal» dejaban de existir?
Y ¿cómo se calculaba exactamente el efecto promedio de todas estas estructuras diferentes? ¿Cómo debería expresarse y resolverse el sumatorio sobre el número infinito de posibilidades llegado el momento de verificar la teoría, de hacer una predicción y calcular una cantidad física tangible que un experimento pudiese medir?
Hasta cierto punto, la respuesta obvia a ambas preguntas era: «Utiliza el método que dé los resultados correctos». Pero las opciones que lo conseguían no eran fáciles de encontrar y algunas olían a engaño. Las sumas infinitas eran notorias por ser irresolubles o demasiado arbitrarias. Anoté un ejemplo muy alejado de las ecuaciones tensoriales de los MTT, pero suficientemente bueno para ilustrar la cuestión:
Si S = 1-1+1-1+1-1+1-...
Entonces S = (1-1)+(1-1)+(1-1)+...
= 0+0+0...
= 0
Pero
S = 1+(-1+1) + (-1+1) + (-1+1)= 1+0 + 0 + 0...
= 1