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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

El invierno de Frankie Machine (13 page)

«Sin embargo, eso es lo que acaba de hacer usted», pensó Frank.

—Yo regreso —dijo Bap, como si le hubiese leído los pensamientos—. Yo trabajaba para Chicago cuando Al DeSanto le llevaba los cafés a Jack Drina. Hablé allí con ciertas personas y a ellas tampoco les gustaba el cabronazo.

—¿Y dieron el visto bueno?

Frank estaba horrorizado.

—La cosa no va así, Frankie —dijo Bap—. No dicen que sí. Simplemente, no dicen que no. Eso significa que, si le ocurre algo al tío en Los Ángeles, ellos no van a hacer nada al respecto. Por si te ayuda a sentirte mejor, Detroit dijo lo mismo.

Frank comprendió entonces.

—Y Locicero es el nuevo capo.

—Todo el mundo tiene su precio, Frankie —dijo Bap—. Nunca lo olvides.

Frank no lo olvidó.

«Conque así fue», recuerda Frank ahora.

Locicero se convirtió en capo y Bap se quedó con San Diego, aunque como capitán de la familia de Los Ángeles. Claro que aquello no fue todo.

Una tarde pasaste a recoger los comestibles que Marie Anselmo había encargado y se los llevaste a su casa; ella abrió la puerta, pero no te dejó entrar las bolsas, como siempre, aunque alcanzaste a echar un vistazo por la puerta abierta y viste a Bap en el salón, subiéndose los pantalones. Se casó con Marie seis meses después.

Después de aquello, nadie volvió a decir ni una palabra sobre lo sucedido aquella noche en la casa de Momo con DeSanto. Y Frank tampoco, por supuesto.

Había decidido encarrilarse, así que, un buen día, fue hasta Oceanside, se presentó en la oficina de reclutamiento y, cinco minutos después, ingresaba en la Infantería de Marina.

Parece una canción de los Surfaris, tan popular por aquella época:

Joe, el surfista, se ha enrolado hoy en la infantería de Marina del Tío Sam

Lo destinaron a Pendleton, que no queda demasiado lejos...

«Es curioso —piensa Frank ahora—, pero a mí me entrenó el gobierno federal.»

12

Frank se aleja de la ventana, se dirige al teléfono y llama a la tienda de carnada. El chaval, Abe, responde al primer llamado.

—Frank, ¿estás bien? Hoy, cuando llegué, la tienda estaba cerrada.

—¿Sabes qué, Abe? —dice Frank—. Cerremos unos cuantos días.

Después de un silencio incrédulo, Abe pregunta:

—¿Cerrar?

—Sí, después de todo, con la tormenta no vamos a trabajar gran cosa —dice Frank—. Nos tomamos unos cuantos días libres. Te llamo cuando quiera volver a abrir. ¿Por qué no te vas a Tijuana a ver a tu madre y a tu padre o algo así?

Abe no se lo hace repetir.

Patty va a ser un hueso más duro de roer.

—Patty, soy Frank.

—Te conozco la voz.

—Patty, he estado pensando y hace mucho que no vas a ver a tu hermana, ¿verdad?

La hermana de Patty, Celia, y su esposo se trasladaron a Seattle hace diez años, siguiendo a la industria aeroespacial. Tienen, una casa —¿dónde era?— en Bellingham, tal vez.

—Frank, si tú odias a mi hermana.

—Ve a visitarla, Patty —dice Frank—, y vete hoy.

Ella repara en el tono de su voz.

—¿Estás bien, Frank?

—Estoy bien —dice Frank—. Solo necesito que te vayas.

—Frank...

—Estoy bien —repite Frank.

—¿Cuánto tiempo tengo que estar fuera?

—Todavía no lo sé —dice Frank—. No mucho. Sube y haz la maleta.

—Estoy arriba.

—Entonces haz la maleta.

—¿Frank?

—¿Qué? —responde él con brusquedad, porque no quiere hablar mucho por teléfono, por si la línea está pinchada.

—Cuídate mucho, ¿sabes? —dice ella—. Te quiero.

—Yo también te quiero.

La llamada siguiente es para Donna.

—Leche desnatada, doble ración de
espresso
—dice ella cuando le reconoce la voz—, por favor.

—Escúchame —dice Frank— y, para variar, haz exactamente lo que te digo, sin protestar ni pedir explicaciones. Cierra la tienda, vete a casa, haz la maleta y coge un avión a Hawai. La Isla Grande, Kauai, da igual, pero vete. Hoy mismo. Llévate el móvil. No le digas a nadie adónde vas y no regreses hasta que yo te lo diga y no me refiero a que recibas un mensaje mío, sino a que te lo diga yo en persona. ¿Me harás caso?

Se produce un silencio mientras ella asimila todo aquello y después dice simplemente:

—Sí.

—Estupendo, gracias. Te quiero.

—Yo también te quiero —dice ella—. ¿Te volveré a ver?

—Por supuesto.

«Ya me lo han pegado», piensa.

Llama a Jill y le responde el contestador: «¿Qué tal? Me he ido a esquiar a Big Bear. ¿No te da envidia? Deja un mensaje y te llamaré cuando regrese.» Prueba con su teléfono móvil y le responde un mensaje muy parecido.

«Está bien —piensa—. Estará a salvo en Big Bear. Aunque "ellos", quienesquiera que sean, quieran encontrarla, no podrán seguirle el rastro allí. Las personas que quiero están a salvo. Eso está bien en sí y, además, me da libertad de movimiento. Es hora de largarse.»

Mete la escopeta y un poco de ropa en una bolsa de deporte, se pone una pistolera para la calibre 38, se enfunda en un impermeable y se dirige a la puerta. Coge un taxi para ir al centro, va a Hertz e, identificándose como Sabellico, alquila un ford Taurus de aspecto indefinido. Conduce hacia el norte, por la autopista de la costa del Pacífico, en dirección a Los Ángeles.

13

Dave Hansen camina por la playa. La arena húmeda parece un mármol oscuro y reluciente y la lluvia fría le acribilla la cara.

«Teniendo tres mil kilómetros de costa —piensa—, la corriente tenía que traer el cuerpo flotando a territorio federal y en un día como este. Literalmente, ha llegado a donde acaba Estados Unidos. Point Loma es el último punto del territorio continental del país, justo en el límite.»

Por poco no llega. Unos cuantos metros más allá y el cadáver habría sido un problema mexicano. En torno al cuerpo se congregan un puñado de marinos del destacamento de guardacostas y unos cuantos policías de San Diego.

—No lo hemos tocado —dice a Dave el sargento de policía, contento como unas castañuelas—. Esta es tu jurisdicción.

—Gracias —responde Dave.

En realidad, a los polis de San Diego les cae bien Hansen, que es bastante amable, para ser del FBI. El sargento dice:

—No tenemos noticias de ningún desaparecido, que es lo que suele pasar cuando hay un ahogado. He preguntado también a los guardacostas y no saben nada.

—No murió ahogado —dice Dave—. No está cianótico.

Cuando alguien se ahoga, aunque haya estado en el agua pocos minutos, la piel adquiere una coloración azulada horrible.

Quien la haya visto, no la olvida jamás. Dave se pone en cuclillas junto al cadáver, le abre la chaqueta y encuentra un gran orificio de entrada donde estaba el corazón. Sigue buscando y encuentra el otro orificio de entrada en el estómago.

Quienquiera que haya matado a aquel desconocido le disparó a la barriga y después le puso la pistola en el pecho y lo liquidó. Aunque haya pasado en el agua una cantidad indeterminada de horas, las quemaduras de la pólvora en su ropa son inconfundibles.

—Probablemente, un contrabando de drogas que ha acabado mal —dice el sargento.

—Probablemente —dice Dave y sigue revisando la ropa del individuo. Quien le disparó se llevó también su identificación: ni cartera, ni reloj, ni anillo, nada de nada. Dave observa detenidamente el rostro de la víctima o, mejor dicho, lo que queda de él después de que los peces le hayan picoteado los ojos. No lo reconoce —no esperaba hacerlo—, pero hay algo en él que le resulta vagamente familiar.

Un ligero recuerdo o un viejo sueño que la corriente ha traído, como la madera que el mar arrastra hasta la playa. Es extraño.

«Sin embargo, todo el día ha sido extraño —piensa Dave—. Debe de ser el clima, como si estos frentes de alta presión hicieran que todo y todos se volvieran un poco locos y la gente hiciera cosas raras que normalmente no haría.»

Como Frank Machianno, por ejemplo.

Frank está en el puesto de carnada todas las mañanas como un reloj desde que Dave tiene memoria, pero hoy no se ha presentado. Además, a pesar de ser asiduo de la «hora de los caballeros» desde hace más que Dave, no aparece para disfrutar de las mejores olas del año.

Dave pensó que estaría enfermo y lo llamó a su casa, para hacerle la puñeta con las olas fabulosas que se estaba perdiendo, pero nadie respondió. Probó con su teléfono móvil y la misma historia. Entonces regresó a la tienda de carnada y vio que el chaval, Abe, la estaba cerrando.

—Me lo ha dicho Frank —le informó Abe—. Dijo que me tomara unas vacaciones.

—¿Te ha dicho Frank que te tomaras unas vacaciones?

—Es lo que yo pensé —dijo Abe—. Me dijo que me fuera a casa por unos días.

—¿Dónde queda tu casa?

—En Tijuana —dijo Abe, señalando al sur, como diciendo: «¿Dónde iba a ser?»

Entonces Dave fue en coche a la casa de Frank. La furgoneta y el mercedes estaban en el garaje y la casa parecía cerrada, pero no había rastros de Frank.

Sin duda, ha sido un día extraño.

El cadáver de alguien asesinado, que, según todas las normas de las mareas y las corrientes normales tendría que haber llegado a la deriva hasta la costa de la Baja California, por el contrario logra colarse en la última punta de Estados Unidos.

Cuando Dave se enteró de que había un cadáver en el agua, temió que se tratara de Tony Palumbo. El testigo estrella de la Operación Aguijón G ha vivido durante años camuflado como gorila en el Hunnybear's y tenía que reunirse con Dave aquella mañana a primera hora, pero no se presentó y no aparecía por ninguna parte, y un hombre que pesa casi doscientos kilos no suele pasar desapercibido.

De modo que Tony Palumbo es 441 y Frank desaparece sin dejar rastros.

14

James Giacamone, alias
Jimmy el Niño
, entra en el bar del Bloomfield Hills Country Club, a las afueras de Detroit, y busca a su padre. Alcanza a ver a Vito William Giacamone, alias
Billy Jacks
, sentado en un banco junto a la ventana, observando con tristeza el decimoctavo
green
cubierto de nieve.

Billy Jacks se vuelve y mira a su hijo. El chaval se presenta en el club de campo vestido con pantalones anchos y una sudadera vieja, con la capucha puesta, como un rapero. ¿Cómo se llama ese que es blanco y es de por aquí? Tiene nombre de golosina... ¿M&M?

Su hijo se cree que es M&M.

«Claro que —piensa Billy— el chaval acaba de superar una etapa difícil: cinco años por extorsión. Además, ha hecho otros trabajos que, gracias sean dadas a san Antonio, el FBI no le atribuyó a él. Aunque el chico tenga aspecto de payaso, trabaja bien. Y está otra vez conmigo, conque ya puede tener la pinta que le dé la gana. Con una vida como la nuestra, nunca se sabe cuánto tiempo vas a pasar con tus hijos, así que, ¿para qué hacerles la puñeta?»

Jimmy se sienta a su lado y hace señas al barman para que le ponga lo de siempre.

—No podremos salir —dice Billy— hasta dentro de varios meses.

A Jimmy no le importa. El golf es cosa de viejos.

Un camarero pone un vodka con tónica delante de Jimmy y se aleja.

—¿Sabes algo de Vince? —pregunta Billy.

Jimmy niega con la cabeza:

—La Compañía B no va a regresar.

«Eso es lo que pasa —piensa Jimmy— cuando uno manda a un tío como Vince a enfrentarse con una leyenda como Frankie Machine.»

Billy acepta el veredicto. ¿Qué alternativa tiene? Si Vince estuviese vivo, ya habría llamado; que no lo haya hecho solo puede querer decir una cosa: que a Vince Vena más le valía estar al corriente con sus actos de contrición.

Sin embargo, lo de Vince es una lástima. Después de una vida de servicio, el tío finalmente llega al consejo que dirige la Combinación y pocas semanas después lo liquidan. Claro que eso significa que habrá una vacante en el consejo.

Sentado allí, Jimmy oye la cabeza de su padre haciendo horas extras. Ve al viejo pasar por las distintas fases del dolor. Primero, la aceptación: Vince ha muerto. Después, la ira: ¡Mierda! ¡Vince ha muerto! Y por último, la ambición: Vince ha muerto y alguien va a tener que ocupar su lugar en la mesa.

«Estos viejos son como las hienas —piensa Jimmy, que ha visto muchísimos documentales en
Animal Planet
cuando estaba en gayola—: corren juntos, cazan en manadas, comparten la presa, pero, cuando uno de ellos cae, los demás se comen sus huesos y le chupan la médula.»

Los huesos de Vince tienen una médula bien jugosa.

«Solo hay dos capos en la calle —piensa Jimmy—: mi padre y el viejo Tony Corrado, conque uno de ellos va a prosperar y, si mi padre puede salvar este asunto de San Diego, será él quien prospere.»

—Me tendrían que haber enviado a mí —dice Jimmy.

—Tú lo pediste —dice Billy.

Jimmy se encoge de hombros. Es cierto: trató de ganarse a Jack Tominello, pero el jefe del consejo, el verdadero capo, decidió que fuera Vince. Como después de todo San Diego iba a ser territorio de Vince, era preferible que él resolviera sus propios asuntos. Aunque no lo consiguió.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Billy.

Ha llegado a la edad en la que uno pide consejo a su propio hijo, pero hay que ayudar a los jóvenes y Jimmy el Niño llegará lejos: con tan solo veintisiete años, es el que más dinero gana para la Combinación y prácticamente tiene un asiento reservado en el consejo.

Cuando le toque, llegado el momento. El primer paso sería que yo ascendiera a formar parte del consejo y entonces Jimmy ocuparía mi puesto de capo de la calle.

—¿Que qué hacemos ahora? —pregunta Jimmy—. Sencillamente, que me cargo a Frankie Machine.

Billy Jacks sacude la cabeza.

—Papá —dice Jimmy—, no podemos permitir que este tío mate a un miembro del consejo y se largue sin más. Además, hemos prometido a ciertas personas...

—Ya sé lo que hemos prometido —dice Billy.

Vuelve a mirar la nieve y de nuevo se enfada por lo de Vince.

—Son un puñado de californianos de playa —dice Jimmy.

—Deja que te recuerde —dice Billy— que uno de esos «californianos de playa» mató a Vince Vena.

—¿Te parece que no puedo encargarme de este tío?

«Frank Machianno, el hijoputa de Frankie Machine —piensa Jimmy—. El tío tendrá más de sesenta tacos y será toda la leyenda que quieras, pero un puñado de viejas historias bélicas no hacen que sea a prueba de balas.»

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