Bap también era socio capitalista en una compañía local de taxis y puso a trabajar a Frank como taxista. En realidad, eran lavadoras sobre ruedas, por la cantidad de dinero que los mafiosos blanqueaban con aquellos taxis. El dinero de los juegos de azar, el de la usura, el de la prostitución: todo iba a parar a las carreras de los taxis.
Y también a los políticos: los concejales del ayuntamiento, los congresistas, los jueces, los policías, lo que se te ocurra. El comisario estrenaba coche nuevo todos los años, por gentileza de la compañía de taxis.
Entonces llegó Richard Nixon. Se presentaba como candidato a la presidencia y necesitaba fondos, pero no habría quedado bien que la mafia de San Diego contribuyera con cheques a la campaña de Nixon, conque el dinero pasaba por la compañía de taxis en cantidades «donadas» por los propietarios y los chóferes. Frank no se habría enterado jamás, de no ser porque una noche vio uno de los cheques en el escritorio del despacho.
—¿Le doy dinero a Nixon? —preguntó a Mike.
—Todos lo hacemos.
—Pero si soy demócrata —dijo Frank.
—Este año no —dijo Mike—. ¿O quieres en la Casa Blanca al cabrón de Bobby Kennedy? El tío ese nos tiene tanta manía que no nos puede ni ver. Además, en realidad ni siquiera es tu dinero, ¿verdad? Así que relájate.
Frank estaba sentado en la oficina de la compañía de taxis con Mike, bebiendo café y hablando de chorradas, cuando llegó la llamada.
—Chicos, ¿estáis dispuestos a subir un peldaño? —preguntó Bap.
Llamaba desde una cabina telefónica. Bap no llamaba nunca desde su casa, porque no era idiota. Lo que solía hacer era llenarse los bolsillos de rollos de monedas de veinticinco centavos y, por la noche, recorrer a pie cuatro manzanas hasta una cabina en Mission Boulevard, desde la cual dirigía su negocio, como si fuese su oficina.
Por lo general se encontraban con Bap en el paseo marítimo entarimado en Pacific Beach, a pocas manzanas de la casa del jefe.
Nadie diría que a un tío como Bap le gustara tanto el mar. Era algo que Frank y él tenían en común, aunque, desde luego, Bap jamás se montaba en una tabla ni salía a nadar, al menos que Frank supiera. No, a Bap simplemente le gustaba mirar el mar. Marie y él solían salir a caminar juntos por el paseo marítimo al atardecer o paseaban por el Muelle de Cristal. Además, su apartamento tenía una bonita vista al mar y Bap solía pararse junto a la ventana a pintar acuarelas, unas acuarelas espantosas.
Tenía docenas de ellas, probablemente muchísimas, y siempre las regalaba, para que Marie no le echara la bronca por llenarle las paredes de pinturas. Bap las regalaba para Navidad, para los cumpleaños, los aniversarios, el día de la Marmota o lo que fuese. Todos los mafiosos tenían alguna. ¿Cómo ibas a negarte? Frank tenía una colgada en la pared de su apartamentito de la calle India: era un velero que se dirigía hacia la puesta del sol, porque Bap sabía que a Frank le gustaban los barcos.
Eso era cierto —a Frank le gustaban los barcos— y por eso aquella acuarela resultaba más lamentable, porque ninguna embarcación debería padecer lo que Bap le hizo a aquel barco. Sin embargo, Frank la tenía colgada en la pared, porque nunca se sabía cuándo se le iba a ocurrir a Bap pasar por ahí y Frank no quería herir sus sentimientos.
No pasaba nada, porque todavía no estaba casado. Por lo general, las esposas de los mafiosos casados los obligaban a meter las pinturas de Bap en un armario o algo así, porque los casados solían ser miembros de la familia y, según el protocolo, incluso en un lugar tan informal como San Diego, ni siquiera un capo podía presentarse en su casa sin avisar antes por teléfono. Y había habido algunas sustituciones de pinturas en el último momento, cuando se producía la llamada telefónica, y los tíos tenían que salir corriendo a buscar una de las espantosas acuarelas de Bap para colgarla en el salón antes de que sonara el timbre de la puerta.
La cuestión es que, cuando era un asunto corriente, se encontraban en la playa, pero aquel día Bap los citó en el zoo, frente al terrario, para hablar de un tío llamado Jeffrey Roth.
—¿Quién? —preguntó Mike.
—¿Has oído hablar de Tony Star? —preguntó Bap, con la cara apretada contra el cristal, mirando fijamente a una cobra escupidora.
—Claro que sí —dijo Mike.
Todo el mundo había oído hablar de Tony Star. Era un chivato de Detroit cuyo testimonio había hecho desaparecer a la mitad de la familia de aquella ciudad. Rocco Zerilli, Jackie Tominello y Angie Vena estaban en chirona por culpa de Tony Star. Los periódicos hicieron su agosto con el titular: «Tony Star, testigo estrella».
—Ahora figura como «Jeffrey Roth» en el Programa de Protección de Testigos —dijo Bap y se puso a dar golpecitos en el vidrio, tratando de provocar a la cobra—. ¿Creéis que se podría conseguir que uno de estos bichos te escupiera?
—No creo que les guste que hagas algo así —dijo Frank.
Lo lamentaba por la serpiente, que no se metía con nadie. Bap lo miró como si le faltara un tornillo y Frank comprendió. Es probable que a «ellos» tampoco les gustara que Bap matara gente, robara camiones y se dedicara a la usura y a los juegos de azar, de modo que era probable que él no dejara de dar golpecitos en un vidrio del zoo. Al contrario, Bap siguió golpeando el vidrio y después preguntó:
—¿A que no sabéis dónde vive Star ahora? En Mission Beach.
—¡No jodas! —dijo Mike.
Que un chivato viviera en su propio vecindario era una especie de insulto personal.
Frank y Mike habían tenido muchas conversaciones sobre el tema de los chivatos. Era lo peor que se podía ser en el mundo, lo más bajo que se podía caer.
—Tienes que saber resistir —había dicho Mike—. Todos somos adultos y conocemos los riesgos. Si te pillan, mantienes la boca cerrada y cumples tu condena.
Frank había estado totalmente de acuerdo.
—Preferiría morir antes que entrar en ese programa —había dicho.
Y ahora un tío que había metido entre rejas a la mitad de la familia de Detroit andaba dando vueltas y pasándoselo bien en Mission Beach.
—¿Cómo lo han localizado? —preguntó Mike.
La cobra escupidora se había enrollado formando una pelota y parecía dormida. Bap se dio por vencido y se acercó a la víbora bufadora de la jaula siguiente, que estaba enroscada en la rama de un árbol y parecía peligrosa.
—Por un secretario del Ministerio de Justicia que Tony Jacks tiene comprado —dijo Bap, mientras golpeaba la jaula de la víbora. Se sacó del bolsillo un papelito y se lo pasó a Frank. La nota contenía una dirección en Mission Beach—. Detroit quería enviar a sus propios hombres, pero yo me opuse: es una cuestión de honor.
—¡Joder! Claro que sí —dijo Mike—. Nuestro territorio es cosa nuestra.
—Y vale veinte de los grandes —dijo Bap.
La víbora bufadora golpeó el cristal y Bap dio un salto hacia atrás como de un metro y medio, lo que le hizo perder las gafas. Frank contuvo la carcajada mientras las levantaba, se las limpió en la manga y se las devolvió a Bap.
—Serán astutos estos cabrones —dijo Bap, cogiendo las gafas.
—Se camuflan —dijo Mike.
Frank y Mike fueron a comprarse ropa extravagante para parecer turistas y se registraron en un motel de Kennebec Court, en Mission Beach. Se pasaban la mayor parte del tiempo espiando a través de las persianas venecianas el piso de Tony Star, en el complejo residencial situado al otro lado del bulevar de Mission.
—Parecemos polis —dijo Mike la primera noche que pasaron allí.
—¿Por qué te lo parece?
—Porque esto es lo que suelen hacer, ¿no es cierto? —preguntó Mike—. ¿Operaciones de vigilancia?
—Supongo que sí —dijo Frank.
Fue la primera vez que sintió pena por los polis, porque las operaciones de vigilancia eran aburridísimas. Añadían un significado totalmente nuevo a la palabra «tedio». Pasar el tiempo allí sentados bebiendo café malo, turnándose para ir al Kentucky Fried Chicken, al McDonald's o al restaurante de comida mexicana más cercano y comer sobre el regazo en hojas de papel grasiento. Lo que aquella basura estaba haciéndole a sus tripas era algo que solo podía suponer, pero en cambio sí que sabía lo que le estaba haciendo a las tripas de Mike, porque la habitación era pequeña y, cuando Mike abría la puerta para salir del cuarto de baño... En cualquier caso, Frank comenzó a sentir lástima por los polis.
Él y Mike se turnaban y uno de ellos vigilaba junto a la ventana mientras el otro aprovechaba para dormir un poco o para ver algún programa malo por televisión. Solo se tomaban un descanso cuando Star salía: todas las mañanas, a las siete y media, salía a correr.
Lo descubrieron la primera mañana, cuando Star salió por la puerta principal del edificio con un chándal púrpura y zapatillas deportivas y se puso a hacer estiramientos contra los pasamanos de la escalera del edificio.
—¿Qué coño hace? —preguntó Mike.
—Sale a correr —dijo Frank.
—A ver si sale a correr de una puta vez —dijo Mike.
—Tiene buen aspecto —comentó Frank.
Star tenía muy buen aspecto. Estaba bronceado, llevaba el cabello negro cortado a la navaja y bien peinado hacia atrás y estaba delgado. Decidieron que solo uno de ellos lo siguiera y Mike se encargó de hacerlo. Regresó una hora después, sudoroso e indignado.
—El muy cabrón —vociferó Mike— sale a correr por el puerto deportivo como si no le importara nada. Pasa revista a las tías, observa los barcos, aprovecha el sol y mantiene el bronceado. El hijoputa se da la gran vida, mientras sus amigos están en chirona. Te digo una cosa: deberíamos hacerle daño a ese malparido antes de borrarlo del mapa.
Frank estaba de acuerdo —Star tendría que sufrir por lo que había hecho—, pero aquellas no eran las órdenes y Bap lo había dejado muy claro: lo quería «rápido y limpio». Entrar, hacer el trabajo y salir.
Para Frank, cuanto antes, mejor. A Patty no le había gustado nada que se marchara así.
—¿Adónde vas? —había preguntado.
—Venga, Patty.
—¿Para qué? ¿Por qué?
—Negocios.
—¿Qué clase de negocios? —había insistido—. ¿Por qué no me lo puedes decir? Seguro que te vas de juerga con tus amiguetes...
«Menuda juerga —pensaba Frank—. Compartir una habitación de motel barata con Mike Pella, escuchar los ruidos que hacía en el lavabo, tragarse el humo de su cigarrillo, oler sus gases, pasar hora tras hora aburrido mirando por la ventana, tratando de establecer unos hábitos en la vida lamentable de un soplón.»
Porque allí estaba la clave: en conocer los hábitos. Bap se lo había explicado así:
—Uno acaba adquiriendo hábitos —le había dicho—. A todos nos pasa. La gente es previsible y, cuando puedes prever lo que alguien va a hacer y cuándo lo va a hacer, es fácil encontrar la oportunidad. Rápido y limpio, entrar y salir.
Ya sabían que salía a correr por el puerto deportivo todas las mañanas. Mike quería hacerlo entonces:
—Nos conseguimos un chándal para maricones, vamos corriendo tras él y le volamos la cabeza. Ya está.
Pero Frank no estaba de acuerdo. Demasiadas cosas podían salir mal. Uno, Mike y él haciendo
footing
llamarían tanto la atención como unos osos polares en una sauna. Dos, quedarían sin aliento y es muy difícil disparar con precisión cuando estás sin aliento, incluso desde cerca. Tres, habría demasiados testigos potenciales. Así que tenían que pensar alguna otra cosa.
El problema era que Star no les brindaba demasiadas alternativas. Llevaba una vida muy aburrida, previsible como la muerte y los impuestos, pero muy rigurosa. Salía a correr por las mañanas, volvía a su casa, se duchaba (supuestamente) y se cambiaba de ropa y tenía un puesto en una compañía de seguros, donde trabajaba de diez a seis. Después regresaba a pie a su piso y se quedaba allí hasta que salía a correr otra vez a la mañana siguiente.
—Este hijo de puta es un rollazo —decía Mike—. No va a ningún club, ni sale de copas, ni se liga a ninguna tía. ¿Se pasará las noches allí sentado, machacándosela? Lo más emocionante que le pasa en la vida es la noche de la pizza.
Los jueves por la noche, a las ocho y media, Star se hace enviar una pizza.
—Te adoro, Mike.
—¿Te estás enamorando de mí?
—La noche de la pizza —dijo Frank—, el tío llama por el interfono y Star lo hace pasar.
Aquello fue un martes, de modo que se relajaron un poco durante un par de días, trataron de pasar inadvertidos y esperaron al jueves: el día de la pizza. El miércoles por la noche encargaron una en el mismo sitio, se la comieron y guardaron la caja.
Al día siguiente a las ocho y veinticinco en punto, Frank estaba en la puerta de entrada del bloque de pisos de Star con la caja de la pizza en la mano. Mike estaba en la calle, en el coche auxiliar, preparado para sacarlos a los dos de allí y para interceptar al tío de la pizza con cualquier chorrada, si hacía falta. Frank tocó el timbre y gritó por el interfono:
—Pizza, señor Roth.
Un segundo después sonó el zumbido y Frank oyó el clic metálico del portal al abrirse. Entró en el edificio, recorrió el vestíbulo hasta el piso de Star y tocó el timbre.
Star abrió una rendija, sin sacar la cadena de la puerta. Frank oyó el zumbido de un aparato de televisión.
«Conque esta es la gran vida que se pega el soplón —pensó Frank—: darse el gusto de comer una pizza mirando la caja tonta.»
—Pizza —repitió Frank.
—¿Y el chaval de siempre? —preguntó Star.
—Está enfermo —dijo Frank, esperando que el asunto no se fuera a pique. Se preparó para abrir la puerta de una patada, pero Star la abrió antes. Tenía el dinero en la mano: un billete de cinco dólares y dos de uno.
—Seis cincuenta, ¿no? —preguntó Star, mientras le alargaba los billetes.
Frank se metió la mano en el bolsillo, como si estuviera buscando un par de monedas de veinticinco centavos.
—Quédate con el cambio —dijo Star.
—Gracias.
«Cincuenta centavos de propina —pensó Frank—. Ningún mafioso que se precie en el mundo entero daría cincuenta centavos de propina. No me extraña que sea un chivato.»
Frank entregó a Star la caja de pizza y, cuando el tío tuvo las manos ocupadas, lo metió dentro de un empujón, cerró la puerta de una patada y extrajo la pistola calibre 22 con el silenciador.
Star trató de salir corriendo, pero Frank le apuntó a la nuca y disparó. Star cayó hacia delante y chocó contra la pared. Frank pasó por encima del cuerpo de Star, que estaba tendido boca abajo y le apuntó a la nuca.