El invierno de Frankie Machine (32 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

Se echó a llorar otra vez.

—¿Qué dijo, Myrna? —preguntó Frank.

—Dijo... que te dijera... —Ella inspiró profundamente y lo miró a los ojos—: Se suponía que fueras tú, Frank.

«Se suponía que fuera yo —pensó Frank—. Porter hizo que aquel yonqui me tendiera una trampa, pero el pobre bobo de Georgie cayó en ella en mi lugar. Si hubiese sido yo, ahora habría tres anglicones muertos en aquel aparcamiento, en vez de Georgie...»

—¿Dónde está Georgie? —preguntó Frank.

—En el hospital —sollozó Myrna—. Está inconsciente. Dicen que no va a despertar. Tiene una hermana... He intentado conseguir su número de teléfono.

Frank y Mike estaban junto a su cama quince minutos después. Georgie Ye estaba lleno de tubos y agujas por todas partes y un respirador respiraba por él. Estuvieron allí sentados tres horas, hasta que llegó su hermana desde Los Ángeles. Ella dio el consentimiento para desenchufarlo.

Frank y Mike fueron al apartamento del yonqui, que, evidentemente, había cogido las de Villadiego, pero la bailarina estaba en su casa.

—¿Dónde está el hijoputa de tu novio? —preguntó Mike después de abrir la puerta a patadas.

—No lo sé. No he...

Mike le dio un puñetazo en la boca y le metió el cañón de la pistola entre los dientes rotos.

—¿Dónde está el yonqui hijoputa de tu novio, zorra? Y si me vuelves a mentir...

El muy capullo estaba escondido en el armario del dormitorio. Los yonquis no son demasiado listos.

Mike arrancó la puerta de sus rieles, lo sacó de un tirón y le dio un puñetazo en la barriga. Frank cogió de la cómoda un par de
pantys
de la chica y se los metió en la boca; después arrancó el teléfono de la pared y le ató las manos a la espalda con el cable. Se lo llevaron al coche. Frank conducía, mientras Mike mantenía al yonqui contra el suelo, en la parte de atrás.

Llegaron hasta el cauce de alivio del río y lo empujaron abajo. El cauce estaba seco y el yonqui llegó al fondo bastante maltrecho. Mike y Frank bajaron y lo pusieron de rodillas. El yonqui estaba vomitando y comenzaba a ahogarse, porque el vómito le volvía a bajar por la garganta. Frank le sacó los
pantys
de la boca y el yonqui vomitó y después dijo jadeando:

—Te juro que yo no...

—No me mientas —dijo Frank. Se puso en cuclillas y le habló tranquilamente al oído—. Ya sé lo que has hecho y ahora tienes una única oportunidad de salvarte. Dime dónde están.

—Suelen dar vueltas por Carlsbad —dijo el yonqui—. Van a un bar inglés.

—The White Hart —dijo Mike.

Frank asintió, sacó la pistola y disparó al yonqui hasta vaciar la recámara. Mike hizo lo mismo. Después regresaron al coche y fueron a The White Hart.

Los dos conocían el lugar. El bar tenía cerveza caliente, salchichas y puré de patatas y grabaciones vía satélite de partidos de fútbol y por eso lo frecuentaban muchos expatriados británicos del sur de California. Colgaba sobre la puerta un cartel como los de los
pubs
, con caracteres antiguos y una pintura de un ciervo blanco, y sobre la única ventana había estirada una bandera británica.

—Espera aquí —dijo Frank cuando frenó en el aparcamiento. Volvió a cargar la calibre 38.

—Y una mierda —dijo Mike—. Voy contigo.

—Esto es asunto mío —dijo Frank—. Deja el motor en marcha y la primera puesta, ¿vale?

Mike asintió y entregó a Frank su propia pistola. Frank comprobó la carga y le preguntó:

—¿Tienes un kit en el maletero?

—Claro que sí.

Mike apretó el botón para que pudiera abrir el maletero.

—¿Está limpio? —preguntó Frank.

—¿Quién coño crees que soy? —preguntó Mike—. ¿Un mestizo que entra a robar en un 7-Eleven?

Frank bajó del coche, fue al maletero y encontró lo que esperaba: una escopeta de calibre doce de cañones recortados, un chaleco antibalas, un par de guantes y una media negra. Se quitó la chaqueta, se puso los guantes, se abotonó el chaleco y volvió a ponerse encima la chaqueta. A continuación se guardó las dos pistolas en el cinturón, se metió la escopeta en la parte interior del brazo y se puso la media negra en la cabeza.

—Te veo dentro de un minuto —dijo Mike—, Frankie Machine.

Frank cruzó la puerta. El lugar estaba casi vacío; no había más que un par de tíos en la barra. El barman, el de la camiseta de rugby y el de la del Arsenal estaban sentados a una mesa, bebiendo pintas y viendo un partido de fútbol en una pantalla de televisión colgada muy alto en la pared, cerca del techo.

El del Arsenal se dio la vuelta cuando se abrió la puerta. La explosión de la escopeta lo hizo volar de la silla. El de la camiseta de rugby trató de ponerse de pie para poder sacarse la pistola de la cinturilla, pero Frank le vació el segundo cargador en el estómago y el inglés se arrugó encima de la mesa.

«¿Dónde estará Porter?», se preguntó Frank.

El lavabo de hombres estaba en la parte posterior del bar. Frank dejó caer la escopeta al suelo, cogió las dos pistolas del cinturón y abrió la puerta de una patada.

Porter estaba apoyado en el lavamanos con la pistola en alto. Llevaba el traje negro de siempre, pero tenía abierta la bragueta y le chorreaba agua de las manos. Disparó y Frank sintió el ruido sordo de los tres tiros contra el chaleco, justo encima del corazón, que lo dejaron sin aire, y después vio la mirada de sorpresa y alarma en la cara de Porter cuando no se desplomó.

Frank disparó dos veces con la pistola que llevaba en la mano derecha. La cabeza de Porter chocó hacia atrás con el espejo y lo rompió; después él cayó deslizándose por el lavamanos hasta el suelo. La sangre se encharcó sobre los azulejos amarillentos.

«Jamás podrán quitar eso de la lechada», pensó Frank mientras dejaba caer el arma, se volvía y salía caminando del bar.

Mike tenía el coche en marcha. Frank subió y Mike salió lentamente del aparcamiento hacia la calle y después entró en la 5. Bap se habría sentido orgulloso.

—¿Adónde vamos? —preguntó Mike.

—A Tara —respondió Frank.

A veces, uno simplemente tiene que intervenir. Por lo general, uno intenta ser cuidadoso, lo prepara todo, es paciente y espera hasta que llega el momento oportuno, pero a veces uno simplemente tiene que meterse.

Pasaron primero por el piso de Mike en Del Mar. Mike tenía un arsenal escondido en el armario del dormitorio de huéspedes. Frank cogió dos revólveres de cañón corto de calibre 38, una escopeta Wellington de cañones superpuestos de diez calibres 303, un AR-15 y dos granadas de mano.

Cuando llegaron a Tara, no había nadie de guardia a la entrada y la verja estaba abierta.

—¿Qué te parece? —preguntó Mike.

—Creo que nos esperan dentro —dijo Frank— y creo que si entramos con el coche, nos lo ventilan.

—Sonny.

—¿Qué dices?

—Sonny Corleone —dijo Mike.

—¿Es que vosotros los mafiosos no veis otra cosa?

—¿Vosotros los mafiosos?

Se metieron con el coche hacia la parte posterior, se apearon y escalaron el muro. Frank sabía que debían de haber activado sensores de movimiento, pero no ocurrió nada: no se encendieron luces ni alarmas.

«De todos modos —pensó—, seguro que Mac tiene cámaras de visión nocturna conectadas a los sensores y es probable que nos esté viendo en un monitor. Está bien. Ya sabes que, si intervienes, tienes que librar la batalla según sus condiciones.»

Era como regresar a Vietnam. El enemigo jamás combatía, a menos que lo hiciera según sus propias normas. Si lo encontrabas, era porque él quería que lo encontraras.

Frank llevaba el AR-15 en la mano y la escopeta colgada a la espalda. Le gustaba el rifle automático por una cuestión de alcance; la escopeta no sería demasiado útil hasta que estuvieran dentro, si es que podían entrar.

Tuvieron que atravesar el zoológico para llegar hasta la casa. Era extraño, porque los animales estaban despiertos por la noche. Las aves se pusieron a graznar y oía a los felinos dando vueltas por sus jaulas y veía el destello de sus ojos rojos.

Igual que en Vietnam, Frank esperaba ver otros destellos que atravesaran la noche —los de las armas de fuego en una emboscada—, hasta que se dio cuenta de que Mike y él estaban entre los tiradores y los animales y de que Mac no querría correr el riesgo de matar accidentalmente a ninguna de sus mascotas.

La piscina despedía un brillo azul frío. Estaba iluminada, aunque no había nadie allí fuera, al menos nadie que ellos pudieran ver.

«Están dentro de la casa —pensó Frank— o, mejor aún, en el techo, esperando que nos acerquemos tanto que no puedan errar el tiro. En cualquier momento, el cielo nocturno se va a encender como si hoy fuera el cuatro de julio.»

Frank fue avanzando poco a poco alrededor de la piscina y después se aplastó contra el suelo del patio en el extremo de la casa e hizo señas a Mike para que hiciera lo mismo. A continuación, enfocó el techo con el dispositivo de visión nocturna y lo recorrió de izquierda a derecha. No vio nada, aunque eso no quería decir que no estuvieran allí arriba, bien aplastados contra las buhardillas o detrás de las chimeneas.

Había como quince metros de espacio abierto hasta la parte posterior de la casa.

—Cúbreme —susurró a Mike.

Entonces, agachándose todo lo que pudo, echó a correr hacia la casa y se apretó bien contra la pared. Sacó una de las granadas del bolsillo, pasó el dedo por el interior de la anilla, se preparó para lanzarla sobre el techo e hizo señas a Mike.

Mike se despegó del suelo y corrió hacia la casa y allí se quedaron unos segundos, bien apretados contra la pared, recuperando el aire.

La puerta corredera de cristal estaba trabada. Frank rompió el vidrio con la culata del rifle, metió la mano y abrió la puerta. Mike pasó a su lado, entró con la escopeta junto a la mejilla y recorrió la habitación.

Nada.

Frank pasó a su lado y corrió a la pared siguiente y así fueron recorriendo la casa.

Encontraron a Mac en el
dojo
. Descalzo y con el torso desnudo, vestido tan solo con los pantalones de un cinturón negro, iba dando patadas lentas y rítmicas a un saco pesado, que se doblaba y volaba hacia el techo a cada patada; el ruido sordo del impacto retumbaba en la sala vacía.

Una flauta tocaba un tema suave de
jazz
en el equipo de música. Una varita de incienso ardía en un receptáculo sobre el suelo.

Frank se mantuvo a seis metros de distancia y lo apuntó con el rifle. Un hombre del tamaño y la capacidad atlética de Mac era capaz de recorrer aquella distancia en un paso y medio y la patada sería letal. Mac volvió la cabeza para mirarlos, pero no dejó de dar patadas.

—Había dejado la puerta abierta para que pudiesen entrar —dijo—. Se han enfrentado a un montón de dificultades innecesarias, han molestado a mis animales y, además, me han roto la puerta corredera.

—Han matado al chaval a golpes —dijo Frank.

Mac asintió y dio otra patada al saco. Aparentemente, el movimiento fue suave y no le costó ningún esfuerzo, pero el saco voló hacia el techo y volvió a caer con una sacudida.

—Me lo han dicho —dijo Mac—. Yo no lo autoricé y no lo apruebo.

—Liquidémoslo de una vez, ¡coño, Frank!

—Me muestro vulnerable ante ustedes para demostrarles mi sinceridad —dijo Mac— y mi contrición. Si quieren matarme, mátenme. Estoy en paz.

Dejó de patear el saco. Frank retrocedió dos pasos más y siguió apuntándolo con el rifle, pero Mac se arrodilló en el suelo, se sentó sobre los talones, inhaló el incienso, cerró los ojos y abrió los brazos con las palmas hacia arriba.

—¿Y esto qué coño es? —preguntó Mike.

Frank sacudió la cabeza, pero ninguno de los dos disparó.

Transcurrió un minuto interminable; entonces Mac abrió los ojos, miró a su alrededor como si estuviera algo sorprendido y dijo:

—Entonces hablemos de negocios. Deberían saber que van un poco atrasados con la información: el señor Porter ha decidido seguir su propio camino. Sus palabras exactas fueron: «Estoy harto de trabajar para un mono con ínfulas». El mono en cuestión soy yo. Siendo este el caso, estoy dispuesto a aceptar la compra del 50 por ciento del Club Pinto y, si quieren que mate a Pat Porter, lo haré.

—Ya nos hemos encargado de eso —dijo Frank.

Mac se puso de pie y sonrió:

—Suponía que diría eso.

La vida estuvo realmente bien durante un tiempo. Habían tenido que esconderse unas cuantas semanas en México, porque la policía y los medios de comunicación se pusieron a hablar como buitres sobre las guerras de los clubes de estriptis, ya que contenían todo lo que las noticias de las once podían querer y más: sexo, violencia, gánsteres y más sexo. Una estríper tras otra fueron apareciendo en entrevistas en vivo y una llegó incluso a dar una conferencia de prensa, hasta que algún otro horror pasó a ocupar el lugar de honor y los medios de comunicación se dedicaron a otra cosa.

La capacidad de concentración de la pasma duró un poco más. Cuatro asesinatos en una misma noche, aparentemente relacionados entre sí, caldearon mucho los ánimos del personal de homicidios y el FBI lo enfocó desde el punto de vista de Orange County y comenzó una batalla por el territorio. Todos atribuían a Mike Pella el asesinato de Georgie Yoznezensky, pero, para variar, Mike era inocente de aquella muerte, de modo que el asunto nunca prosperó.

Myrna mantuvo la boca cerrada y Mike le consiguió un trabajo en un club de Tampa. La estríper que era novia del yonqui se marchó de la ciudad y Frank se enteró unos años después de que había muerto por sobredosis en el este de Saint Louis.

En cuanto a los tres anglicones a los que habían matado a tiros en noventa segundos en The White Hart, ninguno de los presentes en el bar pudo identificar a la persona que disparó y las armas no tenían huellas y fue imposible rastrearlas. Al final, los polis de San Diego y los federales llegaron a la conclusión de que había sido una batalla por territorios en Londres que se libró en Mission Viejo y archivaron el caso.

De modo que Mike y Frank se fueron de vacaciones a Ensenada y, a su regreso, se dedicaron a darse la gran vida, porque ser socios de Big Mac McManus era la hostia.

Todo lo que Mac tocaba se convertía en oro. Era como el rey aquel, el magnífico emperador de una tierra encantada en la que la leche, la miel, las mujeres y el dinero fluían a chorros.

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