El invierno de Frankie Machine (35 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

Frank la cierra.

—Necesito que me des tu palabra de que no lo vas a matar —dice Dave.

«Eso significa que Mike está vivo y bajo la vigilancia del FBI. Todo empieza a encajar.»

—Solo quiero hablar con él —dice Frank.

El cielo está de color gris perla y, como toda perla, brillante con la lluvia, casi traslúcido.

«Es bonito», piensa Frank.

Observa una ola que sube por la izquierda y se empieza a formar, una pared gruesa de agua que se enrolla, una cabrilla baila en el extremo, como un funámbulo.

—Pella no tiene nada que ver con la Operación Aguijón G —dice Dave.

«¿Entonces...?»

—Pensamos que fue quien asesinó a Goldstein.

¡Bum! La ola estalla con un estruendo sordo y grave... en la cabeza de Frank.

Siente como si se ahogara, como si lo sujetaran bajo el agua en la zona del impacto.

—No es posible —dice Frank.

Dave se encoge de hombros.

—Está en Palm Desert, con el nombre de Paul Otto.

—¿Lo tenéis bajo vigilancia?

Dave lo niega con la cabeza.

—Está en el programa, Frank.

Mike se ha chivado.

54

Corre el año 1997 y Frank ya llevaba un tiempo retirado.

Retirado de la vida, en todo caso. Se había acabado el negocio de las limusinas, se habían acabado los clubes de estriptis, se había acabado el Orange County. Se ocupaba de su puesto de carnada, de su negocio de venta de pescado, de su servicio de lavandería y de la gestión de alquileres, cuando Mike Pella fue a verlo para hablar de recuperar Las Vegas.

—¿Recuperarla? —preguntó Frank—. ¿Es que nos ha pertenecido alguna vez?

Estaban paseando por el muelle de Ocean Beach para bajar una comida pesada que habían tomado en la cafetería. Mike había envejecido. Había muchas canas en aquel pelo negro y aquellos hombros anchos, aunque seguían siendo anchos, estaban algo encorvados.

—Las Vegas debería ser nuestra —le dijo Mike—. Ni de Nueva York ni de Chicago, sino de Los Ángeles.

«Hamacas a bordo del
Titanio
—pensó Frank—. Un puñado de hienas disputándose un esqueleto reseco. ¿Qué se puede tener en Las Vegas, si no queda nada, al menos no desde que Donnie Garth declaró como testigo de la acusación y los estatutos RICO contra el crimen organizado acabaron con todo? En cualquier caso, ahora Las Vegas es una ciudad para toda la familia, una especie de Disney World con
blackjack
. Está todo en manos de empresas, llena de abogados y tíos con másteres en Administración de Empresas.»

—Peter está dispuesto a hacer algo —dijo Mike—, a recuperar lo que es nuestro y a convertir a nuestra familia en una familia de verdad otra vez.

—¿Cuántas veces hemos oído este estribillo de la «familia de verdad»? —preguntó Frank—. Se lo hemos oído decir a Bap, se lo hemos oído decir a Locicero, después a Regace y después a Mouse, antes de que se fuera la primera vez, y a Mouse antes de que se fuera la segunda vez...

—Esta vez es verdad.

—¿Por qué esta vez es diferente?

«Herbie Goldstein», le dijo Mike.

«¿El gordo Herbie? —pensó Frank—. ¿El Herbie que era el sosia de Pavarotti, el Will Rogers de los pastelitos? ¿El hombre que jamás encontró una rosquilla que no le gustara? ¿Y este tío es la entrada de Mouse al espectáculo?»

El tiempo no había sido magnánimo con Herbie. Había pasado ocho años a la sombra por usar tarjetas de crédito dudosas y por robar sellos.

«Robar sellos —pensó Frank—. Mira dónde hemos ido a parar.»

En la cárcel, a Herbie le habían hecho no uno sino dos bai-pás y le habían tenido que amputar un par de dedos de los pies por culpa de la diabetes. Entonces estaba libre y dirigía un taller de reparación de coches, para poder blanquear el dinero de la usura y para poder timar a las compañías de seguros con las reparaciones de los coches al mismo tiempo.

—Pero Herbie no pinta nada —dijo Frank.

—Ahora sí —dijo Mike.

Resultaba que Herbie se había metido en el bolsillo a un millonario dueño de un casino llamado Teddy Binion, que entregó a Herbie cien mil dólares para que los prestara y entonces Herbie hizo algo muy ingenioso: se lo dio todo a un indio.

—¿A un indio? —preguntó Frank.

—¿Has oído hablar del juego indio? —apuntó Mike—. El tío este va a las reservas indias, los convence para que construyan un casino, consigue el contrato de administración y, además, cobra intereses a los perdedores crónicos. Gana por las dos partes: consigue un porcentaje y consigue los intereses por el dinero que presta en la calle o en los caminos de tierra o en lo que sea que tengan en aquellos sitios. El jefe Ciervo Corredor, o como coño se llame, paga el
pizzo
a Herbie, que se lo paga a Binion y resulta que este tiene dos vicios: la coca y las coristas, y Herbie le proporciona las dos cosas.

—¿Y?

—Resulta que Binion está metido en un berenjenal con la Comisión del Juego de Nevada por su drogadicción y por ser amigo del conocido mafioso Herbie Goldstein. Está a punto de ver su nombre en la Lista Negra, lo que significa que se verá obligado a vender el casino, conque va a dejar que Herbie intervenga y el negocio se vaya al carajo para vaciarlo. Y fíjate en esto —añadió Mike—, Binion confía tanto en Herbie que le ha dado todas sus joyas, valoradas en cientos de miles de dólares, para que las ponga a buen recaudo, y Herbie las tiene en una caja fuerte en su casa.

Levantó la muñeca y enseñó a Frank su nuevo reloj Patek Philippe:

—Herbie me lo ha dejado por mil dólares.

«Vaya manera de poner algo a buen recaudo», pensó Frank.

—Herbie —dice Mike— va a mandar al carajo el casino de Binion. Ya obtiene un poco del porcentaje indio, una parte de los intereses de la usura; además, está usando su taller de reparación de coches para estafar a las aseguradoras y comprar la mitad de la mierda robada en Nevada.

—Me alegro por Herbie.

—Alégrate por nosotros —dijo Mike—, porque vamos a asociarnos con él.

—¿Y Herbie está de acuerdo?

—Todavía no —dijo Mike—. Aquí es donde entras tú.

Frank se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo, al agua azul.

—Pues no, aquí es donde yo no entro. Herbie me cae bien. Somos viejos amigos. Él me aficionó a los
bagels
de cebolla y eso no es moco de pavo, Mike.

—A mí también me cae bien Herbie —dijo Mike—. No lo vamos a mandar al otro barrio, sino solo explicarle que no está bien que coma él solo, cuando sus amigos pasan hambre. Vamos a tener un pequeño encuentro y me imagino que, si te ve a ti allí... Además, quiero darte esta oportunidad. Así tienes la posibilidad de entrar en el juego. ¿O acaso quieres seguir vendiendo carnada el resto de tu vida?

«La verdad es que sí —pensó Frank—; eso es lo que quiero hacer. Estaría bien.»

—Mouse Senior me pidió que te lo pidiera —dijo Mike—. Lo consideraría un favor.

Lo cual, traducido, quería decir que era una orden. Se reunieron en Denny's.

«Denny's —recuerda Frank que pensó entonces—. Adónde se ha ido todo: a reunimos para comer en Denny's. Menús brillantes y barbillas grasientas.»

Los hermanos Martini estaban estudiando el menú como si fuera el
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y discutiendo sobre el «pescado fresco del día».

—¿Ves tú que haya un océano allá fuera? —preguntó Carmen, señalando por la ventana al desierto.

—No —respondió Mouse Senior.

—Entonces, ¿cómo coño puede ser fresco?

—Creo que quiere decir que era fresco cuando lo congelaron —respondió Mouse Senior—. Mira, aquí está Frank. Pregúntale a él. Él vende pescado.

—¿Qué opinas tú, Frankie?

—Lo pescan, lo ultracongelan y lo transportan durante la noche —le dijo Frank, tomando asiento al lado de Mike.

—¿Este pescado es tuyo? —le preguntó Mouse Senior.

—No vendo a cadenas.

—En resumen, ¿nos conviene comer pescado? —preguntó Carmen.

—No.

Frank pensó que estaba a punto de caérsele la cabeza de puro aburrimiento.

Mouse Senior dejó el menú.

—Gracias por venir, Frank.

—No hay problema, Peter.

Carmen hizo un gesto con la cabeza en señal de agradecimiento y Frank respondió con el mismo gesto.

Tardaron como un año y medio en pedir y todo en cuentas separadas.

Frank pidió un té frío.

—¿Eso es todo? —preguntó Mouse Senior—. ¿No vas a tomar nada más que un té frío?

—No me apetece nada más —dijo Frank.

—Eso es, vamos, antisocial —dijo Mike.

—No era mi intención ofender a nadie —respondió Frank.

La verdad era que a Frank le gustaba demasiado la comida como para probar ninguna de aquellas cosas y, sobre todo, había quedado para comer después de aquella cumbre. La noche anterior había conocido en el Tropicana a una bailarina despampanante llamada Donna, que había aceptado ir a comer con él, pero no a cenar, y pensaba llevarla a algún lugar realmente bonito.

—Hablemos de negocios —dijo Carmen cuando les trajeron la comida—. Herbie Goldstein.

—Es un avaro codicioso y egoísta —dijo Mouse Senior. Tenía un poquito de ensalada de atún en la comisura del labio—. Ese judío gordo está ganando dinero por un tubo y no lo comparte con nadie.

—«¿Ese judío gordo?» —dijo Frank—. ¿Y eso?

—¡Vamos! ¿De golpe te has convertido en el gran amigo de Herbie? —preguntó Mouse Senior.

—No, soy amigo suyo desde hace siglos —dijo Frank—, lo mismo que todos vosotros.

—¿Sabes la cantidad de dinero que gana? —preguntó Mike—. Solo la mierda robada que tiene en su casa de mierda probablemente vale una fortuna y además también guarda dinero allí.

—Frank —dijo Carmen—, tiene que compartir.

—Ya lo sé —dijo Frank.

—¿Y? —preguntó Mouse.

—Hablaré con él —dijo Frank—. Dadme la oportunidad de hablar con él.

—Tú solo no —dijo Carmen.

—Mike y yo.

—Mike, ¿estás de acuerdo? —preguntó Mouse.

Mike asintió con la cabeza.

—Ahora —insistió Carmen.

—Esta noche —dijo Frank.

Todos lo miraron.

—Ahora tengo una cita —dijo Frank.

Todos estuvieron de acuerdo: Frank y Mike irían a hablar con Herbie aquella noche y lo subirían a bordo.

—Pero, Frank —dijo Mouse—, si Herbie no hace lo que tiene que hacer...

—Entonces me ocuparé de eso —dijo Frank.

«Entonces irá por el otro camino», pensó.

Y eso fue todo. Los mafiosos acabaron de comer, contentos de saber que estaban a punto de usar al gordo Herbie Goldstein para financiar su toma del poder en Las Vegas; después se acercaron al mostrador a pagar cada uno su cuenta. Frank se despidió, fue al lavabo y esperó allí hasta que todos se marcharon. Entonces pasó junto a la mesa y vio lo que se imaginaba: tres dólares y el cambio como propina.

Aquellos cabrones agarrados habían estado allí dos horas y solo habían dejado tres dólares y el cambio. Frank sacó de su billetero dos billetes de veinte y los puso sobre la mesa.

La comida con Donna estuvo genial.

La llevó a un pequeño restaurante francés situado fuera de la zona comercial y la señora se las arregló bien con el menú. Estuvieron allí dos horas y media, hablando, bebiendo vino, comiendo bien y cada uno disfrutando de la compañía del otro.

Ella era oriunda de Detroit; su padre había trabajado toda su vida en la cadena de producción de la Ford y ella sabía que no quería hacer lo mismo. Se le daba bien bailar —tenía el cuerpo y las piernas adecuados—, de modo que estudió danza: ballet hasta que fue demasiado alta y después
tap
y
jazz
. Se fue a Las Vegas con un chico del que creía estar enamorada y se casaron, pero no salió bien.

—Le gustaba ligar con las camareras incluso más de lo que le gustaba lloriquear conmigo —dijo Donna.

El chico regresó a su casa, pero ella se quedó.

Conoció al director de un espectáculo en el bufé del Mirage y él le consiguió una prueba para el coro del Tropicana. Se fue a la cama con él para agradecérselo y porque era un tío agradable, pero no pasó nada más, salvo que le dieron el trabajo.

—Conocí a otras chicas —dijo— que se acostaban con cualquiera, se metieron en la coca y trataban de conseguir algo mejor saliendo de juerga. Me di cuenta de que no había nada mejor y que lo de las juergas era un callejón sin salida, de modo que me limitaba a hacer mi trabajo, después me iba a casa y me lavaba el pelo.

Se volvió a casar, esta vez con el jefe de seguridad del Circus Circus. El matrimonio duró tres años —«no tuvimos niños, gracias a Dios»— y entonces ella descubrió que él se acostaba con pelanduscas y estaba despilfarrando el dinero de los dos tratando de ligar con dieciocho.

—No sé por qué te estoy contando todo esto —dijo a Frank—. Por lo general soy muy reservada.

—Es por mis ojos —dijo Frank—. Tengo ojos amables y la gente me cuenta cosas.

—Es verdad que tienes ojos amables.

—Y tú tienes unos ojos fantásticos.

Ella le habló del «negocio» que pensaba hacer.

—Me voy a quedar en el coro dos años más —le dijo— y después voy a abrir una pequeña tienda.

—¿Qué clase de tienda?

—De ropa para mujeres —dijo—. Una tienda de ropa, cara, pero no prohibitiva.

—¿Dónde? —preguntó él—. ¿Aquí, en Las Vegas?

—Creo que sí.

Él se inclinó un poco sobre la mesa.

—¿Alguna vez has pensado en San Diego?

Ella no lo acompañó a su habitación aquella noche, aunque aceptó ir a San Diego cuando tuviera un par de días libres. Él se ofreció a pagarle el billete de avión y a reservarle una habitación en un hotel, pero ella le dijo que prefería pagarlo ella misma.

—Hace mucho tiempo —dijo—, decidí que en este mundo una mujer tiene que ocuparse de sí misma. Lo prefiero así y me gusta.

—No era mi intención insultarte —dijo Frank.

—No lo has hecho —dijo ella—. Puedo ver tu corazón.

Mike y él se encontraron aquella noche y fueron a la casa de Herbie. Tocaron el timbre, pero nadie respondió, aunque oían la televisión y había luces encendidas. La puerta no estaba cerrada con llave, de modo que entraron.

—¿Herbie? —llamó Frank.

Lo encontraron delante de la televisión, desplomado en su enorme sillón. Tenía tres agujeros de bala en la nuca y la boca abierta.

—¡Hostia! —dijo Mike.

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