El invierno de Frankie Machine (33 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

Sin embargo, Frank no participó en nada de todo aquello. Mike le ofreció una parte del Pinto, pero la rechazó, porque había demasiados federales dando vueltas. Siguió trabajando con la limusina, invirtiendo el dinero en su negocio de pescado o guardándoselo para cuando llegara la época de las vacas flacas. De todos modos, solía ir de vez en cuando a las fiestas de los domingos por la tarde para disfrutar del bufé.

—Te vas a ligar con prostitutas —solía decir Patty.

—No es cierto.

Era la vieja discusión de siempre.

—Los domingos deberías reservarlos para tu familia —argüía Patty.

—Tienes razón —decía Frank—. Vayamos todos.

—Magnífico —decía Patty—. Ahora quieres llevar a tu mujer y a tu hija a una orgía.

Frank tenía que reconocer que algo de razón tenía, aunque él jamás participó en las aventuras sexuales. La mayor parte de las veces, Mac y él se retiraban al
dojo
y hacían ejercicio. Mac le enseñaba artes marciales; en realidad, le enseñó el movimiento que le salvaría la vida en el barco casi veinte años después.

Solían practicar intensamente, golpeando y pateando el saco; después hacían algo de
sparring
y finalmente se subían al banco de pesas, donde solían competir entre ellos. Después se iban a beber zumos de frutas y a hablar sobre la vida, los negocios, la música y la filosofía. Mac enseñaba a Frank sobre
jazz
y Frank lo introdujo en la ópera.

Fue una buena época.

Pero no podía durar.

La culpa la tuvo la coca.

Frank nunca supo cuándo empezó Mac a consumirla, pero de pronto pareció que no hacía nada más. Se perdían en su nariz montañas de coca y después se llevaba a su habitación lo que parecía un harén y desaparecía durante días enteros. Al cabo de un tiempo, dejó de llevarse el harén y empezó a desaparecer solo, para salir a última hora de la tarde, si es que salía, a pedir más coca.

Eso lo cambió. Mac empezó a estar enfadado todo el tiempo. De pronto le daban ataques de furia imprevisibles y se ponía a despotricar, sin parar y de forma apenas coherente, con que él era el único que trabajaba y que pensaba y que nadie se lo agradecía.

Después vino la paranoia: que todos lo perseguían y conspiraban contra él. Duplicó la seguridad en torno a su casa, compró dóbermans que dejaba merodeando por los jardines durante la noche, instaló más sistemas de alarma y cada vez pasaba más tiempo recluido en su habitación.

Ya no iba más al
dojo
y el saco pesado colgaba inmóvil e inútil, como un símbolo solitario de la decadencia de Mac. Frank trató de hablar con él. No sirvió de nada, pero Mac le agradeció que lo intentara.

—Toda esta gente —dijo a Frank una noche en la que estaban sentados los dos solos junto a la piscina—, toda esta gente son parásitos, chupópteros, pero tú no, Frank Machianno: tú eres un hombre y tú me quieres de hombre a hombre.

Era verdad. Frank lo quería. Adoraba el recuerdo del genio distinguido y generoso que había sido Mac y que podría volver a ser, en lugar del caparazón paranoico, mezquino e incoherente en que se había convertido. Mac tenía un aspecto atroz: aquel cuerpo que había estado cachas se había vuelto fofo y flaco. Casi no comía, tenía los ojos dilatados y su piel parecía pergamino marrón oscuro.

—Esta gente —continuó Mac— me matará.

—No, Mac —dijo Frank.

Pero así fue.

John Stone se acercó a Frank un día de otoño en la fiesta del domingo y le dijo:

—Nos está timando.

—¿Quién?

—Nuestro «socio» —dijo Stone y con un gesto indicó el dormitorio de Mac, donde estaba refugiado, como era habitual por aquel entonces.

La fiesta de los domingos tampoco era lo que solía ser. Cada vez iba menos gente y los que iban eran, sobre todo, los fanáticos del sexo duro y de la coca.

—De eso nada —dijo Frank.

—No me digas que de eso nada —dijo Stone—, porque por la nariz de este negrata se va la mitad de nuestro dinero.

Frank no quería creerlo, pero la conversación sobre el «timo» no hizo más que empeorar. Stone y Sherrell se reunieron con Mike para enseñarle las cifras. Frank no quiso estar presente. Lo había razonado de todas las formas posibles: a) Mac no estaba robando; b) aunque lo hiciera, les hacía ganar tanto dinero que les iba mejor con él robando que sin él; c) Mac no estaba robando.

Sin embargo, sí que lo hacía. Y él lo sabía.

Stone se encaró con Mac con las pruebas y Mac amenazó con matarlo, con matarlo a él y a toda su familia, con matarlos a todos.

—Tiene que desaparecer —Mike le dijo a Frank.

Frank sacudió la cabeza.

—No te estoy pidiendo tu opinión, Frankie —dijo Mike—. La decisión ya ha sido tomada. Solo he venido a decírtelo, vamos, por cortesía, porque sé que el tío es amigo tuyo.

«Simplemente has venido a decírmelo —pensó Frank—, porque querías estar seguro de que Frankie Machine no se lo iba a tomar como algo personal, que no te guardaría rencor ni reaccionaría como ante la muerte de Georgie Ye. Pues que sepas que aquí tienes un motivo legítimo de preocupación.»

—Los tíos del Lamp han dado su conformidad —añadió Mike.

Era una manera de hacer saber a Frank que, si decidía hacer algo al respecto, se estaría enfrentando también a Detroit.

—¿Qué tienen que ver los Migliore con esto?

—Son dueños de clubes de estriptis —dijo Mike— y que este negrata se esté envenenando los afecta a ellos también. No les gusta. No es bueno para el negocio salir en las noticias. Tiene que desaparecer, Frank.

—Deja que yo me encargue.

—¿Qué dices?

—Que me dejes hacerlo a mí —dijo Frank.

«Estáis cagados de miedo, tíos. Os entrará pánico y arremeteréis contra él hasta no dejar nada. Si hay que hacerlo, dejadme que yo lo haga rápido y limpiamente. Se lo debo. Es mi amigo.»

Frank lo encontró en el
dojo
. En el equipo de música sonaba a todo volumen
Bitches Brew
, de Miles Davis. Frank entró y vio a Mac de pie sobre una pierna temblorosa y tirando patadas al saco con la otra. El saco apenas se movía. Mac ni siquiera se dio cuenta de que estaba allí.

Frank se acercó y le metió dos balas del 45 en la nuca. Después se fue a su casa, sacó del garaje su vieja tabla de surf larga y grande y la enceró bien; se fue al mar y dejó que las olas lo machacaran.

Nunca volvió a trabajar con las limusinas ni al Club Pinto.

Patty presentó una demanda de divorcio aquel mismo año. Él no hizo nada. Le dejó la casa y la custodia de Jill.

50

«Cuatro cadáveres más —piensa Frank mientras conduce por el desierto—: el inglés Pat Porter y sus dos muchachos. Y Mac.»

Cuatro candidatos más, aunque no se podía decir que tuvieran mucho peso. ¡Joder! Han pasado casi veinte años. Incluso entonces, corrió el rumor de que la gente de Londres sintió alivio cuando se enteraron de que Porter y su pandilla no habían aprovechado el billete de vuelta.

¿Y Mac?

No tenía familiares ni amigos y el Departamento de Policía de San Diego no se había esforzado precisamente en investigar el asesinato de un ex policía deshonesto.

Evidentemente, Mike perdió el Club Pinto. Sin Mac para contenerlo, lo llevó al borde de la ruina y acabó por quemarlo antes de que Hacienda, el banco o los demás acreedores se lo quitaran. Entonces lo acusaron de provocar el incendio y lo mandaron diez años a la sombra.

Al final, los Migliore se quedaron con todo el negocio de los clubes de estriptis de San Diego y la prostitución y la pornografía consiguientes, con la Combinación como sus grandes protectores.

«Pero ¿qué tendrá todo esto que ver conmigo? —se pregunta Frank—. ¿Será posible que los federales hayan reabierto alguno de los casos de la guerra de los clubes de estriptis y vayan a por los Migliore? ¿Y por eso estarán eliminando a los posibles testigos, incluido un servidor?»

En tal caso, podría ser que Mike estuviera bajo tierra en lugar de huido. Frank sale de la carretera y detiene el coche. Está cansado.

Lo golpea como una ola fría y fuerte.

Aquel cansancio, aquella... desesperación, aquel reconocimiento de la realidad: que él puede correr y luchar, correr y luchar y ganarles a todos, pero que, al final, inevitablemente, acabará por perder.

«Coño —piensa Frank—, si ya he perdido. Mi vida. En todo caso, la vida que a mí me gusta. Frank el vendedor de carnada ya está muerto, aunque Frankie Machine sobreviva. Se ha ido mi vida: mi casa, los amaneceres en el muelle, el puesto de carnada, ver a los clientes, enseñar a los chavales, la "hora de los caballeros". Todo esto ha desaparecido, por más que yo esté "vivo". Y Patty y Donna y Jill. ¿Qué me queda de ellas ahora? ¿Encuentros breves y tensos en un hotel en alguna parte? ¿Abrazos furtivos en un ambiente cargado de temor? Tal vez un beso apresurado, un apretón rápido. "¿Cómo estás?" "¿Qué novedades tienes?" A lo mejor algún día tendré nietos. Jill enviará fotos a algún apartado postal. Tal vez me pueda conectar con una de esas páginas de Internet y vea crecer a mis nietos en la pantallita de un ordenador portátil. Si a partir de ahora la vida no es más que huir, ¿vale la pena? Podría tragarme la pistola aquí mismo...»

«Por Dios —piensa—. Te has convertido en Jay Voorhees. Y eso es lo que te mata, más seguro que una bala.»

Hace una llamada telefónica.

51

El Cinco Centavos estaba esperando una llamada de Frank al número reservado. Son las cuatro de la mañana y, cuando suena el teléfono, está en plena duermevela surrealista.

—Frank, gracias a Dios.

—Sherm.

—Oye, en Tijuana tienes un pasaporte limpio y los billetes de avión —dice Sherm—. Puedes estar en Francia mañana por la mañana. La Unión Europea no extradita por una pena capital. Está todo solucionado para Patty y Jill. ¡Que Dios te acompañe, amigo mío!

—¿Y voy a caer en otra emboscada, «amigo»?

—¿De qué coño estás hablando?

Sherm presta atención mientras Frank le cuenta lo de la emboscada en el banco y el monitor del GPS que condujo al motel de Brawley.

—Frank, no pensarás...

—¿Qué quieres que piense, Sherm? —pregunta Frank—. ¿Quién sabía lo del banco? Tú y yo.

—Vinieron a verme, Frankie —dice Sherm—, pero no les dije nada, te lo juro.

—¿Quiénes vinieron?

—Unos mafiosos —dice Sherm— y también el FBI.

—¿El FBI?

—Ese amiguete tuyo —dice Sherm—: Hansen. Tienen órdenes de arresto contra ti, Frank, por lo de Vince Vena y Tony Palumbo.

«¿Tony Palumbo? —piensa Frank—. Debe de ser el tío del garrote en el barco.»

—¿Sabes algo del tal Palumbo, Sherm?

—Se rumorea —dice Sherm— que trabajaba para el FBI, que era informador, el tío que estaba detrás de las acusaciones de la Operación Aguijón G.

«Conque Aguijón G —piensa Frank—. Los clubes de estriptis. Teddy Migliore y Detroit.»

—Y los mafiosos, ¿quiénes eran? —preguntó Frank.

—No lo sé —dice Sherm—. Lo único que sé es que yo no les dije nada. Frank, ¿dónde estás?

—Sí, claro.

Sherm parece dolido de verdad:

—Después de tantos años, Frank.

—Lo mismo pienso yo, Sherm.

—En alguien tienes que confiar, Frank.

«¿Tendrá razón? —piensa Frank—. ¿En quién? Solo tres personas sabían que existía aquel banco: Sherm, Mike Pella y yo. Y solo puedo estar absolutamente seguro de no haberme encartado yo mismo. Más vale que encuentre a Mike y no sé dónde estará. Aunque alguien lo sabrá. ¿Puedo fiarme de Dave? ¿Porque hemos sido amigos durante veinte años? ¿Y porque me debe una?»

52

Corría el año 2002. Hacía dos semanas que Dave no aparecía por «la hora de los caballeros» y Frank sabía por qué.

Todo San Diego sabía lo que mantenía ocupado al FBI: la desaparición de una niña de siete años de su dormitorio del primer piso en una casa de un barrio residencial en las afueras de la ciudad. Los padres de Carly Mack la habían acostado la noche anterior, y cuando fueron a despertarla por la mañana, la niña había desaparecido.

Desaparecido sin más ni más.

«Terrorífico —pensó Frank cuando lo leyó en el periódico. Es la peor pesadilla para un padre. No se podía imaginar cómo se sentirían los Mack. Recordó aquel instante de pánico atroz cuando, durante diez segundos, había perdido de vista a Jill en el centro comercial—. ¿Despertarte y ver que ha desaparecido y de tu propia casa, de su propio dormitorio? Inimaginable.»

Así que Frank no esperaba ver a Dave por un tiempo. El FBI siempre se encargaba de los casos de secuestro y escuchó a Dave hablar por la radio y decir que estaban haciendo todo lo posible por encontrar a la pequeña Carly Mack y pidiendo a cualquiera que tuviera información que la ofreciera. Los medios de comunicación revoloteaban en torno a aquello como las gaviotas en torno a un barco pesquero, exigiendo que la policía encontrara a la pequeña Carly. Como si Dave necesitara que lo pinchasen. Frank sabía que estaría trabajando en ello las veinticuatro horas, los siete días de la semana.

Por eso se sorprendió bastante aquella mañana al ver a Dave remando mar adentro sobre su tabla. El agente alto iba derechito hacia la rompiente, pero vio a Frank y le hizo una seña con la barbilla. Frank remó también y se reunió con él en el lugar alejado de la rompiente donde muchos de los tíos mayores iban a esperar una ola o simplemente a tomarse un respiro y a hablar de sus cosas.

Dave tenía mal aspecto. Aunque por lo general parecía sereno, a pesar de lo que pasara o de lo mucho que lo presionaran, aquella mañana Dave tenía ojeras y una expresión en la cara que Frank no le había visto nunca. Frank llegó a la conclusión de que era furia. En los ojos de Dave había furia.

—¿Puedo hablar contigo? —preguntó Dave.

—Claro.

Dave tenía mucho que contar.

Los padres de Carly, Tim y Jenna, eran promiscuos. La noche anterior, Jenna había estado en un bar con una amiga llamada Annette, buscando alguien con quien pasar la noche. Se le había acercado un hombre de mediana edad llamado Harold Henkel, pero ella lo había rechazado.

A eso de las diez, Jenna y Annette dejaron de buscar carne fresca. Annette telefoneó a su esposo, que fue a casa de los Mack para el cuarteto de siempre. Tal vez fuera decepcionante, pero era mejor que nada.

Jenna subió a ver a los dos niños: Matthew, de cinco años, y la pequeña Carly, y vio que los dos estaban dormidos. Dio a cada uno un beso en la mejilla, cerró la puerta y fue a la «sala de recreo» que tenían en el garaje, donde siguieron con la fiesta.

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