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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

El invierno de Frankie Machine (18 page)

—Chivato —dijo Frank.

Apretó el gatillo tres veces más y se marchó. En total había tardado alrededor de un minuto. Frank se subió al coche. Mike puso la primera y se alejaron.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Mike.

—Bien —dijo Frank.

—Eres una máquina —dijo Mike, sonriendo—: «Frankie Machine».

—¿No era ese el nombre de aquel tío que interpretaba Sinatra en el cine? —preguntó Frank.


El hombre del brazo de oro
—dijo Mike—. Era yonqui.

—Estupendo.

—En cambio, tú —dijo Mike— eres el hombre de la mano de oro: Frankie Machine.

El nombre le quedó.

Bajaron por la calle Ingraham hasta el cauce de alivio. Frank se apeó, destrozó la pistola contra unas rocas y arrojó los trozos al agua. Después dejaron el coche auxiliar en el aparcamiento de un centro comercial en Point Loma, donde había otros dos esperándolos. Frank se subió al suyo y fue al centro, dejó el coche y cogió un taxi al aeropuerto y, desde allí, otro taxi para volver a su casa.

Aquello no tuvo ninguna consecuencia.

La policía de San Diego pasó bastante del caso, con lo cual envió su propio mensaje a los federales: «Si ponéis un chivato en nuestro territorio sin avisarnos, ¿qué queréis que hagamos?».

En realidad, lo cierto es que los chivatos no le gustaban a nadie, si siquiera a la pasma, que subsiste gracias a ellos.

Frank se levantó a la mañana siguiente, se hizo café y encendió la televisión. En la pantalla apareció la cocina de un hotel de Los Ángeles.

—¿Qué? ¿Te sorprende? —le preguntó Mike más tarde.

—Un poco.

—A mí lo único que me sorprende es que no pasara antes.

«Así son las cosas —pensó Frank—. A Bobby le pegan dos tiros en la cabeza y a Nixon le envían cheques.»

Hubo muchos festejos en la oficina de taxis cuando Nixon fue elegido. Una de las primeras cosas que hizo el nuevo presidente fue transferir al fiscal federal de San Diego, que estaba presionando demasiado a la mafia.

Se dejaron de lado las acusaciones contra Bap, aunque Forliano fue a chirona. Aparte de eso, todo volvió a ser como antes.

Frank y Mike se repartieron dos mil dólares por el trabajo de Tony Star. Con su parte, Frank compró un anillo de compromiso.

24

Era un hombre casado cuando conoció al presidente Nixon. Corría el año 1972. En parte como recompensa por el asunto de Tony Star, Frank y Mike ya no conducían más taxis, sino limusinas.

Cuando no conducían, estaban metidos en algún chanchullo. Es probable que Frank le dedicara más horas que un currante normal, pero era diferente, porque no era como trabajar por un salario, del cual el Tío Sam se quedaba con una parte. Aunque trabajaban mucho, no parecía un trabajo, sino más bien un juego.

Frank suponía que por eso lo llamaban «pasar revista». Eso era lo que hacía en aquella época: pasar revista; salían a pasar revista. Pasaban revista a las mercaderías que viajaban en la parte de atrás de los camiones, al impuesto de la calle de los corredores de apuestas, a los intereses del dinero de la usura, a las no comparecencias en proyectos de construcción.

Se dedicaban a los juegos de cartas y de dados, a las apuestas deportivas y las loterías. Iban y venían de un lado a otro de la frontera mexicana: bajaban con alcohol y subían con cigarrillos. Prácticamente, tenían permiso de los polis de San Diego para robar a los narcotraficantes.

Pasaban revista y ganaban dinero, aunque la mayor parte no se lo quedaban ellos, sino que se lo pagaban a Chris a cambio de protección; Chris se lo pagaba a Bap y este, a su vez, se lo pagaba a Nicky Locicero. A pesar de tanto pasar revista y de tantos chanchullos, no acababan de progresar y aquello molestaba a Frank, aunque Mike, al ser de la costa este, era más de la vieja escuela.

—Así son las cosas, Frankie —lo sermoneaba cuando Frank se quejaba—. Son las normas. Ni siquiera somos botones todavía. Tenemos que demostrar que podemos ganar dinero para la familia.

A Frank no le interesaba todo aquel asunto de la familia. En realidad, aquella vieja tradición siciliana le importaba un pimiento. Él se limitaba a tratar de ganarse la vida y a ahorrar el dinero suficiente para pagar la entrada de una casa.

Después de más de tres años de deslomarse trabajando, Patty y él seguían alquilando un piso sin ascensor en el mismo barrio y él se pasaba todo el tiempo trabajando: cuando no estaba pasando revista, estaba conduciendo la limusina, sobre todo para ir y volver del aeropuerto al balneario de La Sur Mer en Carlsbad.

Mike casi se caga cuando se enteró de que Frank había llevado a Moe Dalitz del aeropuerto a La Sur Mer o, simplemente, «la Sur», como la llamaban los lugareños y los entendidos. Dalitz era famoso desde hacía mucho tiempo: había sido almirante de la «pequeña armada judía» de Detroit antes de que llegaran los Vena y lo echaran a Cleveland. Llegó a ser los ojos y los oídos de Chicago en Las Vegas, donde lo consideraban «el Padrino judío».

—¡Coño! Dalitz levantó la Sur —dijo Mike—. Consiguió que el sindicato del transporte pusiera el dinero.

Las familias de Chicago y las de Detroit controlaban de forma conjunta el fondo de pensiones de los estados centrales del sindicato del transporte, le explicó Mike, y el intermediario era un ejecutivo de seguros llamado Allen Dorner, hijo de Dorner,
el Rojo
, que era muy amigo del capo de Chicago: Tony Accardo.

—¿Dorner? —preguntó Frank—. También estuvo en mi coche.

—¡Dalitz y también Dorner!

—Sí, iban a jugar al golf —dijo Frank.

La gente del sindicato del transporte iba a menudo a jugar al golf a la Sur y mantenían muy ocupados a Frank y a Mike, que los iban a buscar y los llevaban al aeropuerto o a pasear por la ciudad o a salir de noche. Frank suponía que por eso lo habían puesto a conducir limusinas: porque los capos querían que condujera el vehículo alguien conocido, para que la gente del sindicato y los mafiosos pudieran hablar sin tener que preocuparse.

—Tú limítate a conducir —le había dicho Bap—, con las orejas abiertas y la boca cerrada.

Además, no fueron solo Dalitz y Dorner. También estuvo Frank Fitzsimmons, que había asumido la presidencia del sindicato del transporte, mientras Hoffa cumplía su condena. A Fitzsimmons le gustaba tanto la Sur que se compró allí un piso en un complejo residencial y empezó a celebrar en el hotel la asamblea anual del sindicato.

Aparte estaban los grandes mafiosos, en su mayoría los principales jefes de la costa este, que querían escaparse de la nieve por un rato, como Tony Provenzano,
Tony Pro
, que dirigía el sindicato del transporte de Nueva Jersey, y Joey Lombardo,
el Payaso
, que hacía de enlace entre Chicago y Allen Dorner.

Y los tíos de Detroit: Paul Moretti y Tony Jacks Giacamone, que fue el que se cargó a Hoffa.

Un día, Bap llamó a Frank y a Mike y les dijo que lustraran bien las limusinas, que se vistieran bien ellos también y que se presentaran en el aeropuerto exactamente a las nueve de la mañana del día siguiente.

—¿Qué pasa? —preguntó Frank.

Se imaginó que algo importante se estaba cociendo, porque la noche anterior había hecho dos viajes al aeropuerto, para buscar a Joey,
el Payaso
, y a Tony Pro, que se habían alojado en sendas suites en la Sur.

Lo que pasaba era que Frank Fitzsimmons, el presidente del sindicato del transporte, iba a celebrar una conferencia de prensa en la Sur para anunciar que el sindicato iba a apoyar la candidatura de Nixon a la reelección.

«Qué sorpresa», pensó Frank.

Por la Sur corrían rumores de que el sindicato del transporte había canalizado millones de dólares de fondos ilegales para financiar la campaña de Nixon. De hecho, el balneario se había convertido prácticamente en el cuartel general del sindicato en la costa oeste, desde que Dorner se había comprado un piso en un complejo residencial, con vistas al cuarto
green
. Frank sonrió con suficiencia.

—¿Así que por eso Nixon ha indultado a Hoffa?

Bap sonrió y dijo:

—Hoffa no es más que un matón barato y el dinero que se maneja aquí le queda demasiado grande. Fitzsimmons y Dorner se están embolsando tanto dinero que mucha gente no quiere que Hoffa vuelva y Hoffa se los quiere cargar, pero la cuestión es que están haciendo ganar mucho dinero a todo el mundo. Presta atención y entérate, Frankie: ganar dinero para otros es lo que te mantiene vivo. No lo olvides jamás.

Frank no lo olvidó.

—En cualquier caso —dijo Bap—, después de la conferencia de prensa vais a llevar a los tíos del sindicato a la Casa Blanca del Pacífico. A lo mejor hasta ves al presidente, Frankie.

—¿Tú no vienes?

Bap sonrió, pero Frank se dio cuenta de que estaba dolido.

—No figuro en la lista —dijo Bap—. No figura ningún mañoso.

—Eso no está bien, Bap.

—¡Qué chorrada! —dijo Bap—. ¿A mí qué coño me importa?

Sin embargo, Frank se dio cuenta de que le importaba.

Por la mañana, con el coche reluciente y vestido con un traje negro recién planchado, Frank llegó a la pista de aterrizaje privada de Carlsbad a recoger a Allen Dorner, que llegaba en su avión privado. Se decía que Dorner le había pagado tres millones de dólares a Frank Sinatra por el Gulfstream y que el dinero procedía del fondo del sindicato del transporte.

—Buenos días, Frank —dijo Dorner al bajar del avión a la pista.

—Buenos días, señor Dorner.

—Va a ser un día estupendo.

—Como siempre en San Diego —respondió Frank mientras mantenía abierta la puerta del coche.

No tardaron en llegar a la Sur. Frank esperó en el aparcamiento con los demás chóferes, mientras Fitzsimmons pronunciaba su discurso de aprobación y los otros dieciséis miembros del consejo sonreían encantados.

«Aquí están todos los miembros del consejo —pensó Frank—, pero no hay ningún mañoso.»

—¿Te puedes creer —dijo Mike, muy guapo y algo nervioso junto a su coche inmaculado— que vayamos a ir a la casa del mismísimo presidente?

Después de su discurso, Fitzsimmons y otros tres miembros del consejo se subieron al coche de Frank. Los demás coches los siguieron, mientras Frank encabezaba la marcha por la 5 y conducía hasta San Clemente, a la Casa Blanca del Pacífico.

Frank ya había estado allí. Bueno, en realidad no había estado en la casa, sino justo debajo, bajo el acantilado rojo. Con algunos compañeros de surf, habían venido caminando desde Trestles y habían encontrado una rompiente magnífica a la derecha, delante de la Casa Blanca del Pacífico. Quién sabe por qué motivos aquel lugar llevaba el nombre de Cottons.

«Tal vez debería hablarle a Nixon de esto —pensó Frank mientras conducía hasta la verja, donde los agentes del Servicio Secreto, con trajes negros, gafas de sol y auriculares lo hicieron detenerse y revisaron el coche—. Claro que cuesta un poco imaginar a Richard Nixon sobre una tabla, haciendo la uve de la victoria mientras saca los diez dedos de los pies por la proa de la tabla.»

—¡Cowabunga!

Los tíos del Servicio Secreto dejaron pasar la caravana.

«¿Cómo no? —pensó Frank—. Nixon no estaría más seguro en brazos de su madre que con aquella delegación, aunque ninguno de ellos iba armado, porque habían recibido órdenes estrictas de dejar la chatarra en casa. Después de todo, somos su gente. Todos estamos ganando dinero juntos.»

Otro agente del Servicio Secreto le indicó dónde tenía que aparcar y así lo hizo; a continuación se apeó para abrir la puerta para Fitzsimmons y sus muchachos y vio al presidente de Estados Unidos que se acercaba a recibirlos.

A pesar del cinismo veinteañero propio de la década de 1970, Frank tuvo que reconocer que se sintió algo sobrecogido, tal vez incluso intimidado. Aquel era el mismísimo presidente de Estados Unidos, el comandante en jefe y, como ex marine, Frank se enderezó un poco más y tuvo que contenerse para no hacer el saludo militar.

Y sintió algo más: un leve indicio de orgullo por estar en eso, aunque fuese como chófer; la sensación de formar parte de algo... tan poderoso... que podía llevarlos hasta la casa del presidente de Estados Unidos y que el hombre bajase él mismo de su casa para recibirlos.

Nixon abrió bien los brazos mientras se dirigía hacia Fitzsimmons y dijo:

—¡Me han dicho que tienes buenas noticias para darme, Frank!

—¡Muy buenas noticias, señor presidente!

Debía de ser cierto, porque Nixon estaba de muy buen humor. Abrazó a Fitzsimmons y después estrechó la mano de todos los presentes, pasando entre la multitud como buen político de carrera. Y después de estrechar la mano de todos los miembros del consejo, dio la vuelta e incluso estrechó la mano de los chóferes.

—Encantado de conocerte —dijo Nixon a Frank—. Gracias por venir.

Frank no supo qué decir. Temió decir alguna estupidez, como lo que le pasaba por la cabeza, que era: «Tiene usted aquí una rompiente estupenda, señor presidente», pero Nixon se había alejado mucho antes de que Frank formara las palabras y ya no volvió a verlo aquel día.

El consejo del sindicato del transporte entró en la casa y los chóferes esperaron junto a los coches. El personal de la casa les llevó pollo y costillas asados a la parrilla —lo mismo que los peces gordos estaban comiendo en el jardín— y, más tarde, un empleado fue a darles a cada uno una pelotita de golf con la firma del presidente.

—¡Coño! La voy a guardar toda la vida —dijo Mike y Frank juraría que tenía los ojos húmedos.

Frank bajó hasta el borde del acantilado. No tenía prisa, porque estaba previsto que los del sindicato del transporte jugaran una vuelta en el campo de golf de tres hoyos del presidente y eso iba a llevar un buen rato, de modo que Frank se sentó junto al océano y observó la rompiente de Cottons a sus pies. No había ningún surfista, como ocurría siempre que Nixon estaba alojado allí.

«Supongo que los del Servicio Secreto temen que haya algún surfista asesino —pensó Frank—, aunque sería dificilísimo disparar desde la playa hasta allá arriba.»

Miró hacia el sur y, ¡cómo no!, vio los edificios situados más al oeste de la Sur brillando al sol y se preguntó qué estarían haciendo Joey
el Payaso
y Tony Pro mientras todos los demás estaban de visita en la casa del presidente y se preguntó si se sentirían mal por haber sido excluidos.

Aquello ocurrió durante el verano de 1972, el verano de Richard Nixon. Para el invierno de 1975 todo se había ido al carajo.

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