El invierno de Frankie Machine (19 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

25

Nicky Locicero murió en el otoño de 1974. Su funeral fue digno de lástima: solo los familiares cercanos. No se presentó ningún mafioso, para no dar munición a los federales.

Los federales estaban machacando a la familia de Los Ángeles. Como si el FBI estuviera dentro de las cabezas de los mafiosos, parecía que los fiscales lo supieran todo y las fotocopiadoras de los federales se estropeaban de tanto acribillarlas con acusaciones.

Además, los cargos eran contundentes. Hasta Sherm Simon aconsejó a los mafiosos que se declarasen culpables para obtener una reducción de la pena y así lo hicieron. A Peter Martini le cayeron cuatro años y a Jimmy Regace, que acababa de ser nombrado capo, dos. Dejó como capo en funciones al veterano Paul Drina.

Bap pensaba que lo tendría que haber nombrado a él y estaba muy cabreado.

—Tom es abogado y jamás se ha mojado las manos —dijo Bap a Frank—. ¿Qué otra cosa ha hecho, aparte de ser hermano de Jack? ¿Y lo hacen pasar por encima de mí, después de todo lo que he hecho por ellos?

Allá por la década de 1970, aquel era el estribillo constante de Bap: el mantra «después de todo lo que he hecho por ellos». Por muy justificado que estuviese, no dejaba de resultar tedioso e inútil. La cuestión es que Frank estaba harto de oírlo.

«Llega un momento en la vida de cualquier hombre —pensaba—, la infame crisis de los cuarenta, en el que un tío tiene que enfrentarse a la realidad y aceptar que no va a conseguir más de lo que tiene y que tiene que encontrar la paz y la felicidad en la vida tal cual es.»

La mayoría de los mafiosos lo conseguían, pero Bap no: siempre estaba refunfuñando de lo mucho que lo habían jorobado, de que este o aquel mafioso la había cagado en un negocio, de que había mafiosos que eran «unos inútiles» y que estaba harto de cargar con ellos y de que Los Ángeles nunca lo dejaba sacar una buena tajada del pastel.

«¿De qué pastel? —pensó Frank, después de escuchar aquella letanía por enésima vez—. Si, con la mitad de los mafiosos en chirona y Nueva York y Chicago picoteando los huesos como buitres, prácticamente no queda nada de pastel.»

Por eso, Frank había cogido sus escasos ahorros y se había metido en el negocio del pescado. Ya podía Mike reírse de él todo lo que quisiera y hacer bromas acerca de que Frank olía a caballa —no era cierto porque, primero, Frank se duchaba a conciencia después de trabajar y, segundo, no había caballa en el océano Pacífico—, pero el dinero era limpio y seguro. Y, aunque no se forraba como podías hacerlo con las pirulas cuando todo salía bien, las cosas no salían bien siempre.

Además, no podían esperar ayuda de arriba, porque el tío de la Casa Blanca tenía sus propios problemas y no estaba por la labor de tender la mano a un puñado de gánsteres.

No era buen momento para que todo se fuera al carajo en la Sur y, sin embargo, eso fue lo que pasó.

En junio, en el verano de 1975, Frank recibió una llamada de Bap desde su oficina de la cabina telefónica.

—Mike y tú, moved el culo y venid inmediatamente.

Frank captó el apremio en su voz y le dijo que podían estar en Pacific Beach en media hora.

—No en Pacific Beach —dijo Bap—, sino en la Sur y venid cargados.

Aquello parecía una fortaleza. Mientras conducía hasta el edificio principal, Frank divisó a media docena de mafiosos, todos vestidos de manera informal, como si fueran turistas, pero apostados para controlar las avenidas de acceso, y Frank sabía que, debajo del polo y los pantalones de gabardina o bien metida en bolsas de golf o con las raquetas de tenis, los mafiosos llevaban chatarra en serio.

Frank aparcó en una plaza, delante del piso de Dorner. Bap debió de verlos llegar, porque ya caminaba hacia ellos antes de que Frank apagara el motor.

—Vamos, vamos —dijo Bap mientras abría la portezuela de Frank.

—¿Qué pasa?

—Hoffa está presentando su jugada —dijo Bap— y es posible que quiera ir contra Dorner.

Frank nunca había visto a Bap tan exaltado. Cuando entraron en el piso de Dorner, se dio cuenta del motivo.

El pesado cortinaje cubría la gran ventana de corredera que normalmente dejaba ver el campo de golf. Jimmy Forliano estaba de pie en el extremo del cortinaje, mirando disimuladamente hacia fuera, con una pistolera con una calibre 45 al hombro. Joey Lombardo estaba en la cocina, cogiendo una cerveza de la nevera.

Carmine Antonucci estaba sentado en el sofá, bebiendo sorbitos de café, y a su lado estaba Dorner, mientras un
gin-tonic
sudaba en la mesita de centro con tablero de vidrio que tenía junto a las rodillas. En un sillón frente a ellos estaba Tony Jacks, con aspecto fresco y compuesto; llevaba un traje de hilo blanco y una corbata azul real.

Dorner los miró como si no los hubiera visto nunca, a pesar de que lo habían llevado de aquí para allá desde su avión privado varias docenas de veces, como mínimo. No tenía buen aspecto. Parecía pálido y cansado.

—Hola, tíos —dijo con voz débil.

—Os apretáis más a Dorner que su propio trasero —dijo Tony Jacks— y que no cague, se afeite o se duche ni mire hacia atrás sin ver a uno de vosotros allí. Si le ocurre algo a él, a continuación os ocurre a vosotros también.

El asedio duró tres semanas.

—Vamos —dijo Mike cuando llevaban una semana—, que para ir a los colchones hay lugares peores que la Sur.

«Otra chorrada tomada de
El Padrino
—pensó Frank—. Si antes alguien hubiese dicho en San Diego lo de "ir a los colchones",
[3]
cualquiera habría pensado que se refería a los colchones de aire que se usan en las piscinas.»

Dorner empezaba a sentirse agobiado con tanto encierro.

—Quiero salir —dijo—, jugar un poco al golf, ¡coño!, dar un paseo, que me dé un poco el sol.

Frank sacudió la cabeza:

—Imposible, señor Dorner.

Las órdenes eran estrictas.

—Me siento prisionero en mi propia casa —dijo Dorner.

«No anda muy errado», pensó Frank, que empezaba a preguntarse si estaban protegiendo a Dorner de Hoffa o para él y así se lo manifestó a Bap un día que lo acompañó a la salida del piso.

Bap se lo quedó mirando un buen rato.

—Eres un tío listo, Frankie —dijo Bap—. Vas a llegar lejos.

Bap le explicó que podía ser cualquiera de las dos cosas. Chicago y Detroit estaban decidiéndolo y lo único que podían hacer era esperar.

Básicamente, Tony Jacks luchaba por su muchacho, Hoffa, mientras que los chicos de Chicago estaban a favor de Fitzsimmons y Dorner. Bap apostaba por Fitzsimmons y Dorner, porque eran los que hacían ganar más dinero, pero, por otra parte, los contactos de Hoffa en Detroit eran muchos y poderosos.

Además, Tony Jacks estaba presionando mucho para deshacerse tanto de Dorner como de Fitzsimmons.

—No os acerquéis demasiado al tío —dijo Bap, refiriéndose a Dorner—, porque nunca se sabe lo que podéis tener que hacer, ¿eh?

Conque esas teníamos: estaban protegiendo a Dorner, pero también lo estaban vigilando. No dejaban entrar a nadie, pero tampoco lo dejaban salir a él. Era muy extraño: se sentaban a jugar al
rummy
con él noche tras noche, sabiendo que en cualquier momento les podían dar la orden de cargárselo.

La situación era tensa. Y se puso más tensa aún un día que Mike regresó de un paseíto, llamó a Frank aparte y le susurró:

—Tenemos que hablar.

Estaba acojonado. Mike Pella, que solía ser un témpano, estaba hecho un manojo de nervios.

—Es Bap —dijo Mike.

—¿Qué pasa con Bap? —preguntó Frank con tono amenazante, aunque ya sabía la respuesta.

Tuvo ganas de vomitar.

—Bap ha estado hablando con los federales —dijo Mike—. Lleva un transmisor.

—No —dijo Frank, sacudiendo la cabeza, aunque ya sabía que era verdad.

Tenía sentido. Finalmente Bap había encontrado la manera de hacerse con el liderazgo en Los Ángeles: colaborar con los federales y mandarlos a todos a la cárcel; pero, cuando pusieron como capo a Paul Drina en lugar de a él, decidió que tenía que terminar el trabajo.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Frank en un susurro.

Dorner estaba dormido en su dormitorio, pero Frank no quería correr ningún riesgo de que oyera lo que decían.

—La familia le tendió una trampa —dijo Mike—. Le contaron una chorrada sobre una extorsión pornográfica y los federales aparecieron por ahí.

«Conque ahora —siguió diciendo Mike— Los Ángeles se estará preguntando si todos los hombres de Bap participaban en aquel golpe de la policía.»

—Frank —dijo Mike—, imagínate que estén pensando en escabecharnos a todos.

Ya estaba alucinando y la paranoia bombeaba adrenalina.

—¿Y si Bap nos entregó a nosotros también?

—No lo ha hecho —dijo Frank, sin perder la esperanza.

—No lo sabemos —dijo Mike—. ¿Y si sube al estrado? Podría delatarnos por lo de DeSanto, lo de Star...

—Si lo hubiese hecho —dijo Frank—, ya nos habrían arrestado. Los federales no suelen tardar mucho en procesarte por un asesinato.

No, si aquello era verdad, la estrategia de Bap consistiría en deshacerse de Los Ángeles, entregándolos a los federales, y después, básicamente, poner a su propia gente de San Diego en lugar de los mafiosos de Los Ángeles. Por eso, ni uno solo de los hombres de San Diego había aparecido en las imputaciones generalizadas del verano anterior. Bap siempre había soñado con dirigir California desde San Diego.

—Nosotros seríamos sus dos capitanes —dijo Frank.

—¿De qué coño estás hablando?

Frank le expuso su análisis del plan de Bap y repitió:

—Bap piensa nombrarnos capitanes de su nueva familia. Nos ha mantenido al margen del procesamiento, al margen del papeleo.

—Entonces ¿qué? ¿Estamos en deuda con él?

—Pues sí.

—¡Coño! ¿Es que le debemos la vida, Frankie? —preguntó Mike—. Porque de eso se trata ahora.

Mike tenía razón; aunque Frank no quisiera reconocerlo, Mike tenía toda la razón. Era lo uno o lo otro. O se cargaban a Bap o saltaban a la misma barca con él. Y la barca se estaba hundiendo.

Así eran las cosas. Las tardes en la lujosa celda de Dorner resultaban verdaderamente interminables. Entonces eran tres tíos allí sentados preguntándose si se los iban a cargar y tratando de pensar en otra cosa, observando cómo otros tíos iban con cuentos sobre su jefe.

A finales de julio les llegó la noticia: Jimmy Hoffa había desaparecido.

«Bueno, supongo que Chicago y Detroit ya lo han resuelto», pensó Frank y así aprendió que, cuando se enfrentan los viejos contactos y el dinero, más vale apostar por el dinero.

Dorner lanzó un gran suspiro de alivio y los echó a patadas de su casa. No se marcharon tan contentos. En el piso de Dorner nadie los iba a dejar secos, pero fuera podía ser otra historia. Frank se marchó a su casa y no durmió demasiado tranquilo aquella noche.

Bap telefoneó a las diez de la mañana desde su cabina telefónica y le dijo que fuera enseguida, que tenía que darle una noticia. Frank se reunió con él en el paseo marítimo entarimado de Pacific Beach, donde Bap había instalado su caballete y estaba pintando. El tío estaba radiante.

—Me han nombrado
consigliere
—dijo Bap y el orgullo en su voz era palpable.


Cent'anni
—dijo Frank—. Te lo merecías.

—No es lo mismo que ser capo —dijo Bap—. No es todo lo que quería, pero es un honor importante. Es un reconocimiento, ¿sabes lo que quiero decir?

Frank habría querido echarse a llorar. Tal vez aquel hombre no había querido nunca nada más que una palmadita en la espalda y una palabra de ánimo —no era mucho pedir—, pero Frank sabía lo que quería decir en realidad: era veneno recubierto de caramelo, un somnífero para adormecer a Bap y hacerlo sentir seguro.

Era una condena a muerte. Frank estuvo a punto de decírselo, pero se tragó las palabras.

—Me voy a ocupar de vosotros —dijo Bap, pintando tranquilamente su acuarela espantosa del océano—. No os preocupéis, ni Mike ni tú. Ya me encargaré de que os arreglen bien.

—Gracias, Bap.

—No me lo agradezcas —dijo Bap—. Os lo merecéis.

Marie salió de la casa con dos vasos altos de té frío para ellos. Ya no estaba como un camión, pero seguía estando de buen ver y, por la manera en que miraba a su marido, era evidente que lo adoraba.

—Ya casi acabas la pintura, ¿no? —dijo, mirando por encima del hombro de su esposo—. Es bonita.

«No lo es —pensó Frank—. Solo una esposa enamorada puede decir que lo es.»

La llamada siguiente fue de Mike. Se encontraron en Dog Beach, mirando los
golden retrievers
que jugaban con discos voladores.

—Se ha cerrado el trato —dijo Mike—. Los Ángeles, Chicago y Detroit han dado su conformidad. A Chris Panno le toca San Diego y nosotros quedamos a las órdenes de Chicago, hasta que Los Ángeles se organice.

—Ah, ¿sí? ¿Y eso cuándo será? —preguntó Frank, evitando la verdadera cuestión.

—Tenemos que hacerlo —dijo Mike.

—¡Es nuestro jefe, Mike!

—¡Es un soplón de mierda! —dijo Mike—. Tiene que desaparecer. Si te quieres ir con él, es tu decisión, pero desde ya te digo que no es la mía.

Frank se quedó mirando el mar, pensando que le gustaría subirse a una tabla y salir a remar y, a lo mejor, que le diera una patada en el culo una ola enorme... para quedar limpio.

—Mira, lo haré yo, si eso te hace sentir mejor —se ofreció Mike—, y esta vez tú conduces.

—No —dijo Frank—, lo haré yo.

Aquella tarde fue a su casa, encendió la televisión y vio a Nixon dirigirse hacia un helicóptero, detenerse y saludar con la mano.

Jimmy Forliano quedó con Bap en que le telefoneara aquella noche. Estaba lloviendo y Bap llevaba una cazadora y uno de esos viejos sombreros ligeros de fieltro de ala curva que los mafiosos solían llevar en las películas. Se lo quitó al meterse en la cabina telefónica.

Frank estaba sentado en el coche y lo vio extraer del bolsillo el rollo de monedas de veinticinco centavos y golpearlo contra el anaquel metálico para romper el papel y abrirlo. Después empezó a introducir las monedas en el teléfono. Forliano estaba en Murietta, así que tenía que hacer una llamada de larga distancia.

Frank no lo oyó decir «Soy yo», pero, incluso a través de la lluvia y del cristal, podía verlo mover los labios. Esperó a que Bap estuviera en mitad de la conversación, sin preocuparse de que acabara antes de tiempo. Forliano era un artista para las paridas y, si había algo que supiera hacer, era conversar.

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