La Tentación de Elminster

 

Myth Drannor ya no es más que un montón de ruinas y Elminster acaba de despertar de su letargo. El mundo ha cambiado, y mucho. Su Señora le envía a Azuth, el Señor de los Conjuros, con una misión: el Elegido de Mystra debe realizar diversas tareas para ella, usando la magia sólo como último recurso. Pero la Dama de los Misterios ha decidido que la magia desaparezca del mundo, lo que causa una gran convulsión entre los hechiceros y demás practicantes de este arte.

Ed Greenwood

La Tentación de Elminster

ePUB v1.0

Garland
07.08.11

Para Steve y Jenny Helleiner,

estupendos amigos, gente maravillosa, paladines del juego

y de los jugadores que en él participan.

Que todos vuestros triunfos juntos no tengan lugar

en Otro Mundo

El reino de Galadorna se encuentra al este

de Delthuntle.

A su capital, Nethrar, se la conoce en la

acualidad como Nethra.

Los acontecimientos relatados en la Primera parte

abarcan cinco años, y se inician en el Año

de la Espada Desaparecida (759 por el calendario

del Valle).

Los acontecimientos relatados en la Segunda parte

transcurren durante un período de dieciséis

o diecisiete días en el Año del Despertar del Wyrm

(767 por el calendario del Valle).

Prólogo

Existe una época en la historia sobre el poderoso Mago Anciano del Valle de las Sombras que algunos sabios denominan «los años en que Elminster yacía muerto». Yo no estaba allí y no vi ningún cadáver, de modo que prefiero llamarlos «los Años Silenciosos». Se me ha difamado y ridiculizado, tildándome de ser la peor clase de idiota fantasioso debido a esa actitud pero mis críticos y yo coincidimos en una cosa: lo que fuera que Elminster hizo durante aquellos años, todo lo que sabemos sobre ello es... nada en absoluto.

Antarn el Sabio

Historia de los grandes archimagos de Faerûn,

publicado aproximadamente el Año del Báculo

La espada descendió centelleante y mortífera, y el arbusto de roszel emitió un sonoro chasquido mientras el templado acero se abría paso a través de él. Las ramas cubiertas de espinas cayeron con secos crujidos, un pie enfundado en una bota resbaló, y se escuchó un fuerte estrépito, seguido por un tenso silencio, al tiempo que tres aventureros contenían a una la respiración.

—Amandarn... —llamó uno de ellos cuando ya no pudo permanecer en silencio por más tiempo; la femenina voz estaba llena de temor—. ¡Amandarn!

Los muros de las ruinas le devolvieron el eco del nombre; muros que parecían estar vigilantes... y a la espera.

Los tres se abrieron paso por entre los cascotes sueltos, las armas listas, los ojos moviéndose de un lado al otro veloces en busca de la reveladora cinta oscura de una serpiente.

—Amandarn... —La llamada se repitió en un tono más bajo y trémulo, pues podía haber una trampa en cualquier parte, o un animal al acecho, y...

—¡Los dioses maldigan estas piedras y espinos... y también a los chiflados constructores netheritas! —gruñó una voz más exasperada que doliente desde algún punto situado al frente, un punto desde el que surgía algo amortiguada y donde el terreno se sumía en las tinieblas.

—¡Sin mencionar a los aun más chiflados ladrones! —tronó a modo de respuesta la mujer que había llamado con tanta ansiedad; su voz sonaba ahora aliviada.

—Redistribuidores de riqueza, Nuressa, por favor —respondió Amandarn en tono ofendido, y sus manos arañaron la tierra provocando un gran revuelo y entrechocar de piedras—. El término «ladrón» resulta una palabra vulgar y restrictiva.

—¿Lo mismo que la palabra «idiota»? —inquirió con aspereza una tercera voz—. ¿O «héroe»? —Su brusquedad intentaba dar un tono hosco a toneladas de terciopelo líquido.

—Iyriklaunavan —dijo Nuressa con severidad—, ya hemos hablado sobre esto, ¿no es así? Los insultos y los comentarios provocativos hay que guardarlos para cuando estemos descansando junto al fuego, en la seguridad del hogar, no en la tumba de un peligroso hechicero repleta de desconocidos conjuros netheritas y rodeada de espectros guardianes encolerizados.

—Me ha parecido oír algo raro —añadió con una risita una cuarta voz, ronca y profunda—. Si queréis mi opinión, actualmente los espectros resultan mucho más ruidosos cuando se enojan que en tiempos de mi padre.

—Humm —replicó Nuressa, irónica, introduciendo en la oscuridad un brazo largo, bronceado y musculoso para alzar a Amandarn, que seguía luchando por salir. La punta de la gigantesca espada de combate que sujetaba en la otra mano se mantuvo firme y en posición en todo momento—. Según he oído —añadió mientras tiraba del redistribuidor de riqueza y lo hacía volar por el aire como un morral vacío—, los enanos demasiado despabilados también mueren con mucha facilidad.

—¿Dónde oyes esas cosas? —inquirió Iyriklaunavan alegremente, con fingida envidia—. Tengo que ir a tomar unas copas allí.

—Iyrik —refunfuñó ella a modo de advertencia, al tiempo que depositaba al ladrón en el suelo.

—Escuchad —observó Amandarn lleno de excitación, en tanto que agitaba una mano enguantada para pedir silencio—. ¡Me gusta cómo suena! Podríamos llamarnos... ¡El enano demasiado despabilado!

—Podríamos —repuso Nuressa con expresión asesina y, apoyando la espada sobre el suelo, cruzó los antebrazos sobre los gavilanes.

Saltaba a la vista que cualquier cosa que acechara en esta cripta —o mausoleo, o lo que fuera que se abría oscuro y amenazador justo frente a ellos— ya no dormía ni se encontraba desprevenida. Ya no era necesario darse prisa, y la posibilidad de actuar con sigilo había desaparecido por completo. La musculosa guerrera echó una ojeada al sol, para calcular cuánto tiempo de luz les quedaba. La armadura le producía un calor terrible... realmente terrible, por primera vez desde la última cosecha.

Era un día inesperadamente caluroso del mes de Mirtul, del año de la Espada Desaparecida, y los cuatro aventureros que gateaban en el mar de escombros y cascotes de piedra sudaban bajo la compartida y espesa capa de polvo.

El más bajo y corpulento de ellos se echó a reír divertido y anunció con su voz ronca y estridente:

—No puedo eludir mi deber innato de ser el enano... así que eso os deja a vosotros tres la parte del «demasiado despabilado». Incluso siendo tres, no juraría ante los dioses que vuestro ingenio llegue a...

—Ya es suficiente —intervino el elfo situado a su lado, en un tono tan áspero como el de un enano—. De todos modos, no es un nombre que me guste. No quiero un nombre cómico. ¿Cómo podemos enorgullecemos de...?

—Pavonearnos, quieres decir —murmuró el enano.

—¿... una bufonada de la que sin duda estaremos más que hartos al cabo de un mes, como mucho? ¿Por qué no usar algo exótico? Algo... —Agitó la mano como instando a la inspiración a brotar; lo que ésta, muy servicial, así hizo casi al instante—. Algo como la Rosa de Acero.

La propuesta se meditó en silencio unos momentos, lo que Iyriklaunavan casi consideró una victoria, antes de que Folossan volviera a reír divertido y preguntara:

—¿Quieres que forje algunas flores para que las llevemos puestas? ¿Hebillas de cinturón? ¿Braguetas?

Amandarn dejó de frotarse las magulladuras el tiempo necesario para preguntar en tono cáustico:

—¿Es que tienes que hacer broma de todo, Lossum? Me gusta el nombre.

La mujer que se alzaba por encima de todos ellos cubierta con su ennegrecida armadura intervino entonces para decir despacio:

—Pues a mí no sé si me gusta, sir Ladrón. Me llamaban algo parecido cuando era una esclava, merced a los azotes que me acarreaba mi desobediencia. Una «rosa de acero» es un verdugón producido por un látigo con púas de acero.

—¿Lo convierte eso en un mal nombre para un grupo de intrépidos y bravucones aventureros? —inquirió el chistoso enano con un encogimiento de hombros.

Amandarn lanzó un bufido ante aquella descripción.

Nuressa apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea que los otros habían aprendido a respetar.

—A un negrero que provoca rosas de acero se lo considera descuidado con el látigo o incapaz de controlarse. Esa clase de marcas reduce el valor de un esclavo. Los buenos traficantes poseen otros medios para provocar dolor sin dejar marcas, y de este modo nos señalarás como descuidados e incapaces de controlarnos.

—En ese caso, aun me parece más apropiado —manifestó el enano a la columna de piedra más próxima, de la que se apartó de un salto con un ahogado juramento cuando ésta se resquebrajó y un enorme pedazo de piedra se desplomó en dirección a él, para ir a estrellarse en el suelo en medio de un repentino remolino de armas desenvainadas nerviosamente.

Una nube de polvo se alzó en medio del silencio, pero nada más se movió; tras lo que pareció largo rato, Nuressa bajó la espada y masculló:

—Ya hemos perdido demasiado tiempo en otra discusión estúpida sobre qué nombre darnos. Hablemos de ello más tarde. Amandarn, intentabas encontrar un lugar seguro por el que pudiéramos penetrar en esa...

—Tumba que nos aguarda —murmuró Folossan con suavidad, sonriendo avergonzado bajo el repentino peso de tres miradas sombrías y enojadas.

Casi en silencio el ladrón empezó a avanzar, las manos extendidas para mantener el equilibrio, las botas de blanda suela agarrándose a las piedras sueltas. Unos doce pasos más allá se veía una abertura oscura y amplia en el lateral de una enorme aguja rota de piedra que en el pasado había sido el centro de un magnífico palacio, pero que ahora se alzaba como una choza desolada y olvidada entre columnas inclinadas y montones de escombros rodeados de helechos.

Iyriklaunavan dio unos pasos al frente para observar mejor el lento y cuidadoso avance de Amandarn. El delgado y menudo ladrón, que parecía un niño por su tamaño, se detuvo frente a las desmoronadas paredes para observar con cautela al frente, y el elfo de la túnica color castaño musitó:

—Tengo un mal presentimiento sobre este...

—Tú tienes malos presentimientos sobre todo, oh tú, el más ceñudo de los elfos —interpuso Folossan agitando una mano con indiferencia.

Nuressa los hizo callar a ambos con un empujón al tiempo que Amandarn rompía de repente su inmovilidad, para deslizarse al frente y desaparecer de su vista.

Aguardaron. Y siguieron aguardando. Iyriklaunavan carraspeó tan silenciosamente como le fue posible, pero el sonido de su garganta siguió pareciéndole asombrosamente fuerte incluso a él. Una quietud sobrenatural y al acecho parecía flotar sobre las ruinas. Un pájaro atravesó el lejano cielo sin un grito, y el movimiento de sus alas parecía medir un tiempo que se había tornado demasiado largo.

Algo le había sucedido a Amandarn.

¿Una muerte muy silenciosa? No habían oído nada... y, a medida que transcurrían los tensos segundos, siguieron sin escuchar nada.

Nuressa empezó a andar despacio en dirección al agujero por el que había penetrado Amandarn, triturando con sus botas las piedrecillas sueltas en los mismos lugares por los que el ladrón había pasado sin producir más ruido que el de una hoja al caer. Se encogió de hombros y alzó la espada de combate con ambas manos; el sigilo no era lo suyo.

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