La Tentación de Elminster (6 page)

Elminster se sonrojó y pasó el dedo alrededor del borde de su copa. Los demonios arañaban el aire a lo lejos cuando bajó la mirada —desconcertado como no lo habría estado en otro momento— y descubrió que el recipiente volvía a estar lleno de vino después de que él lo había vaciado de un trago.

Azuth lo contempló sonriente y dijo con suavidad:

—Ahora te gustaría oír mucho más sobre lo que la Dama de los Misterios siente por ti, y no te atreves a preguntar. Por otra parte, también te mueres por averiguar más cosas sobre la naturaleza de los Magisters, pero te has quedado mudo por temor a desviarme de las maravillas que podría revelarte si me dejas hablar sin interrupciones. Por lo cual tu mente está como fragmentada y no recordarás gran cosa de lo que te cuente a continuación... a menos que te tranquilice.

Elminster sintió a la vez deseos de reír, de llorar tal vez, y de buscar como fuera las palabras oportunas. Finalmente, consiguió asentir casi con desesperación, y Azuth volvió a reír divertido. A su espalda, el aire se encendió con una repentina llamarada verde surgida de la nada, y de su centro bulleron dos criaturas del abismo, que extendieron sus poderosas y vigorosas extremidades de garras afiladas para asir al Señor de los Conjuros; extremidades que quedaron envueltas en llamas en menos tiempo del que tardó el joven mago en lanzar una ahogada advertencia antes de chocar con una fuerza invisible que las hizo desaparecer, convirtiendo carne y entrañas en una negra humareda. Los alaridos fueron increíbles, pero la suave voz afable de Azuth se abrió paso entre ellos como la luz de una linterna penetra la oscuridad.

—Mystra te ama como a nadie —dijo el dios al mago—, pero ama a muchos, incluido yo mismo y otros que ninguno de nosotros conoce, a algunos de un modo que te sorprendería o incluso te repugnaría. Date por satisfecho con saber que entre todos los que comparten su amor, tú eres el espíritu vivaz y juvenil que adora, y yo el anciano y sabio maestro. Ninguno es mejor que el otro, y nos necesita a todos. Que los celos de otros Elegidos, de otros magos de cualquier raza, condición o apariencia, no contaminen jamás tu espíritu.

La copa de Elminster volvía a estar llena. El mago asintió por entre sus volutas de humo para indicar al dios que comprendía, al mismo tiempo que una veintena de diabólicas criaturas aladas intentaban atravesar a su compañero con lanzas llameantes... y el aire, con una silenciosa carencia de alharacas, devoraba tanto las armas como el fuego.

Una de las diablesas de piel oscura erró demasiado cerca de Azuth en su audacia y, en un confuso instante, perdió un ala en el voraz vacío. Entre alaridos y sollozos, la mujer giró sobre sí misma, y cayó en picado al suelo, para hallar una muerte que le llegó más veloz que el suelo que le aguardaba abajo, pues otras erinyes, los ojos inyectados en sangre, se abalanzaron sobre ella y la atravesaron con sus lanzas. Empalada, la destrozada criatura se quedó tiesa, lanzó chorros de sangre en todas las direcciones, y se desplomó como una roca.

El dios siguió hablando con toda serenidad, sin prestar la menor atención a todo esto.

—Los Magisters son hechiceros que obtienen un grado de reconocimiento especial a los ojos de Mystra, en forma de poderes, claro está, que es el modo en que nosotros los lanzadores de hechizos medimos las cosas, por ser los «mejores» de sus adoradores mortales en lo referente a poder mágico. La mayoría de ellos obtienen el título derrotando al Magister oficial y lo pierden del mismo modo... un proceso que a menudo resulta fatal.

Mientras los cornugones y demonios del abismo revoloteaban enfurecidos alrededor del cerro, contemplando cómo sus hechizos arañaban inútilmente la barrera invisible del dios, Azuth tomó un sorbo de su copa y prosiguió:

—Nuestra Señora y yo estamos ocupados en estos momentos en cambiar la naturaleza del Magister, aunque no demasiado, para conseguir que se dediquen menos a asesinar rivales y más a la creación de nuevos hechizos y de modos de usar la magia. Sólo un hechicero ocupa el puesto de Magister cada vez y, sirviéndose a sí mismos, ayudan a que la magia prolifere y se desarrolle... y no existe mejor modo de servir a Mystra. El propósito de su clero es más ordenar e instruir, de modo que los novicios del Arte no se destruyan a sí mismos ni a Toril mil veces antes de haber conseguido dominar los rudimentos de la magia... Pero, si no tuvieran esta tarea, los sacerdotes de Mystra dedicarían su talento más hacia lo que ahora dejamos en manos del Magister.

»Tú sirves a Mystra de un modo distinto —dijo Azuth inclinándose al frente, para hablar por entre las llamas de la hoguera, que ahora habían adquirido mayor luminosidad—. Ella te observa y aprende el lado humano de la magia en todos sus matices a partir de tus experiencias y de las acciones de aquellos con los que te encuentras, tanto si son amigos como enemigos. Sin embargo, ha llegado el momento de que cambies y crezcas, para servirla como necesitará que hagas en los siglos venideros.

—¿Siglos? —murmuró Elminster y descubrió de improviso que necesitaba el contenido de su copa con cierta premura—. ¿Me observa?

—Tus indiscreciones con atractivas damas y todo lo demás —repuso sonriente el otro—. No pienses en eso... Ella necesita la diversión que le proporcionas al «ser tú mismo», más de lo que necesita que alguien actúe para impresionarla. Ahora presta atención a mis palabras, Elminster Aumar. Vas a aprender y a madurar mediante el empleo de tan poca magia como sea posible durante el año próximo. Utiliza la que sea necesaria y nada más.

Elminster barbotó sobre su copa, abrió la boca para protestar... y se encontró con la mirada afable, comprensiva, casi burlona de Azuth. Aspiró con fuerza, sonrió, y se recostó sin decir nada. El dios sonrió y añadió:

—Además, no establecerás ningún contacto deliberado con tu proyecto preferido, los Arpistas, hasta que Mystra te indique lo contrario. Deben aprender a trabajar y pensar por sí mismos, en lugar de mirar por encima del hombro en busca de la alabanza y la guía de Elminster.

—Duras lecciones sobre independencia y seguridad en uno mismo para todos, ¿verdad? —aventuró el mago, a quien llegó el turno ahora de sonreír pesaroso.

—Exactamente —asintió el Señor de los Conjuros—. En cuanto a mí, me dedicaré durante un tiempo a aprender a guiar y ayudar a los magos de todo Toril sin poder invocar a Mystra.

—¿Ella... se va a ir? —El tono de El dejaba muy claro que no creía que una diosa pudiera prescindir de todo contacto con su mundo, sus adoradores y su trabajo.

—Debe enfrentarse a una tarea inevitable —respondió Azuth, y su sonrisa se intensificó—, una tarea que no se atreve a posponer durante más tiempo; contingencias que deben resolverse y ordenarse, por el bien y la estabilidad del Tejido. Es posible que ninguno de nosotros sepa nada de ella ni contemple ninguna manifestación de su presencia o poderes durante algún tiempo.

—¿No se atreve? ¿Acaso Mystra sirve a la voluntad de algo superior, o acaso habláis de lo que el Tejido precisa?

—Debido a su propia naturaleza, el Tejido plantea exigencias constantes sobre aquellos que están en armonía con él y sienten auténtica preocupación por él... y por la naturaleza de toda la vida y estabilidad de este mundo que domina. Es una delicia y un arte, y también tiene algo de juego prever las necesidades del Tejido, ocuparse de ellas, y convertir al Tejido en algo más noble de lo que era cuando se encontró.

—No creo que hayáis revelado exactamente la naturaleza de la «tarea inevitable» de la Señora, o a quién sirve y obedece, si es que lo hace —observó el joven mago con una sonrisa irónica.

—No, no creo que lo haya hecho —repuso Azuth con suavidad, y su propia sonrisa se ensanchó; el alborozo danzó en su mirada mientras se llevaba la copa a los labios.

Elminster descubrió que se hundía despacio y que algo lo ponía en pie hasta depositarlo de nuevo en el pedregoso suelo en un aterrizaje tan suave como el de una pluma descendiendo sobre terciopelo. En una ocasión, hacía mucho tiempo, en Hastarl, el joven ladrón Elminster había pasado varios minutos observando cómo un pedazo de pluma de paloma flotaba desde lo alto hasta posarse en un almohadón, con suprema lentitud, y todavía consideraba aquellos minutos bien empleados.

También Azuth estaba de pie ahora, los pies descalzos pisando sobre un centímetro más o menos de aire. Al parecer la conversación había tocado a su fin, pues, aunque ni siquiera había dedicado una mirada a los enfurecidos demonios, éstos se vieron de repente lanzados en todas las direcciones, envueltos en llamas blancas, y sus cuerpos se fueron empequeñeciendo en forzado silencio mientras se alejaban. Por lo visto, el asedio al cerro había finalizado.

El Sumo Señor no dio la impresión de adelantarse, pero de improviso apareció más cerca de Elminster.

—Tal vez no respondamos, pero invócanos. No esperes vernos, pero ten fe. Nosotros sí te vemos.

Le tendió una mano; perplejo, el mago extendió la suya.

La mano del dios tenía el mismo tacto que la de un humano: cálido y sólido, apretando con firmeza.

Casi de inmediato, Elminster lanzó un rugido... o lo intentó; le habían extraído todo el aire de los pulmones, y un fuego plateado le recorría todo el cuerpo, entremezclado con un rayo de un azul profundo particularmente brillante que sin duda era la esencia misma de Azuth o su firma. El se dio perfecta cuenta de ello mientras chorros de fuego salían disparados de su nariz, boca y orejas.

Recorría todo su ser, quemándolo todo a su paso, y haciendo que se retorciera víctima de insoportable dolor a medida que los órganos se consumían, la sangre se evaporaba, y la carne bullía de tal modo que la piel se convertía en una inmensa ampolla reventada. Con los ojos anegados en lágrimas, Elminster vio cómo Azuth se convertía en un huso vertical de fuego, un huso que de todos modos parecía observarlo con atención mientras se acercaba a él a toda velocidad y, no obstante la carencia de cualquier clase de boca que El pudiera distinguir, murmuraba: «El fuego limpia y cura. Despierta fortalecido, tú el más magnífico de los nombres».

El huso giró más cerca, hasta tocar la aureola de fuego mágico que envolvía a Elminster, alimentada por surtidores plateados que seguían brotando del joven... y el mundo saltó de repente por los aires en medio de un gutural rugido, haciendo girar a Elminster en un remolino de éxtasis y devastación total, desgarrado en oscuras gotitas que se proyectaron al interior de un serpenteante río de oro, un oro demasiado brillante para resistir su contemplación, pues desbancaba en fulgor al mismísimo sol.

El último príncipe de Athalantar yacía tumbado sobre las rocas, sin sentido, mientras el fuego rugía a su alrededor y dos copas flotaban a poca distancia, en tanto que un huso se movía despacio entre ellas. Las llamas tocaron la copa que Elminster había sostenido, y ésta dio un leve salto y se desvaneció en medio de la conflagración, para luego escupir gruesas chispas doradas.

Acto seguido el huso de fuego tocó las llamas que se agolpaban alrededor de Elminster, que se precipitaron a su interior, y la reforzada e inmensa columna flamígera que era Azuth se desplomó con un tremendo fragor que sacudió todo el cerro de Halidae, y se deslizó sobre Elminster —que se estremeció, pero sin despertarse— antes de volver a reagruparse. Con sinuosa elegancia y repentino ritmo pausado, las llamas volvieron a alzarse en forma de columna y ascendieron por el borde de la flotante copa de Azuth hasta alcanzar el humeante vino. Las rugientes llamaradas fueron penetrando en su interior poco a poco, hasta sumergirse en el líquido.

Al final, todo lo que quedó fue esa copa, con restos de vino derramándose por el rebosante borde como humo azotado por la brisa.

Fue lo primero que Elminster vio —y bebió— a la mañana siguiente.

La copa se esfumó en el aire mientras tomaba su último trago, sin dejar rastro. El mago dirigió una sonrisa al lugar donde ésta había estado, se incorporó, y abandonó el cerro más animado y con un cuerpo que volvía a sentirse joven y renovado. Se detuvo ante el primer estanque de aguas claras que encontró para contemplar su reflejo y asegurarse de que era el suyo. Lo era, nariz aguileña incluida. Dedicó una mueca a su reflejo, y éste le devolvió la expresión correspondiente. Gracias, Mystra.

2
El destino cabalga sobre un caballo tordo

Y en aquellos tiempos en que Mystra no se manifestaba, y se permitió que la magia se desarrollara como a este o aquel mago les pareciera mejor o sus poderes les permitieran, se dejó solo en el mundo al Elegido llamado Elminster; para que el mundo le enseñara humildad, y otras muchas cosas además.

Antarn el Sabio

Historia de los grandes archimagos de Faerun,

publicado aproximadamente el Año del Báculo

Cuando el frío reinaba por las mañanas, las neblinas flotaban espesas a ras de suelo entre los árboles. Por otra parte, eran muy pocos los habitantes del Starn que se aventuraban jamás tan al interior del bosque del Fantasma Aullador, de modo que la recolección era abundante; además Immeira nunca se había tropezado con ningún fantasma aullador, y en estos momentos tenía ya el saco medio lleno de nueces, bayas y hojas de alphran. Las cariciaslunares no tardarían en florecer a puñados entre los árboles, seguidas de las cabezas de violín y las piñas doradas... y pensar que algunos —incluso algunos starneitas— afirmaban que tan sólo un cazador capaz de abatir un venado cada diez días podía vivir de los bosques.

Immeira se frotó pensativa un punto de la mejilla que le escocía, y volvió la mirada hacia el lugar donde los árboles eran más escasos. Más allá de los campos situados detrás de ellos, abajo en el valle donde la carretera de Gar atravesaba el Larrauden, se alzaba el Starn de Buckralam.

«Cuarenta cabañas llenas de viejas entrometidas que se pasan el día tejiendo capas mientras sus ovejas vagan desatendidas», era el modo en que el bardo Talost lo había descrito en una ocasión, y los starneitas de más edad seguían enojados por aquellas frases y eran muy capaces de proporcionar en el acto unos cuantos infortunios nuevos y mucho más retorcidos y pintorescos de lo que los dioses podrían —y querrían— dejar caer sobre el excesivamente crítico bardo. No obstante, y por lo que Immeira sabía, Talost no se había equivocado demasiado, si bien la muchacha ya había averiguado, y de sobra, que la verdad no era precisamente algo a lo que se diera demasiado valor en el Starn.

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