Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Retrocedió pesadamente por el salón de banquetes, asestando mandobles del revés a su espalda un par de veces mientras andaba, y subió la escalera donde Tarthane yacía hecho un ovillo y el tapiz se ondulaba lenta y cansinamente.
—Llander... —llamó, esperando no recibir una estocada en pleno rostro—. ¡Llander!
Escuchó un sonido apagado a su espalda y lanzó una furiosa estocada, golpeando con tanta energía que el acero resonó en el muro de piedra con entumecedora fuerza, y dejó tras de sí unos cuantos fragmentos de tintineante metal.
Fue recompensado con una exclamación ahogada. Al volverse para ver de quién se trataba, el Zorro de Hierro no se encontró con un hombre de nariz aguileña ni un cadáver ensangrentado sino con una jovencita a la que había visto una o dos veces por el Starn. Se encontraba en la escalera, fuera del alcance de la punta de su espada, a tres peldaños de distancia, y lucía una expresión muy severa, con una mano sobre la garganta. Mientras el bandido la miraba, sorprendido aún de ver a esta moza allí, en su torre cerrada y atrancada, ella deslizó su mano despacio y con toda deliberación hacia abajo, y abrió la parte delantera de su vestido al hacerlo.
El forajido siguió el movimiento con los ojos hasta que la alabarda que se estrelló desde lo alto contra sus tobillos lo lanzó rodando por la escalera. Aulló un juramento al tiempo que blandía su arma de un lado a otro para rechazar este último ataque, y se encontró otra vez cara a cara con el sonriente desconocido de la nariz aguileña. Una fina daga empuñada por una mano delgada pero firme se hundió en el ojo derecho del Zorro de Hierro, y Faerun se arremolinó a su alrededor antes de desaparecer para siempre.
Con respiración jadeante, Immeira se alejó de un salto de la enorme armadura que contenía aquel cuerpo inerte y dejó que tintineara y resbalara unos peldaños más.
La joven apartó entonces la mirada con rapidez y la alzó hacia el hombre que le sonreía desde lo alto.
—Wanlorn —gimoteó ella, y descubrió que temblaba... instantes antes de echarse a llorar—. Wanlorn, ¡lo hemos conseguido!
—No, muchacha —dijo él con voz tranquilizadora, estirando los brazos para estrecharla contra su pecho—. Sólo hemos llevado a cabo la parte más fácil. Ahora empieza la auténtica y ardua tarea. Hemos eliminado unas cuantas ratas, eso es todo. Todavía hay que poner en orden la casa que infestaron.
Arrancó la daga empapada y sucia de las manos de la joven y la arrojó lejos; la muchacha la escuchó repiquetear en las baldosas del suelo.
—El reino del Zorro de Hierro ha sido destruido, pero hay que revivir el Starn de Buckralam.
—¿Cómo? —gimió ella aferrada a su pecho—. Guíame. Dijiste que no te quedarías...
—No puedo, muchacha; no más de una estación. Sería mucho mejor para ti que me marchara esta noche.
Los brazos de la joven se cerraron a su alrededor como una prensa.
—¡No!
—Tranquilízate, muchacha —siguió él—. Me quedaré el tiempo suficiente para ver cómo llevas al anciano Rarendon, y a aquellos huérfanos y granjeros en los que puedas confiar para que te hagan de escolta en la carretera, hasta la colina Saern. Te escribiré una nota para que la entregues a un hombre que hay allí, un criador de caballos llamando Nantlin; pregúntale si su arpa suena con la misma melodiosidad de siempre, y sabrá de quién proviene en realidad la nota. Él traerá gentes a vivir aquí, mujeres y hombres de honor y espadas siempre a punto para hacer respetar las leyes que todos los starneitas aprueben, y conseguir así que el Starn vuelva a ser fuerte. Sin embargo, pesa una maldición sobre mí, muchacha. Debo marcharme de aquí antes de que él o alguno de los suyos llegue al valle.
Immeira alzó la mirada hacia él, el rostro empapado en lágrimas, y distinguió con toda claridad la pena que se reflejaba en sus ojos y labios apretados mientras alargaba dos tímidos dedos para recorrer con ellos la línea de su barbilla.
—¡Me dirás tu auténtico nombre antes de partir?
—Immeira —repuso él, solemne—, te aseguro que lo haré.
—Muy bien —dijo ella casi con ferocidad, pasándole los brazos por el cuello—, porque no pienso entregarme a alguien sin nombre.
Una sonrisa que no pertenecía a Immeira flotó en sus sueños y provocó que Elminster despertara de repente, bañado en un sudor frío.
—Mystra —musitó a la oscuridad, la mirada fija en el agrietado techo de piedra del mejor dormitorio de la Torre del Zorro—. Señora, ¿os he complacido por fin?
No encontró más que silencio; pero, en medio de éste, una repentina llamarada hizo su aparición y recorrió el techo, en el que formó unas letras que decían: «Sirve a Dasumia».
Desaparecieron casi de inmediato, y Elminster parpadeó en la oscuridad. Se sintió muy solo... hasta que escuchó el ahogado susurro junto a su garganta.
—Elminster, ¿qué fue eso? —inquirió Immeira, con voz sorprendida y asustada—. ¿Sirves a los dioses?
Él mago levantó la mano para acariciar el rostro de la joven, sintiéndose de repente al borde de las lágrimas.
—Todos lo hacemos, muchacha —contestó con voz ronca—. Todos lo hacemos, aunque no nos demos cuenta.
Si existe algún lugar en los Reinos donde humanos, dragones, orcos y elfos puedan sentarse en paz, es sin duda en un fabuloso banquete. El truco consiste en impedir que se merienden unos a otros.
Selbryn el Sabio
Consideraciones desde una torre solitaria en Athkatla
Año de la Lombriz.
—Y exactamente ¿quién eres tú? —preguntó el más bajo y vocinglero de los tres guardas de la entrada con engañosa afabilidad.
El hombre de nariz ganchuda y pulcra barba al que contemplaba con frialdad —que permanecía de pie bajo la copiosa lluvia primaveral, a pie y con las botas llenas de barro, aunque de un modo u otro seco por encima de la parte superior de sus botas, altas y desgastadas— devolvió la brillante y falsa sonrisa del centinela y respondió:
—Un hombre a quien lord Esbre lamentará mucho no haber sentado a su mesa, si me expulsáis de aquí.
—Un hombre que posee magia y se considera lo bastante listo para evitar tener que dar su nombre —manifestó categórico el capitán de la guardia, cruzando los brazos sobre el pecho de modo que los dedos de una mano se posaron sobre la daga de mango largo envainada en el lado derecho de su cinturón, y los dedos de la otra podían acariciar la maza que descansaba en una abrazadera que pendía del lado izquierdo. Los otros dos guardas también dejaron caer las manos como si tal cosa sobre las empuñaduras de sus armas.
El hombre de pie bajo la lluvia sonrió tranquilamente y añadió:
—Mi nombre es Wanlorn, y Athalantar mi país.
—Nunca oí hablar de ese lugar —bufó el capitán—, y uno de cada tres bandidos se llama a sí mismo Wanlorn.
—Estupendo —repuso el hombre alegremente—, entonces todo está solucionado.
Avanzó con tan tranquila seguridad, que se encontraba ya entre los guardas antes de que dos fuertes empellones —de guanteletes llegados desde diferentes direcciones— lo detuvieran bruscamente.
—¿Adonde crees que vas? —rugió el capitán, extendiendo la mano para añadir su propio empujón al recibimiento dado a Wanlorn.
El hombre barbudo sonrió ampliamente, agarró aquella mano, y la sacudió según el saludo propio de un guerrero.
—Adentro a ver a lord Esbre Felmorel —respondió—, y a tener una conversación privada con él, mi buen muchacho, en tanto disfruto de uno de sus fantásticos banquetes. Podéis anunciarme.
—Y también —siseó el capitán, inclinándose al frente para dirigir una mirada furiosa al extranjero nariz contra nariz— puedo no hacerlo. —Unos ojos verdes que echaban chispas se clavaron durante un buen rato en otros azul-gris que lo contemplaban divertidos, y enseguida el capitán añadió con sequedad—: Vete. Desaparece de mi puerta, o te ensartaré. No permito que bandidos groseros o mendigos de lengua afilada...
El hombre barbudo sonrió y se inclinó al frente para depositar un sonoro beso en la amenazadora boca del guarda.
—Sois tan impresionante como dijeron que seríais —manifestó el desconocido casi con cariño—. El viejo Glavyn es una furia cuando está enojado, dijeron. Haced que escupa y ruja, y salid corriendo de su puesto de guardia. Ya veréis: ¡es todo un pequeño dragón!
Uno de los otros guardas lanzó una risita disimulada, y el capitán de la guardia Glavyn dejó de contemplar con aturdido parpadeo al desconocido para girar en redondo con un gruñido y clavar la mirada en un adversario más familiar.
—¿Hay algo que te resulte divertido, Feiryn?, ¿algo que confunde de tal modo tu virilidad y preparación que te ves obligado a abandonar a tus superiores y compañeros ante el peligro mientras te entregas a una exhibición de hilaridad totalmente inapropiada e insultantemente degradante?
El centinela palideció, y un Glavyn satisfecho volvió a girar en redondo para dedicar al desconocido de la nariz ganchuda una mirada que prometía una muerte pronta y segura.
—En cuanto a ti, buen hombre, si alguna vez te atreves a... a profanar mi persona otra vez, mi espada será veloz y firme en mi mano, y ¡ni todos los dioses de este mundo ni del siguiente serán suficientes para salvarte!
—Ah, Glavyn, Glavyn —dijo el desconocido en tono admirativo—, ¡qué verborrea! ¡Qué estilo! Espléndidas palabras, pronunciadas de un modo conmovedor. Se lo contaré a Esbr... al lord, cuando me siente a cenar con él. —Dio una palmada al capitán en el hombro y pasó junto a él al mismo tiempo.
El hombre se enfureció y agarró sus armas o, más bien, intentó agarrarlas, pues, por mucho que se esforzó y lo intentó, no consiguió mover ni la maza ni la daga, ni tampoco descruzar los brazos para coger la espada corta sujeta a su espalda o la otra daga situada junto a ella. Le era imposible mover los brazos. Glavyn aspiró con fuerza para prorrumpir en lo que habría sido un alarido soez e incoherente, de no ser por que...
—Señores, ¿qué es este alboroto?
La suave y musical voz de lady Nasmaerae atajó la inspiración de aire de Glavyn y la reciente alarma de sus compañeros de guardia, como si fuera el filo de una espada atravesando un trozo de seda. Los cuatro hombres se movieron en silencio para colocarse donde mejor pudieran contemplar a la recién llegada.
Era delgada, e iba ataviada con un vestido verde cuyas ceñidas y puntiagudas mangas ocultaban casi sus dedos aunque dejaban al descubierto los cimbreantes hombros. Un peto de delicada plata repujada captó los destellos del atardecer, incluso por entre la lluvia y la bruma, cuando se volvió ligeramente en la oscuridad y realizó algún conjuro menor que hizo que el candelabro que sostenía se encendiera de improviso.
Bajo su luz saltarina, ojos que eran como negros estanques se tornaron mayores aun y de color añil, añil con motas doradas. La boca y los modales de lady Nasmaerae parecían todo ello casta inocencia, pero aquellos ojos prometían antigua sabiduría, misteriosa sensualidad, y una avidez latente.
Una sonrisa apareció tras aquellos ojos mientras medía el efecto que había producido sobre los hombres de la entrada, y la mujer añadió casi con indiferencia:
—¿Quiénes somos nosotros, en una noche como ésta, para dejar a un viajero solitario de pie bajo la lluvia? Entrad señor, y sed bienvenido. El castillo Felmorel os abre sus puertas.
—Señora —repuso el extraño de nariz ganchuda, dedicándole una inclinación de cabeza y una sonrisa—, me hacéis un gran honor con vuestra generosidad para con un desconocido, con vuestra actitud confiada y afectuosa que los guardas de vuestras puertas harían bien en emular. Wanlorn de Athalantar es mi nombre, y acepto vuestra hospitalidad, jurando sin reservas que no abrigo malas intenciones ni para con vos ni con nadie de los habitantes del lugar, ni tampoco para con ningún proyecto o bien de los Felmorel. Las gentes de la región me hablaron sin reparos de vuestra belleza, pero ahora veo que sus palabras no eran más que mediocridades comparadas con la conmovedora y sublime visión que sois.
En el rostro de Nasmaerae aparecieron unos hoyuelos, y, sin perder su divertida sonrisa, la mujer volvió la cabeza y dijo:
—Escucha con atención, Glavyn. Es así como la lengua veloz arropa la auténtica adulación. Ociosa y vacía tal vez sea... pero es extremadamente hermosa.
El capitán de la guardia, con el rostro enrojecido y temblando aún mientras forcejeaba con sus brazos inmóviles a la vez que intentaba no dar la impresión de hacerlo, lanzó una mirada furiosa por encima del hombro de la mujer y guardó silencio.
Lady Nasmaerae le dio la espalda con un leve balanceo que no era exactamente un contoneo y ofreció su brazo a Wanlorn, que lo aceptó con una inclinación, al tiempo que se hacía cargo del transporte del candelabro; los dedos de ambos se rozaron un instante, o tal vez algo más que un breve instante.
Mientras desaparecían por un pasillo interior revestido de oscuras maderas, los guardas habrían podido jurar, todos a una, que las llamas del balanceante candelabro les habían hecho nada menos que un guiño. Fue en ese momento cuando Glavyn descubrió que ya podía volver a mover los brazos.
Podría haberse esperado que desenvainara entonces las armas que tanto se había esforzado por empuñar durante los últimos minutos; pero, en su lugar, el soldado vertió todas sus energías en un enérgico, irrespetuoso y prolongado uso de sus capacidades vocales.
Cuando finalmente se vio obligado a cobrar aliento, vio que los dos guardas a sus órdenes lo contemplaban con respeto y asombro. Glavyn se dio la vuelta a toda prisa entonces para que no lo vieran enrojecer.
El escudo de armas de los Felmorel lucía en su centro una mantimera rampante, y, si bien no había nadie que hubiera visto jamás a tan desproporcionada y peligrosa bestia (que lucía tres cabezas barbudas y tres colas cubiertas de púas en extremos opuestos de su cuerpo con alas de murciélago), al señor de Felmorel se lo conocía, tanto afectuosamente como por aquellos que hablaban de él con temor, como la Mantimera.
Con la misma jovialidad e implacable vigilancia por la que era famoso su heráldico homónimo, Esbre Felmorel dio la bienvenida a su inesperado invitado con natural afabilidad, elogiando su oportuna llegada que proporcionaría una conversación amena mientras sus otros invitados de esa noche seguían cambiándose de ropa en sus aposentos. Reparando en el cansancio que sentía Wanlorn, el señor de la casa le ofreció la hospitalidad de unos aposentos en los que descansar y tomar un refrigerio, pero el hombre de la nariz aguileña pospuso su aceptación hasta que el banquete hubiera finalizado, manifestando que sería una pobre recompensa a tanta generosidad privar a su anfitrión de la posibilidad de participar en tal conversación.