La Tentación de Elminster (14 page)

Una finta con la horca subrayó sus palabras.

—Os doy las gracias —contestó Wanlorn en tono seco, enarcando las cejas, y, sin prisas pero sin pausa, se llevó las botas lejos de allí.

No necesitó volver la cabeza para saber que el granjero lo seguía con la mirada durante todo el trayecto hasta rebasar la cima de la colina; sentía cómo los ojos del otro le taladraban la espalda como dos dagas. Decidió que no miraría atrás al coronar la elevación; y, en un territorio sin ley, ningún viajero sensato permanece mucho tiempo sobre una altura que lo haga visible desde lejos. Unos ojos que permanezcan vigilantes en busca de la presencia de extraños pocas veces son ojos amistosos.

Mientras descendía a buen paso por la ladera cubierta de helechos que era su primer contacto con las Tierras de la Señora, meditó la posibilidad de convertirse en halcón o tal vez en un animal de presa, pero renunció a tal idea. Si esta Señora de las Sombras estaba alerta y vigilante, dar a conocer sus habilidades mágicas desde el principio sería el colmo de la estupidez.

No es que al hombre que era Wanlorn —aunque había vivido mucho más tiempo bajo el nombre de Elminster— le importara demasiado que lo consideraran un estúpido. Era un poco tarde para eso, se dijo con ironía, si se tenía en cuenta el camino que había elegido en la vida, y su sigilosa marcha del castillo Felmorel pocas horas antes. Mystra lo estaba convirtiendo en un arma, o al menos en una herramienta; y, por lo que llevaba visto, aquella lluvia de golpes de martillo parecía un poco excesiva para el arma en cuestión.

¿Y quién era el que había dicho hacía mucho tiempo: «La tarea forja al trabajador»?

Sería mucho más fácil hacer sencillamente lo que quisiera, usar la magia para su beneficio personal y no preocuparse por las consecuencias ni el destino de los demás. Podría haber gobernado el reino en el que había nacido, articulando —como hacía más de un mago que había conocido— alguna que otra oración sin sentido a una diosa de la magia que no significara nada para él.

Sí había una cosa que su elección le había proporcionado: una vida larga. Lo bastante larga para sobrevivir a todo amigo y vecino de su juventud, a todos los compañeros de sus primeras aventuras y actividades mágicas y juergas en Myth Drannor... y también a todos los amigos y amantes, uno tras otro, de aquella ciudad maravillosa.

Los labios de Elminster se crisparon en una mueca de amargura cuando el recuerdo de rostros, risas y caricias pasó raudo por su mente, malditos fueran los dioses, y con ellos los planes, los sueños animadamente discutidos y bien intencionados, que estallan y se desvanecen como neblinas matinales bajo los rayos del sol y acaban por no convertirse en nada.

Tantas cosas habían acabado por no convertirse en nada al final...

Como la aldea que tenía delante, por lo que se veía. Techumbres derrumbadas y jardines y senderos infestados de hierbajos le dieron la bienvenida, con una que otra chimenea ennegrecida aquí y allá acuchillando el cielo como una daga negra y abollada para señalar el lugar donde se había alzado una vivienda antes del incendio, o un montecillo recubierto de enredaderas que antes había sido un muro de piedras o un seto vivo entre campos de cultivo. Algo que podía ser un lobo o cualquier otra bestia depredadora de hocico alargado se escabulló de una de las chozas en ruinas al acercarse Elminster; pero, aparte de esto, el pueblo de Hammershaws estaba totalmente desierto. ¿Era esto lo que lord Esbre había querido decir al manifestar que la Señora de las Sombras buscaba «imponer su voluntad» en estas tierras? ¿Acaso todos los lugares que fuera a encontrar a partir de ese momento estarían abandonados?

¿Qué le había sucedido a la gente que vivía allí?

Unas pocas zancadas más adelante obtuvo una lúgubre respuesta. Algo informe de color amarillo grisáceo crujió bajo sus botas. No se trataba de una piedra, sino de un trozo de calavera; en realidad varios pedazos. Volvió la cabeza y siguió avanzando ceñudo.

Otra zancada, otro crujido; un hueso largo, esta vez. Y otro, un cuarto. Caminaba sobre los muertos. Todo Hammershaws estaba cubierto de huesos humanos, roídos y desperdigados. Lo que había creído la barandilla derrumbada de un pequeño puente de troncos que cruzaba el serpenteante riachuelo era en realidad un montón de esqueletos, cuyos brazos colgaban casi hasta el agua. El mago alcanzó a distinguir al menos ocho cráneos y, con un suspiro, siguió su camino pesadamente, mirando a un lado y a otro entre carretas tumbadas y entradas de patios que desaparecían rápidamente bajo las zarzas y las hierbas trepadoras que ya casi habían recuperado los patios situados más allá.

Ya no habitaba nadie en Hammershaws aparte de los muertos. El metió la cabeza en una casa, sólo para ver si sobrevivía algo de interés, y fue recompensado con la fugaz visión de un esqueleto humano derrumbado sobre un asiento de piedra. Los flexibles anillos moteados de una serpiente que acababa de despertarse se deslizaron por entre los huesos del esqueleto y se elevaron en espiral hasta arrollarse en lo alto de la silla. La criatura buscaba altura para poder atacar mejor a aquel intruso tan osado; su siseo se elevó amenazador en la destrozada habitación, y Elminster decidió no quedarse para averiguar lo buena que pudiera ser la puntería y el alcance de la serpiente.

La carretera que se extendía más allá de Hammershaws aparecía tan cubierta de maleza como la aldea. Un buitre solitario describió círculos en el cielo, observando cómo el intruso humano avanzaba por un sendero apenas visible a través del ondulante territorio en dirección a Drinden.

Drinden era una población con mercado y molino muy concurrida, si se daba crédito a los recuerdos de ancianos todavía vigorosos. Sin embargo este caserío, antaño bullicioso, resulto ser ahora otra ruina, tan desierta como la primera aldea. El se detuvo en su encrucijada central y miró sombrío al cielo que se había ido tornando gris con unas nubes de tormenta que asemejaban jirones de humo. Luego se encogió de hombros y siguió adelante. En tanto que el papel y los componentes se mantengan secos, ¿qué importa un poco de lluvia?

Pero no llovió mientras Elminster tomaba el sendero del noroeste y ascendía por una empinada ladera bordeada por un bosquecillo de árboles atrofiados que en una ocasión había sido un huerto. El cielo empezó a adquirir una tonalidad lechosa, pero el terreno siguió desierto.

Le habían contado que la Señora de las Sombras recorría a caballo o a pie la zona en compañía de siniestros caballeros, y le habían aconsejado que se guardara de ellos, con sus temibles espadas, sus perversos trucos traicioneros y su depravada indiferencia a cualquier rendición. No obstante, mientras avanzaba hacia la parte central del territorio de la temida dama, parecía encontrarse totalmente solo en un reino desierto. No se escuchaba el sonido de trompetas, ni tronaban los cascos de los caballos por el camino transportando jinetes que fueran a desafiar a este hombre solitario que deambulaba con una alforja colgada al hombro.

Empezaba a hacerse tarde, y el cielo se acababa de despejar para mostrar una puesta de sol radiante como monedas derretidas que refulgieran en un cielo ambarino, cuando Elminster llegó al valle en el que se encontraba la ciudad llamada el Ringyl de Tresset, que había sido —y tal vez era todavía— el hogar de la Señora de las Sombras. Se encontró con que también ésta era una ruina abandonada y ocupada por los animales salvajes.

Unos cuarenta edificios o más, a juzgar por la primera ojeada que echó desde lo alto, se alzaban todavía entre los árboles, que acabarían por desmoronarlos. Situados entre las apiñadas ruinas se veían los muros derrumbados de un castillo cuyas elevadísimas almenas probablemente proporcionaban una guarida a algo alado y peligroso. El lo miró con atención en tanto que el cielo ambarino se transformaba en un mar rojizo, y las estrellas empezaban a hacer acto de presencia en lo alto.

Tresset, que llevaba ya mucho tiempo muerto, había sido en vida un bandolero muy afortunado que había intentado gobernar y construido aquí un castillo de delgadas y altas torres —el Ringyl— para afianzar su diminuto reino. Tressardon había caído a los pocos días de su muerte.

Los labios de Elminster se crisparon en una sonrisa irónica. Sería un acto de suprema arrogancia y presunción intentar ver en aquella historia local una lección o mensaje para sí mismo. Además, desde donde estaba no veía una entrada en forma de telaraña como la de su sueño en ninguna de las paredes del destrozado castillo. Podría tardar días en explorar lo que quedaba de la ciudad —dando por supuesto, claro, que no viviera allí nada que deseara devorarlo o expulsarlo antes de que lo hubiera conseguido—, y nada de lo que veía a excepción del mismo Ringyl era lo bastante alto o grande para poder contener la puerta de su sueño. O, al menos, se recordó con un suspiro, esa impresión daba desde su puesto de observación.

Tenía tiempo para una única incursión antes del anochecer, pues, para cuando éste llegara, lo más prudente sería sin duda encontrarse en otra parte, tal vez en alguna de las herbáceas cumbres de las colinas que se veían a lo lejos, lejos de la destruida ciudad infestada de maleza. Un hombre sensato estaría ya montando su campamento allí, en lugar de descender a trompicones por una ladera de piedras sueltas —y más huesos humanos— para echar un rápido vistazo por ahí antes de que cayera la noche. Pero, en realidad, Elminster Aumar no tenía ninguna intención de convertirse en un hombre sensato hasta unos cuantos siglos más tarde.

Las sombras eran ya alargadas y rojizas cuando llegó al suelo del valle. La que había sido la carretera principal que cruzaba la población estaba invadida por la maleza, que le llegaba a la altura de los muslos, y El se introdujo tranquilamente en ella. Casas oscuras y abiertas se alzaban como gigantescas calaveras grisáceas a ambos lados mientras avanzaba en silencio, agitando la hierba de un lado a otro con un bastón que se había cortado con anterioridad para desanimar a las serpientes que pudieran intentar picarle y para poner al descubierto cualquier obstáculo antes de que sus pies o espinillas hicieran por su cuenta tan dolorosos descubrimientos.

La noche descendía veloz cuando el mago atravesó el centro del desierto Ringyl. Un silencio tenso y pesado reinaba a su alrededor, una quietud que flotaba anhelante, engullendo los ecos como una niebla espesa. El golpeó ligeramente una piedra con el bastón, y escuchó el chirrido sordo de cada golpe, pero ningún eco surgió de las paredes circundantes.

En dos ocasiones percibió movimientos por el rabillo del ojo, pero cuando se volvía no descubría más que árboles y muros derrumbados.

Algo vigilante habitaba o acechaba allí, estaba seguro. La luz del crepúsculo se filtraba ya por las aberturas situadas entre los edificios sin techo, y en las marañas de vegetación en las que árboles, enredaderas y matorrales de espinos crecían fuertemente entrelazados. El caminó más deprisa, buscando sólo paredes lo bastante altas para alojar el portal de tela de araña de su sueño. No encontró nada tan alto... excepto el mismo Ringyl.

Huesos roídos, la mayoría marrones y lo bastante frágiles para quebrarse bajo sus pies, aparecían esparcidos en abundancia por la calle cubierta de hierbajos. Huesos humanos, desde luego. Cada vez se fueron haciendo más abundantes hasta formar casi una alfombra frente a las resquebrajadas murallas del castillo. Elminster avanzó con rapidez, haciendo girar huesos con el bastón y obligando a retirarse precipitadamente a más de una víbora de las rocas. La oscuridad se iba cerrando en torno a él ahora, pero tenía que mirar en una de estas aberturas de la pared, para averiguar si...

Lo que fuera que había desgarrado secciones enteras de una muralla tan gruesa como una choza y tan alta como veinte hombres seguía en el interior, aguardando.

Bueno quizá no era necesario ser tan dramático, se dijo Elminster con una débil sonrisa. Era una debilidad de los archimagos pensar que el futuro de Toril descansaba en sus manos o en cada uno de sus movimientos y declaraciones. Una entrada en forma de telaraña bastaría a sus actuales necesidades.

Lo que veía era una capilla, o tal vez una sala, con un techo abovedado muy alto y pintado con innumerables árboles rebosantes de frutos dorados, si bien la pintura se encontraba en un estado ruinoso. El suelo, otrora encerado y decorado con listas de malaquita entrelazadas con otras de cuarzo o mármol, se hallaba cubierto de polvo y cascotes, nidos de ave y los huesos diminutos de sus difuntos constructores, y escombros menos identificables.

Aunque la sala estaba muy oscura, El consideró más prudente no conjurar luz alguna, pero difícilmente habría escapado a su mirada la enorme piedra oval negra que se alzaba en la pared opuesta. Centelleantes trozos de cuarzo blanco incrustados conformaban un círculo de diez o doce estrellas de forma irregular, —ninguna de las cuales era la larga estrella ahusada de Mystra— y, en el centro del círculo, una talla tan ancha como los brazos extendidos de Elminster sobresalía de la pared: unos labios femeninos esculpidos.

Los labios estaban cerrados, ligeramente curvados en una sonrisa privada, y El tuvo la incómoda sensación de que ya había visto antes tal cosa, o algo muy parecido. Tal vez se tratara de una boca parlante, un oráculo mágico que pudiera decirle más cosas... si él conseguía hacerlo hablar o descifrar un mensaje que no era para él. Puede que incluso se tratara de algo menos amistoso que eso.

Pero, tales investigaciones podían aguardar hasta la mañana siguiente, cuando el sol brillara. Era hora, y más que hora, de abandonar el Ringyl de Tresset y sus sombras vigilantes. Retrocedió para abandonar las ruinas, sin dejar que nada se abalanzara sobre él desde la oscuridad, y con más prisa que dignidad se encaminó hacia las colinas.

La luz de la luna todavía no había llegado a los cerros situados en el extremo opuesto del Ringyl, pero las brillantes estrellas proyectaban luz suficiente para que sus laderas cubiertas de hierba parecieran refulgir. El miró a su espalda en repetidas ocasiones durante su decidida marcha monte arriba y lejos de la ciudad, pero nada pareció moverse ni seguirlo, y los muchos ojos que lo contemplaron desde la oscuridad no eran más grandes que los de las ratas.

Tal vez podría gozar de algún descanso, después de todo. La cima que eligió era pequeña y desprovista de todo a excepción de la omnipresente maleza. Paseó sobre ella describiendo un círculo bastante pequeño; luego abrió su alforja, sacó un trozo de paño lleno de dagas que refulgieron con un breve e intenso azul borrascoso al desenvolverlas, y retrocedió sobre sus pasos alrededor del círculo. Hundió una daga hasta la empuñadura en el suelo a intervalos y murmuró algo que recordaba sospechosamente una vieja rima, bastante obscena, de un baile popular. Cuando tuvo el círculo completo, el athalante volvió a recorrerlo y clavó un nuevo círculo de dagas, colocando cada uno de los nuevos cuchillos inclinado en la hierba en la parte interior del anillo, de modo que su hoja tocara el acero vertical de una daga ya hundida. Extendió la mano, con la palma hacia abajo y los dedos separados, y, tras pronunciar una única palabra en voz baja, se envolvió en su capa y se tumbó a dormir.

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