Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Su anfitrión puso fin a la incómoda situación preguntando:
—No obstante, señores míos, dejando a un lado Auténticos Senderos o la forma de ser de los hechiceros, ¿qué es lo que veis en el futuro para todos los que habitan en este núcleo del inmenso Faerun? Si se puede eliminar a Myth Drannor la Poderosa, ¿a qué podemos aferramos en los años venideros?
—Lord Felmorel —se apresuró a responder el mago Arunder—, ha habido muchas discusiones a este respecto entre magos y otras personas, pero se ha llegado a pocos acuerdos. Cada propuesta suscita rechazo y temor de unos, y adhesión de otros. Algunos han hablado de un consejo de hechiceros que gobierne un territorio...
—¡Ja! ¡Menuda tiranía y confusión provocaría eso! —bufó Harbright.
—... en tanto que otros ven un brillante futuro en alianzas con dragones, de modo que cada reino humano sea el dominio de un dragón, con...
—Todo el mundo convertido en esclavo del dragón y finalmente en su cena —indicó el guerrero a su bandeja ya casi vacía.
—... acuerdos establecidos que liguen al wyrm y a las personas para impedir hostilidades entre ambos.
—Mientras el dragón descendía en picado, con las fauces bien abiertas para tragárselo, el caballero contemplaba atónito su fin mientras gritaba inútilmente: «¡Nuestro acuerdo me protege! No puedes...». Alcanzó a gritar durante casi tres segundos antes de que el dragón lo engullera y se alejara volando —dijo Harbright, sarcástico—. Los supervivientes allí reunidos acordaron muy solemnes que el dragón había roto el acuerdo, y se efectuó la sugerencia de que alguien viajara hasta la guarida del dragón para informar al wyrm que había devorado ilegalmente a un caballero. Por extraño que parezca, no apareció ningún voluntario.
Se hizo el silencio. El voluminoso guerrero alzó la mandíbula al frente y dedicó al hechicero una mirada sombría y penetrante, como si lo desafiara a hablar, pero Thessamel Arunder parecía haber adquirido un repentino y persistente interés por la sopa de lagarto con pimienta.
Wanlorn levantó la mirada hacia su anfitrión, consciente de que lady Felmorel no le quitaba la vista de encima, y dijo:
—Por mi parte, señor, yo considero que otra ciudad tan esplendorosa como ésa tardará mucho tiempo en aparecer. Reinos pequeños, defendidos de orcos y malhechores más que de cualquier otra cosa, aparecerán como siempre ha sido, para alzarse en medio de peligrosos territorios deshabitados sin ley. Los bardos, por su parte, continuarán manteniendo viva la esperanza de un Myth Drannor aunque la ciudad se haya perdido para nosotros, ahora y también en un previsible futuro.
—Y toda esta sabiduría, joven Wanlorn, ¿estaba escrita en los muros de la derruida Ciudad del Canto? —inquirió Arunder en tono superficial, envalentonado para volver a hablar, si bien tuvo buen cuidado de no mirar en dirección a Harbright—. ¿O fueron los dioses los que te lo contaron, tal vez en un sueño?
—El sarcasmo y la mofa parecen dominar las lenguas de los hechiceros con demasiada frecuencia últimamente —comentó Wanlorn con tranquilidad, dirigiéndose a Barundryn Harbright—. ¿Lo habéis notado también vos?
El guerrero sonrió de oreja a oreja, más en dirección al mago que al hombre de nariz aguileña, y tronó:
—Así es. Una enfermedad del ingenio, me parece. —Sacudió un espetón forrado de codornices como si se tratara de un cetro y añadió—: Están todos tan ocupados mostrándose ingeniosos que nunca advierten cuando los afecta a ellos personalmente.
En tácito acuerdo tanto Harbright como Wanlorn volvieron las cabezas para mirar con dureza al hechicero, que abrió la boca con un mueca despectiva para decir algo cáustico, pareció olvidar lo que era, volvió a abrir la boca para decir algo más, pero en su lugar levantó la copa de vino y tomó un trago demasiado largo y apresurado, que lo hizo atragantarse.
Mientras el hechicero tosía, escupía y resollaba, el guerrero extendió una mano del tamaño de una pala y lo golpeó con fuerza entre los omóplatos. El mago se tambaleó violentamente en su asiento, y Harbright inquirió:
—¿Te has recuperado ya, dentro de lo que cabe?
El peligroso silencio que siguió, mientras el hechicero Arunder se esforzaba por recuperar el aliento y lady Nasmaerae se llevaba una mano a la boca con rapidez no exenta de elegancia, lo rompió lord Esbre Felmorel para decir en tono afable:
—Temo que vos estáis en lo cierto, mi buen señor Wanlorn. Pequeñas fortificaciones y ciudades amuralladas que se alzan solitarias son lo corriente por aquí, y todo parece indicar que las cosas seguirán así en los años venideros... a menos que algo le acontezca a la Señora de las Sombras.
—¿La Señora...?
—Una hechicera maligna —intervino el guerrero, y su sombría mirada se encontró con los ojos del hombre de nariz aguileña.
—Expuesto con toda franqueza —asintió el anfitrión—, pero muy cierto: la Señora de las Sombras es alguien a quien tememos y o bien obedecemos o evitamos, siempre que nos es posible. Nadie sabe dónde habita en realidad, pero intenta imponer su voluntad, cuando no gobernar directamente, en las tierras situadas justo al este de nosotros. Se sabe de ella que es... muy cruel.
Al advertir que el hechicero parecía haberse recuperado, lord Esbre procuró que éste recuperara el buen humor remitiéndose a él con cierta jovialidad.
—Vos sois nuestro experto en cuestiones de hechicería, lord Arunder; os ruego que nos reveléis aquello de importancia que sepáis sobre la Señora de las Sombras.
Llegó entonces el momento de nuevas sorpresas en la mesa de lord Esbre, pues lord Thessamel Arunder clavó los ojos en su plato y murmuró:
—No hay... No tengo nada que añadir a este tema. No.
La largas velas de la mesa de banquetes danzaron y parpadearon en medio de un silencio total durante un buen rato después de aquello.
Una docena de velas proyectaban su luz vacilante en el otro extremo del dormitorio como lenguas de hambrientas crías de dragón. La habitación era pequeña y de techo alto, y las paredes estaban cubiertas de tapices viejos pero todavía espléndidos que, según supuso Elminster, debían de ocultar unas cuantas entradas secretas y mirillas. Sonrió débilmente a la serenidad que le aguardaba, mientras pasaba a grandes zancadas junto al lecho, cubierto con cortinajes y un dosel, en dirección a la llama más cercana.
—Wanlorn soy —le dijo en voz baja—, y no lo soy.
Bajo esta apariencia, a vuestro servicio, os ruego que me escuchéis, oh Mystra de los Misterios, oh Dama excelente, oh Llama Zigzagueante. —Pasó dos dedos a través de las llamas, y su resplandor naranja se convirtió en un profundo y escalofriante azul. Satisfecho, se inclinó al frente sobre ella hasta casi dar la impresión de que quería introducir la llama azul en su boca, y musitó—: Escúchame, Mystra, te lo ruego, y cuida de mí en mis momentos de necesidad. Shammarastra ululumae paerovevim driios.
La luz de todas las velas perdió intensidad de repente, y las llamas descendieron hasta estar a punto de apagarse, para luego elevarse con renovadas energías y crecer como rayos de sol hasta emitir un resplandor más fuerte y cálido del que había habido antes en la habitación.
Mientras la luz de la llama danzaba sobre su mejilla, Elminster puso los ojos en blanco, se balanceó, y acabó por caer pesadamente de rodillas; se desplomó al frente en una postura agazapada y se deslizó hasta quedar tumbado en el suelo. Habiendo perdido el sentido, no pudo ver cómo las llamas escupían un círculo de motas azules que dio una vuelta a su alrededor y luego se desvaneció, dejando que la llama de la vela recuperara su habitual tono blanco ambarino.
En una estancia no muy lejana, pero oculta al final de oscuros senderos de piedra protegidos con conjuros, unas llamas del mismo color azul se arrollaban y retorcían unos centímetros por encima de un suelo al que no chamuscaban, trazando un sigilo que no sólo era complicado sino que cambiaba de un modo sutil mientras giraba en redondo por encima de las piedras pulidas como el cristal. Las llamas lamían y acariciaban los tobillos de su creadora, que bailaba descalza en su centro mientras ellas ascendían y descendían alrededor de sus rodillas. El blanco camisón de seda resplandecía por encima del fuego en tanto que ella tejía un hechizo que poco a poco llevó la tonalidad de aquellas llamas a sus ojos. El conjuro se derramó en el aire ante su rostro a modo de extrañas lágrimas sin que lady Nasmaerae dejara de girar y canturrear.
La habitación estaba vacía y oscura a excepción del hechizo que tejía, pero se iluminó un tanto cuando las llamas se elevaron para formar un óvalo erguido en cuyo interior apareció de improviso la figura de Wanlorn, caído cuan largo era sobre las losas de su dormitorio en medio de una docena de velas danzarinas.
La señora de Felmorel contempló aquella imagen y canturreó algo en voz baja que provocó que los ojos semicerrados del durmiente se acercaran más, hasta casi llenar la escena enmarcada por las móviles llamas.
—Ooundreth —salmodió entonces ella—. ¡Ooundreth mararae!
Extendió las manos por encima de las llamas y aguardó a que ascendieran para lamerle las palmas, llevando con ellas lo que tanto ansiaba: el oscuro torrente de ingenio y pensamiento en bruto que había absorbido tantas veces antes, recuerdos y conocimientos robados a una mente dormida. ¿Qué secretos guardaba este Wanlorn?
—Dadme —gimió, pues la corriente tardaba en llegar—. Dad... me....
Un poder como el que nunca antes había probado surgió de repente a través de las llamas; sus miembros se estremecieron, y todo el vello de su cuerpo se erizó para apartarse de la hormigueante piel. Luchó por respirar y se debatió contra la repentina tensión que se había adueñado de su cuerpo y de la habitación a su alrededor.
El oscuro torrente seguía sin llegar. ¿Quién era este Wanlorn?
La imagen que contenía el aro de fuego situado ante ella seguía siendo la de dos ojos semiabiertos y soñolientos; pero algo estaba cambiando en este círculo de fuego. Lenguas de fuego plateado aparecieron entre las azules, unas pocas al principio, pero luego más y más veloces; en unos instantes inundaron toda la escena, para luego brillar con más fuerza en tanto que la asombrada bailarina las contemplaba.
De improviso las llamas plateadas vencieron a las azules, y un par de fríos ojos que no eran los de Wanlorn se abrieron en su centro. Eran negros, plagados de estrellas titilantes, si bien las llamas que surgían de ellos como lágrimas eran del mismo azul brillante que las que brotaban de los ojos de Nasmaerae.
—Soy Azuth —resonó una voz que era a la vez melodiosa y terrible, y que surgía de las profundidades de su mente—. Acaba con este fisgoneo tuyo... para siempre. Si no me haces caso, se te arrebatarán los medios para espiar.
La señora del castillo de Felmorel lanzó entonces un alarido... tan fuerte y prolongado como no lo había hecho nunca, cuando las llamas azules se arremolinaron a su alrededor y, levantándola del suelo, la mantuvieron cautiva y forcejeante en posición vertical. Nasmaerae se sintió invadida por el pánico, el horror y la aversión hacia sí misma, cuando las llamas azules de su propio conjuro para robar pensamientos se volvieron contra ella.
Se estremeció bajo el ataque y se retorció impotente en silencio, para luego aullar como un ser perdido que deambula sin rumbo. Todo el brillo había desaparecido de sus ojos, y un hilillo de baba descendía desde la comisura de su boca, curvada en una mueca.
Los ojos inundados de estrellas contemplaron a la maltrecha mujer durante un terrible y largo momento, y luego escupieron nuevas llamas azules para envolverla en una especie de infierno desatado que duró sólo unos instantes.
Cuando aquel poder se retiró, la mujer descalza estaba de pie sobre el suelo de piedra de la sala de hechizos, su llameante trama hecha añicos y disuelta. El sudor mantenía pegado el camisón a su cuerpo, y sus manos temblaban sin control, pero los ojos desolados que las contemplaron eran los suyos propios.
—Vuelves a ser Nasmaerae, tu mente te ha sido devuelta. No consideres esto una prueba de clemencia, hija de Avarae. He roto todos tus vínculos, incluido, desde luego, el que mantiene hechizado a tu señor. Pronto tendrás que enfrentarte a las consecuencias; será mejor que te prepares.
La hechicera contempló con impotente horror aquellos ojos flotantes sembrados de estrellas. Éstos le devolvieron la mirada con severidad y firmeza al tiempo que se desvanecían, para quedar reducidos a la nada en un santiamén. Toda la iluminación mágica de la habitación se apagó y desapareció con ellos, dejando sólo el vacío.
Nasmaerae se quedó arrodillada durante un buen rato en la oscuridad, sola, sollozando en silencio. Luego se incorporó y empezó a andar con pasos quedos como un espíritu de mirada triste por senderos invisibles que conocía bien, palpando con las puntas de los dedos esquinas y arcos, en busca del panel deslizante que daba a la parte trasera del armario de su dormitorio.
Se abrió paso por entre capas cortas y vestidos, temblorosa aún, y aspiró con fuerza; luego suspiró, y posó los dedos sobre la más privada de sus arquetas, oculta en el estante superior.
Las doncellas habían dejado una única lámpara encendida sobre el mármol de la mesilla de noche, y la hoja afilada y fina como una aguja de la daga captó y devolvió el reflejo de su débil luz cuando ella la sacó de su estuche y la contempló casi con indiferencia unos instantes antes de girarla en la mano para amenazar su propio pecho.
—Esbre —dijo a la oscuridad en un susurro, al tiempo que echaba la mano hacia atrás para asestarse el golpe que le arrebataría la vida—. Te echaré en falta. Perdóname.
—Ya lo he hecho —dijo una voz fría como la piedra, cerca de su oído, y una mano conocida cruzó veloz ante su pecho para interceptar la muñeca que empuñaba el cuchillo.
Nasmaerae profirió un pequeño y sobresaltado grito y forcejeó salvajemente unos momentos, pero la velluda mano de lord Esbre era inamovible como el hierro, aunque a la vez tan suave como el terciopelo mientras rodeaba su muñeca.
Su otra mano le arrancó la daga y la arrojó lejos. El arma centelleó por la habitación hasta ser atrapada con suma destreza por uno de la docena aproximada de guardas que súbitamente surgieron desde detrás de cada tapiz y biombo de la estancia, y en un momento descaperuzaron faroles, encendieron antorchas en los candelabros de pared, y avanzaron inexorables para impedir cualquier movimiento que ella pudiera hacer en dirección a la puerta o al armario que tenía a su espalda.