La Tentación de Elminster (4 page)

Pero luego la trampa se había cerrado, y refocilados demonios habían surgido de cada ruina, claro y matorral de los alrededores. Los aventureros se habían separado y huido en todas las direcciones al son de frías y crueles carcajadas... y la carnicería había dado comienzo.

De vuelta a la realidad del momento, el clérigo volvía a ver erinyes: cuatro de ellas, que descendían en picado para deslizarse luego casi a ras de tierra. Ardelnar se agachó instintivamente, pero descubrió que no le prestaban atención sino que se desviaban hacia su derecha, riendo como doncellas del templo... desnudas, hermosas y letales. Podrían haber pasado por mujeres de piel oscura de Tashalar de no haber tenido aquellas alas de plumas grises. Los seres iban tras el mago en el que él había depositado sus esperanzas para que los sacara a ambos con vida de aquellas ruinas pobladas de criaturas diabólicas. Klargathan Srior era un sureño alto, de barba bruna, que parecía el más capaz de todos los magos, a la vez que el más arrogante.

Pero toda aquella altivez había desaparecido ahora, mientras el mago corría fatigosamente a la derecha de Ardelnar, las velludas piernas manchadas de sangre allí donde se había herido él mismo al cortarse la túnica para poder correr más deprisa. Los pendientes de oro se balanceaban entre ríos de sudor, y un constante fluir de maldiciones farfulladas acompañaban la huida del mago. Las erinyes se deslizaron hasta él, empuñando dagas afiladas como cuchillas, y se separaron para acercarse desde puntos distintos. En sus risas y ojos crueles se pintaba la diversión, no el asesinato directo.

Jadeante, el mago se detuvo dispuesto a defenderse.

—¡Clérigo! —rugió, al tiempo que una vara sacada de su cinturón crecía por sí sola hasta convertirse en un bastón—. ¡Ayúdame, por el amor a Tempus!

Ardelnar estuvo a punto de no interrumpir su carrera, y dejar que la muerte del otro le permitiera seguir corriendo un poco más; pero, sin los hechizos de Klargathan, no tenía la menor posibilidad en este espeso e interminable bosque, y ambos lo sabían. También sabían que esta deprimente noción tenía más peso que la orden de servir en nombre del Martillo de los Enemigos, y aquella vergüenza era como un gusanillo que roía el corazón de Ardelnar, si bien no había tiempo para tales meditaciones.

Tragó saliva a mitad de la zancada, y casi cayó al girar sin aminorar el paso y correr hacia el mago. Tropezó con huesos que apenas se distinguían en medio de la vegetación boscosa, huesos viejos..., huesos humanos, y tuvo una fugaz visión de una calavera que rodaba lejos de su pie, sin mandíbula y desprovista de la acostumbrada mueca.

Klargathan hacía girar el bastón por encima de la cabeza con desesperada energía, en un intento de alejar a golpes a las erinyes que planeaban a su alrededor e impedir que alguna le desgarrara el rostro o le arrebatara el arma de las manos. Las criaturas describían círculos en torno a él como si fueran tiburones, alargando los cuchillos para conseguir desgarrarle las ropas. Tenía ya un hombro al descubierto y húmedo con la sangre de la cuchillada que había cortado la tela.

Por entre la desesperada confusión de golpes de bastón y batir de alas, los ojos del mago se encontraron con los del clérigo.

—Necesito... —dijo entrecortadamente el sureño—, ¡un poco de tiempo!

Ardelnar asintió para indicar que comprendía y se arrancó el yelmo para golpear el ala de una erinye. Ésta se apartó con un aleteo, y él sacó el martillo de guerra del cinturón y lo estrelló contra el hermoso rostro del ser. La sangre lo salpicó todo y la diabólica criatura chilló con fuerza. Luego huyó a toda velocidad, volando a ciegas y entre tumbos a ras del suelo hasta estrellarse contra un árbol próximo, en tanto que sus tres compañeras caían sobre Ardelnar en un enjambre aullador y asesino. El clérigo aplastó el yelmo contra el rostro de una y se agachó cuando ésta le pasó por encima, tan pegada que sus pechos le rozaron la espalda. La erinye le sirvió como escudo contra las armas de las otras, pues sus compañeras los golpearon tanto a uno como a otra, sin importarles demasiado a quién acuchillaban. Ardelnar rodó por el suelo y volvió a incorporarse para evitar verse atrapado entre aquellos dos últimos monstruos aulladores; oyó cómo el mago farfullaba un conjuro, sin prestar atención a la erinye que se desplomó en el suelo a su lado, el costado abierto de una cuchillada y con un chorro de humeante sangre negra manando por él.

Las dos criaturas diabólicas restantes se elevaron por los aires para ganar altura suficiente y poder lanzarse sobre esta pareja de humanos tan sorprendentemente dura de pelar, y Ardelnar dirigió una veloz mirada hacia las derruidas torres cubiertas de maleza de Myth Drannor. Se acercaban más enemigos. Barbazus y hamatulas de cuerpos cubiertos de púas, demasiados para derrotarlos o conseguir huir, avanzaban con rapidez haciendo restallar las colas, con el ansia de sangre reflejada en el rostro. El clérigo se dijo que aquella zona cubierta de helechos iba a convertirse en su tumba.

—¡Tempus, que esta última batalla aumente tu gloria! —gritó con fuerza, levantando el ensangrentado martillo—. ¡Haz que sea digno de servirte, veloz en el golpe, alerta en la lucha, ágil y diestro!

Una de las erinyes apartó el martillo a un lado con su daga, y se inclinó al frente para espetarle con una risita:

—Vaya, vaya... ¿alguna cosa más?

Su voz era un ronroneo voluptuoso, lleno de seductoras promesas, y su tono burlón enfureció al clérigo como nunca lo había estado en toda su vida. Saltó tras la demoníaca criatura, sin pensar en que ello podía convertirlo en una presa fácil para la otra erinye, pero en su lugar fue ella quien se convirtió en la primera víctima del conjuro de Klargathan.

De entre los helechos cercanos surgieron los negros y viscosos anillos de lo que parecía una serpiente o anguila gigantesca, que se elevaron hacia el cielo a una velocidad increíble. Un segundo después semejaban raíces, o las ramas de un árbol que pasaran de la nada a todo su desarrollo en unos instantes.

Una de las ramas rodeó la garganta de la erinye cuando ésta se volvió tranquilamente para herir a Ardelnar, y otra se arrolló a su tobillo. La fuerza de sus frenéticos aleteos la hizo girar hasta donde el negro árbol se había enrollado ya alrededor de las otras dos erinyes caídas, cuyos cuerpos se encogían a ojos vistas, su sangre y entrañas absorbidos con la misma aterradora velocidad con la que este árbol mágico lo hacía todo.

Aún intentando volar, la criatura atrapada se estrelló contra una maraña de troncos cada vez más gruesos. La cabeza quedó seccionada, colgando a un lado, y el ser ya no volvió a moverse.

—¡Por el Señor de la Guerra, vaya hechizo! —exclamó Ardelnar, observando cómo los zarcillos pululaban sobre los cuerpos de las erinyes con la misma velocidad de vértigo.

Otros muchos se alzaron en el aire sobre sus cabezas para rodear a la cuarta criatura. A pesar de sus aterrados y salvajes mandobles, los zarcillos atraparon sus alas, tiraron, y la arrastraron hacia el suelo poco a poco. El sacerdote de Tempus lanzó una carcajada y agitó el martillo en dirección al mago a modo de saludo.

—No será suficiente —repuso Klargathan con tristeza, dedicándole una sonrisa torcida—. Y no tengo otro como éste. Vamos a morir por unas pocas gemas y chucherías de elfos.

El tropel de demonios casi los había alcanzado ya. Ardelnar dio la vuelta para huir, pero el sureño sacudió la cabeza.

—Yo no pienso huir —anunció—. Al menos mi árbol impide que nos ataquen por detrás.

Una repentina esperanza iluminó sus facciones y añadió:

—¿Tienes algún zafiro?

Ardelnar rasgó su bolsa y la vació en la mano del mago.

—Debe de haber una docena ahí —dijo ansioso, sin que le importara en absoluto cuando Klargathan rebuscó entre ellas y arrojó al suelo todo lo que no fueran zafiros.

El sureño rodeó con un brazo al clérigo y lo abrazó con fuerza.

—Moriremos aquí de todos modos —indicó, depositando un fuerte beso en los labios de su sobresaltado compañero—, pero al menos convertiremos a unos cuantos de estos demonios en huesos humeantes. —Hizo una mueca divertida al contemplar la expresión del otro, y añadió—: El beso es para mi esposa; di a Tempus que se lo haga llegar por mí, si tienes tiempo para otra plegaria. Manténlos a raya otra vez, por favor.

Se acuclilló en el suelo sin decir nada más, y Ardelnar alzó su martillo de guerra con una mano y soltó la maza de su cinturón para empuñarla con la otra, tras lo cual se colocó en posición frente al mago mientras los negros zarcillos, cada vez más gruesos, se arrollaban a su alrededor y sobre ellos como una mano protectora.

Sin dejar de crecer, el árbol se estremeció bajo los golpes de las espadas de innumerables barbazus. Unos spinagones con aspecto de gárgola doblaron las alas y las puntiagudas colas contra el cuerpo para penetrar por la abertura en forma de túnel de sus hojas y enfrentarse al clérigo, quien descubrió que una renovada felicidad —no, satisfacción— crecía en su interior. Iba a morir allí, pero moriría bien. Que así fuera.

—Gracias, Tempus —dijo, lanzando el beso de Klargathan al aire para que el dios de la guerra lo tomara—. Que esta mi última muestra de veneración te sea grata.

Su martillo de guerra se alzó veloz y volvió a caer con fuerza. Las garras de un spinagón le arañaron el brazo, pero las apartó con un golpe de maza, al tiempo que el ataque simultáneo de cinco seres lo obligaba a retroceder.

—¡Date prisa, mago! —gruñó, forcejeando para evitar quedar enterrado bajo la maraña de zarpas.

—Ya está —respondió con calma el otro; apartó a Ardelnar con una rodilla al tiempo que arrojaba un zafiro por el túnel de zarcillos, y se producía una descarga de rayos.

Centellearon los rayos desde una a otra de las gemas que el mago sostenía en la mano entrecerrada, y rebotaron en chisporroteantes arcos que corrían adelante y atrás en lugar de restallar sólo una vez. Aunque todos los pelos del cuerpo se les pusieron de punta, ni el mago ni el clérigo resultaron dañados por el hechizo.

La feroz criatura que atacaba a Ardelnar quedó también asimismo protegida del hechizo, pero Klargathan se adelantó y le hundió una daga de plata hasta la empuñadura en un ojo, y luego la sacó y se la hundió en el otro. El ser se desplomó, deslizándose por las piernas del clérigo, mientras los dos aventureros contemplaban cómo los monstruos —incluso uno de los altos hamatulas de cuerpo cubierto de púas y cabeza puntiaguda, cuyos hombros desprendían zarcillos a cada convulsión— se revolvían atrapados por los rayos. La carne se ennegrecía y los ojos chisporroteaban bajo el centelleante ataque.

Entonces, tan bruscamente como se había iniciado, el hechizo finalizó, y Klargathan empezó a sacudir la mano y a soplar sobre la humeante palma.

—Unas gemas grandes y útiles —manifestó con una sonrisa tensa—, y aún tenemos muchas más que podemos utilizar.

—¿Echamos a correr? —preguntó Ardelnar, echando una ojeada a un par de erinyes que le dirigieron una mirada furiosa al pasar veloces sobre su cabeza—, ¿o nos quedamos aquí?

El siguiente grupo de adversarias aladas que hizo acto de presencia cargaba penosamente con una estatua elfa más grande que cualquiera de ellas, estatua que soltaron sobre ellos con gran precisión. La excelente piedra de Myth Drannor se abrió paso por entre la maraña de ramas, y su caída atontó a ambos hombres a pesar de su intento de buscar refugio. Cuando consiguieron incorporarse, descubrieron que el desplome de la figura había abierto una abertura hacia el cielo sobre la que volaban ya en círculos los spinagones, agrupándose para penetrar por ella.

—Moriremos de todos modos —repuso el sureño, encogiéndose de hombros—. Moverse resulta más divertido para ambos bandos, pero quedarse aquí nos concede más tiempo, y podemos hacerles derramar más sangre antes de que acaben con nosotros. No es exactamente el modo como yo pensaba bailar sobre las ruinas de Myth Drannor, pero nos tendremos que conformar.

La carcajada con la que Ardelnar respondió tuvo algo de delirante

—Movámonos —sugirió—. No quiero acabar mis días aplastado bajo un bloque de piedra, con ellos torturando mis extremidades mientras agonizo.

El mago hizo una mueca y dio una palmada en el hombro de su compañero.

—¡Hagámoslo así, entonces! —replicó y lo empujó violentamente.

Al tiempo que el sorprendido Ardelnar se estrellaba de cabeza contra negros zarcillos que al menos no intentaban desgarrarlo, media docena de spinagones cayeron sobre el lugar donde ellos habían estado, y las afiladas horcas que empuñaban se clavaron en el suelo repentinamente vacío a demasiada profundidad para poder retirarlas con rapidez.

—¡Corre! —chilló el mago, señalando hacia el túnel.

Ardelnar obedeció y abandonó el mágico árbol a toda velocidad, pero tuvo que apoyarse en su maza para no perder el equilibrio cuando su pie se enredó en una raíz. Tras él salió disparado el mago, con un zafiro bien sujeto en la mano y la cabeza ladeada para mirar atrás mientras corría.

Cuando la garra estirada del veloz spinagón que iba delante ya casi lo alcanzaba, Klargathan sostuvo la gema en alto y pronunció una palabra en voz baja. Un rayo brotó de ella para descender por el interior de la garganta de la criatura, cuyo cuerpo de gárgola estalló en medio del rugir de los rayos que lo azotaban tanto por delante como por detrás, ya que el mago había dejado otra gema en el suelo junto a la estatua caída, en el lugar por el que habían penetrado las diabólicas criaturas. Mientras los negros y sanguinolentos restos caían al suelo detrás de los dos hombres, Ardelnar vio cómo el resto de los spinagones se tambaleaban y estremecían, atenazados por aquellos rugientes rayos. Siguió al mago por detrás de un enorme árbol, hasta un sendero que conducía más o menos en la dirección en que querían ir: lejos de las ruinas, en cualquier dirección, y a toda velocidad.

El clérigo vio cómo su compañero arrojaba otra gema mientras corrían, esquivando árboles que estaban en pie y saltando sobre los caídos, en medio del espeso e interminable bosque que reclamaba como suya la destrozada ciudad de Myth Drannor.

A lo lejos distinguieron cómo era derribado otro aventurero que huía, y entonces una cola afilada cayó sobre ellos desde la oscuridad de las ramas superiores y tumbó a Klargathan, y los dos hombres ya no tuvieron tiempo de seguir contemplando el paisaje.

El primer trallazo del látigo del cornugón arrancó el martillo de guerra de los entumecidos dedos de Ardelnar, y el segundo le desgarró el hombro hasta el hueso, atravesando la hombrera y la cota de mallas que deberían haberlo protegido. El clérigo cayó rodando lejos de allí, retorciéndose de dolor, lo que fue una suerte, pues lo apartó del campo de acción del primer rayo devastador.

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