Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Una última columna de ojos se ennegreció y murió, para doblarse y balancearse en dirección al suelo mientras derramaba un lodo oscuro que asemejaba el flujo de fluidos vitales con que el propio Elminster empapaba las losas del suelo. El mago se sujetó las tripas para introducirlas de nuevo en su interior con manos envueltas en fuego plateado; seguía ocupado en ello, mareado y débil a pesar del chorro de poder divino que lo recorría, cuando los tacones de sus botas encontraron por fin algo sólido. Dio un traspié, perdido el equilibrio, se tambaleó, y estuvo a punto de caer antes de que sus pies se posaran con firmeza. El polvo volvió a arremolinarse a su alrededor, y chisporroteó con violencia al chocar con el torrente de fuego plateado. Más allá de las columnas, las runas grabadas en los escalones y en el sarcófago de lo que debía de ser una tumba centellearon y crepitaron con un fuego propio, repitiendo cada uno de los rugidos del fuego de Mystra.
Sin aliento por culpa del dolor, El dedicó todos sus esfuerzos a curar la enorme herida de su vientre, sin hacer caso de los pocos ojos parpadeantes que aún existían, pues supuso que el flujo de fuego plateado detendría y destrozaría su magia antes de que pudiera dañarlo. Su sangre se había derramado como una lluvia oscura sobre las losas durante su descenso, y se sentía vacío y destrozado. El último mago de Athalantar gruñó lleno de muda cólera y determinación.
Tenía que recomponerse y salir de este lugar antes de que el ruego plateado almacenado se desvaneciera y lo abandonara, para ir a enroscarse alrededor de su corazón y recuperarse. Lo que fuera que lo había atrapado antes podía muy bien volver a hacerlo si se demoraba, y el dolor que estaba padeciendo lo había provocado el ataque de un solo pedúnculo. Giró despacio, doblado sobre sí mismo mientras llamas plateadas recorrían sus dedos temblorosos, y mantuvo las tripas en su lugar sin dejar de avanzar vacilante en dirección al punto por el que se filtraba una tenue luz diurna.
Los pedúnculos arrojaron nuevos rayos de voraz magia que chamuscaron las losas del suelo a pocos centímetros de las botas de Elminster; pero éste, tras cerrar lo que quedaba de la enorme herida, arrojó a su espalda una cortina de fuego plateado para protegerse de nuevos ataques.
A su espalda, sin que nadie los viera, los pedúnculos supervivientes se doblaron y apagaron al mismo tiempo. Inmediatamente después, las runas de la tumba adquirieron un resplandor continuo y vivificante, y diminutos resplandores parpadearon en la cortina metálica situada sobre ella, ascendiendo y descendiendo como si fueran arañas curiosas pero excitadas, que refulgían cada vez con mayor intensidad.
Elminster consiguió salir a la luz y permaneció parpadeando bajo el brillo cegador de la luz del día. Casi esperaba ser recibido con flechas y estocadas; pero, en lugar de ello, encontró sólo cuatro rostros asustados que lo miraban por encima de los lejanos restos de un muro.
Intentó llamarlos, pero todo lo que surgió de su garganta fue un gruñido seco y ahogado. Tosió, carraspeó, y volvió a probar, mas sólo consiguió una especie de sollozo.
El elfo situado tras la pared alzó una mano como si fuera a lanzar un hechizo, pero el enano y el humano que lo acompañaban le desviaron la mano de un manotazo. Siguieron una furiosa discusión y un forcejeo.
El clavó la mirada en el cuarto aventurero —una mujer que lo contemplaba con desconfianza por encima del mellado filo de una enorme espada que había sido alcanzada por un rayo o algo parecido no hacía mucho tiempo— y consiguió preguntar:
—¿Qué... año... es éste?
—El año de la Espada Desaparecida, a principios de Mirtul —respondió ella; luego, al ver su expresión de desconcierto, añadió—: Según el calendario del Valle, es el setecientos cincuenta y nueve.
El mago asintió y agitó la mano a modo de agradecimiento, mientras avanzaba trastabillando para ir a recostarse en una columna próxima.
Había estado explorando esta tumba —¿hacía un siglo?— para averiguar cómo se habían enfrentado a la muerte los archimagos más poderosos de Netheril, y alguna insidiosa trampa mágica lo había atrapado con tal astucia que ni siquiera se había dado cuenta de que se sumía en un estado de inmovilidad. Al parecer, había permanecido flotando paralizado cerca del techo durante años. Elminster el Poderoso, el Elegido de Mystra, armathor de Myth Drannor, y príncipe de Athalantar había permanecido suspendido en el aire, a modo de práctico punto de sujeción para que las arañas tejieran sus redes, y se había ido recubriendo de una gruesa capa de polvo y telarañas.
Idiota descuidado. ¿Conseguiría cambiar, se preguntó por un instante el mago de nariz ganchuda, si llegaba a vivir hasta los mil años o más?
Tal vez no. Bueno, al menos sabía que era un idiota. La mayoría de los hechiceros ni siquiera llegaban a darse cuenta. Aspiró con fuerza, se escondió tras una columna al ver que el elfo lo miraba con ferocidad y volvía a alzar las manos, y rebuscó en sus recuerdos. Allí estaban los hechizos... y ése serviría. Tenía todo un mundo que volver a descubrir, y décadas de historia perdida que recuperar.
—Mystra, perdóname —dijo en voz alta, invocando el conjuro.
No obtuvo respuesta, pero el hechizo funcionó tal y como se suponía, arrebatándolo al interior de un breve remolino de brumas azules y burbujas plateadas que lo trasladarían a otra parte.
La figura situada tras la columna desapareció de improviso.
—¡Podría haberlo atrapado! —maldijo Iyriklaunavan—. Unos instantes más, y...
—Podrías haber conseguido que nos mataran aquí mismo en un duelo de hechizos —siseó Amandarn—. ¿No sería mejor que nos fuéramos de aquí? Ese hombre quedó libre del lugar en el que lo encontramos, los ojos brotaron de las columnas... ¿Qué otra cosa se está despertando ahí dentro?
—¿Qué es lo que oigo? —Folossan alzó los ojos al cielo—. ¿Un ladrón que deja atrás un tesoro?
—Di mejor que se aleja de una muerte probable, para poder seguir vivo —replicó el redistribuidor de riqueza con una fría mirada.
El enano alzó la mirada hacia la silenciosa guerrera situada junto a él.
—¿Nessa?
La mujer lanzó un profundo y pesaroso suspiro, antes de indicar en tono firme:
—Saldremos corriendo de aquí, todo lo rápido que nos permitan estas piedras sueltas. Vamos... ya. —Dio media vuelta y empezó a abrirse paso por entre las pilastras y restos de muros derrumbados.
—Nos encontramos a menos de veinte pasos de la magia más potente que he visto en décadas —protestó el mago elfo, señalando con una mano la oscuridad.
Nuressa se volvió, los brazos en jarras, y replicó con acritud:
—Escucha mi predicción: no se trata tan sólo de la magia más potente que hayas visto... También es la más potente que verás jamás, Iyrik, si permaneces por aquí mucho más tiempo. Marchemos antes de que oscurezca... y mientras aún podemos.
Volvió a darse la vuelta. Folossan y Amandarn lanzaron miradas pesarosas a la sala de la que habían huido, pero la siguieron.
El elfo de la túnica castaña dobló la esquina del muro con paso ansioso, como si fuera a regresar a la tumba, pero luego giró para reunirse con sus compañeros. Unos pasos más allá se detuvo y miró a su espalda.
Con un suspiro, reemprendió la marcha, sin llegar a ver lo que salió de la tumba para ir tras sus pasos.
La segunda antorcha se extinguió, y, en la casi total oscuridad que siguió, las runas de los escalones de la tumba llamearon como si de velas de altar se tratara. De algún punto indeterminado surgió un rítmico ruido sordo que parecía provenir de un lejano tambor invisible. Las luces que parpadeaban y jugueteaban en la cortina situada en lo alto del negro sarcófago de piedra empezaron a moverse vertiginosamente, rociando la tumba de piedra con una lluvia de chispas que, al tocar las runas, se trocaban en diminutas llamaradas. Las acompañó una bruma o humo fino, y un tenue eco que bien podría haber sido un cántico regocijado se entremezcló efímeramente con el tamborileo.
Las runas resplandecieron con fuerza, se apagaron, centellearon casi cegadoras... para luego extinguirse bruscamente, dejándolo todo sumido en la oscuridad y el silencio.
Los rescoldos de la antorcha proyectaban apenas luz suficiente para ver —de haber estado alguien allí para verlo— cómo la enorme tapa del sarcófago se elevaba justo por encima de sus bordes. Algo se deslizó al exterior por la abertura, y revoloteó por la estancia.
Era más una brisa que un cuerpo, más una sombra que una presencia. Como un helado remolino repiqueteante se replegó sobre sí misma y flotó, decidida, hacia la llamada de la luz solar. Unos seres vivos que habían estado en la tumba no hacía mucho andaban todavía... aunque eso no duraría demasiado.
Azuth sigue siendo una figura misteriosa; a veces benévolo, a veces despiadado, ansioso por revelarlo todo en algunas ocasiones, en tanto que, en otras se muestra deliberadamente enigmático. Es decir, un típico mago.
Antarn el Sabio
Historia de los grandes archiumagos de Faerûn,
publicado aproximadamente el Año del Báculo
La espada descendió centelleante y mortífera, y el arbusto de roszel emitió un sonoro chasquido mientras el templado acero se abría paso a través de él. Las ramas cubiertas de espinas cayeron con secos crujidos, un pie enfundado en una bota resbaló, y se escuchó un fuerte estrépito, seguido por un tenso silencio, al tiempo que tres aventureros contenían a una la respiración.
—¡Que Tempus nos proteja!
—¡Ahórrate las plegarias, estúpido, y corre! ¡Tempus honrará tus huesos si no te apresuras!
Los pucheros entrechocaron con estrépito cuando Larando los arrojó a un lado, junto con la mochila y todo lo demás, y salió corriendo por entre los helechos que le llegaban hasta las rodillas. Una rama baja le arrebató el yelmo, y él ni siquiera se detuvo para recogerlo.
El sacerdote de Tempus lo siguió, jadeante, chorreando de sudor la incipiente barba. Ardelnar Trethtran estaba agotado, y los pulmones y los muslos le dolían de tanto correr, pero todavía no se atrevía a dejarse caer al suelo. Las desmoronadas torres de Myth Drannor seguían rodeándolos por todas partes... y también los enemigos al acecho.
Una risa profunda y áspera retumbó desde los árboles a la izquierda de Ardelnar, seguida por el ataque de un trío de barbazus, cuyas barbas goteaban sangre. Estaban desnudos, y su escamosa piel brillaba merced a la sangre de las víctimas combinada con la habitual capa de lodo. Las anchas espaldas se agitaban, y las orejas parecidas a las de los murciélagos se mecían exultantes, al igual que las largas y restallantes colas, mientras se aproximaban a saltitos como orcos juguetones, los negros ojos chispeantes de júbilo. Arrojaron lejos las ensangrentadas extremidades de algún infortunado aventurero al que habían desgarrado y se abalanzaron sobre Larando, al tiempo que gritaban alborozadas chanzas e insolencias en una lengua que Ardelnar se alegró de no comprender. Las criaturas agitaron sus pesadas espadas aserradas como si fueran juguetes mientras aullaban y bufaban y asestaban mandobles, y no tardaron nada en derramar sangre. Larando chilló cuando un brazo que se retorcía frenético salió volando lejos de su cuerpo, diestramente seccionado por un hábil golpe.
El segundo barbazu no resultó tan diestro; el otro brazo del guerrero quedó colgando del hombro, sujeto al cuerpo por unos jirones de carne ensangrentada. Cuando Larando se desplomó con un gemido, dos de los demonios usaron las aserradas armas para alzarlo en una improvisada litera, y echar a correr con él de modo que el tercer barbazu pudiera divertirse con las entrañas del desdichado y abrir aberturas que les permitieran vislumbrar brevemente el amplio mundo.
La cabeza de Larando colgaba inerte a pesar de las brutales bofetadas que le asestaban, cuando Ardelnar huyó en otra dirección. Lo último que vio el sacerdote de su amigo fue a una hermosa mujer alada —no, una diablesa, una erinye— que se abalanzaba desde los árboles con una hoz en las manos.
Unas enormes alas de plumaje gris batían el aire por encima de un cuerpo delgado que aparecía bien proporcionado y pálido en los lugares que la terrible armadura de púas no cubría. Unas cejas negras y fruncidas se arquearon jubilosas, y una boca vivaracha se entreabrió cuando la diablesa se relamió de gusto por anticipado. La criatura movió veloz su arma, giró sobre sí misma, y se alejó por el aire, agitando un sangriento trofeo. A su espalda, los barbazus, bañados en sangre, aullaron su desilusión mientras un cuerpo decapitado se debatía y contorsionaba entre ellos.
—Ojalá Tempus perdone mi temor —consiguió farfullar Ardelnar con labios lívidos y temblorosos, en tanto que luchaba por contener las náuseas y seguía corriendo. Había sido un error ir allí, un error que daba la impresión de que iba a costarles la vida a todos.
La Ciudad del Canto no era un pozo abierto lleno de tesoros, sino el territorio de caza de los demonios; criaturas malévolas que permanecían ocultas para que los aventureros se adentraran tranquilamente en la zona y deambularan por las ruinas mismas de la destrozada ciudad. Una vez allí, atrapaban a los intrusos y se dedicaban al horrible deporte de asesinarlos en una especie de macabra cacería.
Los relatos de tales crueldades corrían por las tabernas donde se reunían los aventureros. Ése fue el motivo de que tres compañías famosas y muy independientes se hubieran unido de mala gana en un pacto y partido juntas hacia Myth Drannor, en la confianza de que siete magos —dos de ellos archimagos conocidos— podían ocuparse de unos pocos seres con alas de murciélago…
La mayoría de estos magos ya habían sido descuartizados o abandonados entre las ruinas con los ojos y lenguas arrancados, para que los demonios se divirtieran con ellos tranquilamente más tarde. «Cuando todos los demás estemos muertos», se dijo Ardelnar al tiempo que tropezaba con una estatuilla caída, daba unos cuantos saltitos torpes para mantener el equilibrio, y cruzaba a trompicones por entre los destrozados restos, cubiertos de maleza, de una fuente.
Sin duda habían encontrado tesoros. La bolsa de su cinturón estaba repleta de un generoso doble puñado de gemas —zafiros y unos cuantos rubíes— arrancadas del pecho de un cadáver elfo momificado, una vez que su magia protectora se hubo desvanecido entre unos pocos postreros fulgores y suspiros. Incluso habían encontrado una solitaria erinye en aquella cripta, a la que habían matado con toda tranquilidad. Después de cortarle las alas en medio de una lluvia de plumas ensangrentadas, la criatura no duró mucho frente a las espadas de una docena de aventureros, a pesar de todos sus siseos y escupitajos. Ardelnar recordaba aún el chorro de sangre que brotó de aquella boca tan hermosa que daban ganas de besarla, y cómo la sangre humeaba mientras chorreaba por sus oscuras extremidades.