La Tentación de Elminster (8 page)

La muchacha tuvo la vaga impresión de que una figura acorazada se acercaba a ella, y lanzó una patada al frente al tiempo que rodaba sobre sí misma para agarrarse a las raíces y el musgo y volver a intentar salir del foso. Un tirón, otro, y por fin se encontró de rodillas sobre el musgo del bosque en el borde de la hondonada, lista para incorporarse. Se vio detenida en seco por una mano férrea que se cerró como una tenaza sobre su tobillo y empezó a arrastrarla hacia atrás.

Percibió el centelleo del acero pasando sobre su cabeza, y su tobillo quedó repentinamente libre.

Immeira cayó de bruces sobre las húmedas hojas muertas, en tanto que del agujero, a su espalda, brotaba un borboteo gutural. Alguien limpió la oscura mancha de sangre fresca de una espada larga sobre el musgo que crecía a un lado de la joven, y una voz sorprendentemente afable dijo:

—Mi buena señora, ¿seréis tan amable de permanecer aquí junto a este foso? Necesito vuestra ayuda, pero también hay una urgente batalla que debo librar.

—Yo... bueno, sí —consiguió farfullar ella, entre escalofríos, y al cabo de un instante unos dedos suaves pero enérgicos abrieron su mano derecha manchada de musgo, colocaron la empuñadura de una daga en la palma, y cerraron sus dedos alrededor de ella. Immeira la contempló, algo aturdida, mientras un repentino silencio descendía otra vez sobre ese rincón del bosque.

El hombre de la nariz aguileña se había ido, corriendo por entre los árboles con paso ligero, de vuelta a la carretera. La muchacha lo siguió con la vista, se lamió los labios repentinamente resecos, y no pudo evitar echar una ojeada al interior de la hondonada.

El bandido estaba hecho un ovillo, la garganta bañada en roja sangre, y ella se vio repentinamente acometida por las náuseas.

Mientras vomitaba sobre las hojas y heléchos, Immeira no llegó a ver cómo el desconocido daba la vuelta a los cuerpos para asegurarse de que estaban muertos y arrebatarles las armas. La joven aguardaba junto al fosco cuando él regresó por entre los árboles transportando un gran fardo que tintineaba mientras andaba. El extranjero le dedicó una sonrisa.

—Bien hallada —dijo con educación, esbozando una reverencia cortesana.

Immeira lo miró con fijeza; luego lanzó un bufido de repentina e impotente hilaridad. Intentó realizar una genuflexión a modo de respuesta, a pesar de los viejos pantalones y amplias botas, y cayó sobre el musgo. Ambos estallaron en carcajadas, y un brazo fuerte incorporó a la joven, que se encontró cara a cara con los ojos del guerrero de nariz aguileña.

—Yo... —empezó a decir ella, vacilante.

El recién llegado le dedicó una sonrisa amable, le propinó unas palmaditas tranquilizadoras en el brazo, y dijo:

—Llamadme Wanlorn. He venido a cazar zorros..., Zorros de Hierro. ¿Cómo os llamáis?

—Immeira —respondió ella, bajando la mirada hacia la daga que él le había entregado, para luego levantarla hacia él, sin poder creer apenas que la salvación que había esperado durante todos estos años hubiera llegado al Starn tan deprisa y de un modo tan devastador.

—¿Es seguro permanecer aquí unos instantes y conversar? —quiso saber él.

—Sí —repuso Immeira; luego se llenó de valor y serenidad para hacer una pregunta a su vez.

»—¿Estás solo? —inquirió, estudiando el rostro del hombre.

No era tan joven como había parecido al principio, y «Wanlorn» era un viejo nombre campesino que significaba «vagabundo en busca de algo». ¿Cómo podía un hombre —aunque fuera alguien tan hábil con las armas como éste— derrotar a todos los hombres que tenían sus armas al servicio del Zorro, o incluso escapar con vida de ellos?

Como si hubiera leído su mente, el desconocido de nariz ganchuda sujetó a la muchacha con suavidad por los brazos y manifestó con vehemencia:

—Estoy realmente solo... de modo que necesito vuestra ayuda, muchacha. No para que combatáis a los secuaces del Zorro con ramas de árbol... ni siquiera con dagas, sino para que me digáis: ¿quieren verse libres del Zorro de Hierro las gentes del Starn?

—Sí —respondió Immeira, algo desconcertada por la rapidez con que habían puesto a Faerun boca abajo ante sus ojos—. Por los dioses, claro que sí.

—¿Y cuántos guerreros tiene el Zorro a su disposición? Tanto los que están armados como éstos, como los que pueden lanzar hechizos o disparar una ballesta u ofrecerle su lealtad de cualquier otro modo... Decídmelo, por favor.

La muchacha empezó entonces a explicar todo lo que sabía y recordaba o adivinaba sobre el Zorro de Hierro y sus huestes. Los ojos chispeantes y la mueca alegre no abandonaron jamás el rostro del recién llegado, ni siquiera cuando ella le contó que los que llevaban la negra cota de malla y el emblema de la cabeza de zorro eran doce más aparte de los seis que él ya había eliminado, y que no quedaba ningún hombre en el Starn con la energía o el valor suficientes para respaldar a un solitario desconocido contra el Zorro de Hierro. Ni tampoco podía ella confiar en nadie más aparte de sí misma para que lo ayudara, por temor a las historias que podían contar algunas de las muchachas sombras que tal vez, tras un duro invierno, estarían deseosas de obtener calor, ropas elegantes y buena comida aunque fuera a cambio de traicionar a alguien a quien apenas conocían.

La sonrisa del hombre se ensanchó cuando ella le contó que, por lo que sabía, ningún hechicero ni clérigo había residido nunca en la Torre del Zorro ni en los alrededores del Starn, y que el Zorro carecía de poderes mágicos.

Immeira indicó a Wanlorn, o cualquiera que fuera realmente su nombre, dónde estaban apostados los guardas y cuánto tardarían en echar en falta a los seis hombres. La media docena de zorrillos yacían en el bosque con los yelmos arrojados al Larrauden y sus monturas —junto con un caballo tordo desconocido— atadas a poca distancia. La joven le contó todo lo que sabía —sobre cómo pasaba las tardes el Zorro de Hierro; dónde se guardaban los cuatro perros de caza y las ballestas, faroles y caballos de la Torre del Zorro; y sobre la vida en el Starn tanto ahora como antes de la caída de las Zarpas— hasta que empezó a cansarse de responder preguntas.

Wanlorn le preguntó si existían almiares en el Starn a los que pudiera acercarse desde el bosque sin ser visto y a los que durante uno o dos días no fuera a acercarse ningún granjero. Ella le indicó tres que cumplían estos requisitos, y él le pidió que lo condujera hasta el mejor de ellos con tanto sigilo como fuera posible, para ocultar el fardo de armas requisadas.

—¿Luego qué? —inquirió ella en voz baja.

—Lo más seguro para vos, Immeira —respondió Wanlorn sin tapujos, los ojos clavados en los de su compañera—, sería que os marcharais a donde sea que viváis, no a los bosques que tal vez registren guerreros furiosos y armados acompañados de perros de caza, y que no volváis a acercaros jamás a esta hondonada ni al almiar hasta que el Zorro haya desaparecido del Starn, me ocurra lo que me ocurra.

—¿Y si me niego? —casi susurró ella.

—No soy un tirano —respondió él con una sonrisa—. En el Faerun que me gustaría ver, los muchachos y las muchachas deberían poder deambular y hablar con total libertad. Sin embargo, si me seguís o intentáis ayudarme, no puedo protegeros... pues estoy solo en esto, sin ningún dios que obre milagros cuando la batalla se vuelva en mi contra.

—Oh, ¿no? —preguntó Immeira, alzando una mano que temblaba un poco menos de lo que había temido que haría, para señalar el punto donde la patrulla de bandidos había cortado la carretera—. ¿No fue eso un milagro?

—No —repuso Wanlorn sin dejar de sonreír—. Los milagros aparecen por lo general cuando se cuentan hazañas, a través de años de contarlas repetidamente. Si habláis demasiado, tal vez se convertirá también en un milagro.

¿Quién era este hombre, y por qué había ido allí?

Immeira mantuvo la mirada de aquellos serenos ojos azul-gris durante un instante —justo ahora, parecían bastante más azules de lo que su mente le decía que eran— y preguntó con sencillez:

—¿Quién eres en realidad? ¿Y por qué..., por qué quieres enfrentarte a la muerte aquí? ¿Qué te importa a ti el Starn? ¿O acaso buscas vengarte del Zorro de Hierro?

—La primera vez que oí hablar de él fue hace menos de diez días —respondió él, meneando la cabeza ligeramente—. Sigo los dictados de mi corazón, motivo por el que estoy aquí. Vagabundeo para aprender y convertir a los Reinos en algo más parecido a lo que deseo que sean. A menos que el Starn resulte ser mi tumba, no puedo quedarme aquí pues no tengo más remedio que proseguir con mi andadura. Soy una persona arrojada a este camino por mi nacimiento y... por las elecciones que he hecho. —Calló, y, cuando ella enarcó las cejas y entreabrió los labios para preguntar o decir algo más, él alzó una mano como para silenciarla y añadió—: Aceptadme tal y como me veis.

Immeira le sostuvo la mirada en silencio durante un puñado de interminables momentos; luego replicó:

—Pues así lo haré, hombre chiflado, y me sentiré honrada de haberte conocido. Vamos, el almiar espera.

Le dio la espalda —nunca antes había confiado en un hombre hasta el punto de apartar la vista de él, en especial alguien que estuviera pegado a su espalda y armado— y lo condujo por senderos que sólo ella y los animales que los habían abierto conocían. Él la siguió, con un leve tintineo metálico.

Resultaría muy fácil despejar el salón de banquetes de la Torre del Zorro con una bola de fuego y abatir a los pocos guardas diseminados con conjuros menores, pero ésa era precisamente la tentación que Elminster tenía que resistir. Había transcurrido un largo verano desde que había hablado con un dios en lo alto de una colina, pero la costumbre de conjurar para satisfacer cualquier necesidad o capricho, de buenas a primeras, se iba resquebrajando poco a poco. Poco a poco.

La crueldad y falta de escrúpulos de estos hombres de la cabeza de zorro eran tan manifiestas y se ponían en práctica tan a menudo que no le preocupaba matarlos inmediatamente. Si le era posible.

Un hombre, luchando honradamente y en campo abierto, no tendría muchas posibilidades ante tan siniestros perros de presa.

«Humm, sí —se dijo—. Esos perros...»

Faltaba muy poco para el mediodía, y la muchacha llamada Immeira seguía pegada a él. La joven era una sombra furtiva con no menos de una docena de dagas sujetas alrededor del cuerpo y con la pesada cadena de su compañero en las manos. Sin duda los bandidos no tardarían en encontrar a los hombres que había matado esa mañana, y sonarían pronto los cuernos de alarma. Más o menos a esa hora un trío de facinerosos debía aparecer procedente de la torre para relevar el puesto de guardia en que se hallaban, en el extremo opuesto del valle de aquel en el que había sido objeto de tan cálida y sangrienta recepción matutina.

«Relevar»: una palabra bien elegida. Uno de los aburridos guerreros que había estado sentado a la sombra del camino en el otro lado se incorporó entonces y desató su bragueta al tiempo que cruzaba la abrasadora y polvorienta carretera en dirección a él para aliviar sus necesidades.

En esta ocasión sus necesidades tendrían que posponerse indefinidamente.

Elminster se alzó de entre los arbustos con pausada elegancia y arrojó uno de sus cuchillos en cuanto el hombre se detuvo y se colocó en posición. El maldijo en silencio y extrajo otra daga, comprendiendo que había errado el tiro. El bandido levantó la cabeza con repentina alarma cuando el cuchillo pasó centelleando junto a él... y el segundo no le acertó el ojo que era su objetivo, sino que fue a hundirse hasta el mango en su mejilla.

Sonó un sordo y gutural alarido, y, al mismo tiempo, El le arrebató a Immeira la cadena de las manos y corrió hacia el hombre, consciente de que no tenía tiempo suficiente para ocuparse de esto si bien no tenía más alternativa que intentarlo.

El bandolero, a ciegas, se esforzaba ya por encontrar el camino de vuelta a la carretera que sus dos compañeros cruzaban ahora, con las espadas desenvainadas y expresión cautelosa, siguiendo la dirección de la que surgían sus gritos de angustia.

Aminoraron el paso al abandonar el brillante sol y penetrar en la moteada sombra de los árboles, para evitar ser derribados por un enemigo al acecho, y ambos se detuvieron al ver aparecer a su tambaleante colega. El, lanzado a la carrera, apareció justo detrás del herido, usando el cuerpo bamboleante de éste como escudo mientras hacía girar con fuerza la cadena por encima de él, dejando fuera de juego un brazo armado, para acto seguido intentar acortar distancias con su aturdido propietario y hundirle un cuchillo en el rostro.

El hombre se apartó de un salto antes de que El pudiera atacar, sacudiendo el brazo entumecido y los dedos destrozados. El último príncipe de Athalantar contempló el rostro enfurecido del otro facineroso que lo miraba iracundo desde detrás del hombre al que había herido primero, de modo que le arrojó a él el cuchillo.

El bandido se desplomó con un alarido, más sobresaltado que herido, y el joven mago levantó la cadena para golpear en el rostro al nombre que había desarmado. Saltó un chorro de sangre, una cabeza se balanceó inerte, y el hombre cayó al suelo; seguido por Elminster, que tuvo que lanzarse al suelo para esquivar los mandobles desesperados de un espadón que empuñaba el bandido del puesto de guardia que había herido en primer lugar.

El herido se había arrancado la daga y escupía sangre, medio cegado por las lágrimas de dolor que corrían por su rostro, pero veía lo suficiente para saber dónde estaba el peligro y distinguir a su adversario.

El rodó por el suelo, en un intento de alejarse del arma que seguía atacándolo. Mientras se revolcaba por el polvo con su atacante dando traspiés y asestando mandobles tras él, el mago se preguntó cuándo caería sobre él el tercer bandido; sabía que entonces tendría que usar uno de sus hechizos, Mystra o no Mystra, o morir.

El hombre perdió el equilibrio durante un mandoble especialmente violento y se tambaleó, lo que aprovechó El para apoyar el hombro contra el suelo, girar en redondo, y lanzar ambos pies al frente en una fuerte patada. La endemoniadamente pertinaz espada tintineó y rebotó junto a su oreja al venirse abajo su propietario con un gruñido, perdido el aliento a causa del golpe recibido. El continuó girando sobre sí mismo, hasta que consiguió incorporarse y alejarse cuatro pasos antes de atreverse a mirar atrás y echar un vistazo a sus adversarios. ¿Dónde estaba el tercer bandido?

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