La Tentación de Elminster (11 page)

Lady Nasmaerae se dirigió hacia un sofá que, a todas luces, era su asiento habitual, y se instaló en él con tal grácil elegancia que ambos hombres hicieron una pausa para admirarla. Ella les sonrió y sostuvo en silencio contra su mejilla una copa aflautada de cristal elfo llena de vino helado, satisfecha con escuchar mientras los dos hombres intercambiaban los cumplidos de costumbre, ante la larga y bien provista mesa, si bien desocupada por el momento, que la luz de las velas iluminaba.

—Aunque en muchos salones podría considerarse excesivamente osado preguntar con tanta franqueza —manifestó la Mantimera con voz cavernosa—, quisiera saber algo por pura curiosidad, y por lo tanto lo preguntaré. ¿Qué os trae aquí, desde un país tan lejano que os confieso que jamás oí hablar de él, para buscar un castillo en medio de la lluvia?

—Lord Esbre —sonrió Wanlorn—, soy un hombre tan directo como vos, siempre que me es posible, y me complace declarar sin ambages que me dedico a recorrer Faerun en este Año del Regocijo para averiguar más cosas sobre él, tarea que realizo bajo dirección divina, y que en la actualidad busco información o noticias sobre alguien a quien tan sólo conozco como «Dasumia». ¿Tenéis vos, por casualidad, un o una Dasumia en Felmorel, o tal vez toda una provisión de Dasumias en la vecindad?

La Mantimera arrugó ligeramente el ceño, concentrándose, antes de responder:

—Me temo que no, por lo que yo sé, y por lo tanto debo responder no a ambas preguntas. ¿Y tú, Nasmaerae?

—Jamás he oído ese nombre. —Lady Felmorel meneó levemente la cabeza y se giró para mirar a Wanlorn a los ojos—. ¿Está relacionado este asunto con la magia que con tanta destreza exhibisteis ante las puertas de este lugar... o es algo que preferís mantener secreto? —inquirió.

—En realidad no sé con qué está relacionado —replicó su invitado—. En estos instantes, «Dasumia» es un misterio para mí.

—A lo mejor nuestros otros convidados, uno de ellos muy versado en cuestiones mágicas, y ambos personas que han viajado mucho, podrían proporcionaros información para iluminar los oscuros rincones de vuestro misterio —ofreció lord Esbre, deslizando una damajuana hasta donde estaba Wanlorn—. Con los años, he descubierto que muchos aspectos de la tradición local yacen en las mentes de aquellos que se sientan a mi mesa como gemas centelleantes en sótanos olvidados, gemas que a ellos mismos les sorprende tanto recordar y sacar a la luz como a nosotros que sean poseedores de tan específicos y raros tesoros.

Una fanfarria de trompetas sonó débilmente por lejanos corredores, y la Mantimera dirigió una veloz mirada a los criados que abrían con destreza un par de altas puertas de color ébano con pesados tiradores dorados.

—Aquí vienen ambos ahora —anunció el anfitrión, al tiempo que sumergía un whellusk, incluida la mitad de la concha, en un cuenco de queso blando picante—. Os ruego que comáis, buen señor. Aquí no guardamos las formalidades con respecto a servirse o servir a otros. Todo lo que pido a mis invitados es una buena charla y que escuchen con atención. ¡Bebamos!

El uno al lado del otro, y avanzando con pasos medidos —exactamente como si ninguno de los dos quisiera entrar en la sala el primero o el último— dos hombres altos penetraron en la estancia en aquel preciso instante. Uno tenía las espaldas anchas como un toro, y lucía un cinturón de oro, terminado en pico en la parte frontal, que le llegaba casi hasta el abultado pecho. Delgada seda morada cubría la poderosa musculatura en la parte superior y caía sobre brazos nudosos y velludos hasta donde unas muñequeras doradas ceñían antebrazos más gruesos que los muslos de la mayoría de los hombres. Tanto el cinturón como las muñequeras, al igual que el enorme alzapón de oro visible bajo el cinturón del recién llegado, mostraban escenas primorosamente cinceladas de hombres combatiendo contra leones.

—Ah, Mantimera —tronó el hombretón—. ¿Tienes más de esa carne de venado con salsa que todavía se derrite en mi memoria? ¡Me muero de hambre!

—No lo dudo —repuso lord Felmorel, riendo por lo bajo—. Esa carne de venado no tiene por qué seguir formando parte sólo de la memoria; levantad la tapa de esa gran bandeja de ahí, y es vuestra. Wanlorn de Athalantar, os presento a Barundryn Harbright, guerrero y explorador de renombre.

Harbright lanzó una mirada al hombre de la nariz aguileña sin detener su decidido avance hacia la bandeja indicada, y emitió una especie de gruñido, más una contestación evasiva que un saludo o bienvenida. Wanlorn le contestó con un movimiento de cabeza, en tanto que sus ojos se volvían ya hacia el otro hombre, que permanecía ante la mesa como un frío y oscuro pilar de funesta hechicería. El hombre de la nariz aguileña no necesitó de la presentación del señor de la casa para darse cuenta de que se trataba de un hechicero casi tan poderoso como altivo; sus ojos mostraban un gélido desprecio cuando se cruzaron con los de Wanlorn, pero parecieron adquirir un resquicio de respeto —¿o era temor?— al volverse para mirar a lady Nasmaerae.

—Lord Thessamel Arunder, a quien algunos llaman el Señor de los Conjuros —anunció su anfitrión, y, Wanlorn creyó percibir que su tono había sonado con algo menos de entusiasmo que al presentar al guerrero.

El archimago dedicó al nuevo invitado un frío saludo con la cabeza que era más una despedida que una bienvenida, y se sentó con un ademán grandilocuente que le sirvió para exhibir con gran ostentación los muchos y centelleantes anillos de extrañas formas de sus dedos. Para subrayar su importancia, varios de los anillos parpadearon en un aleatorio despliegue de centelleos y fogonazos multicolores.

Mientras bajaba la vista hacia la comida dispuesta ante él, a Wanlorn le vino por un breve instante a la memoria el recuerdo de las mandíbulas de los lobos chasqueando ante su rostro, en las tierras nevadas situadas fuera del Starn durante el duro invierno que acababan de dejar atrás. Casi se le escapó una sonrisa al alejar el sangriento recuerdo de su mente —hambre, se había tratado de simple hambre para aquellas fieras aulladoras; ni mejor ni peor que lo que lo dominaba ahora— y se aplicó a la contemplación de la sopa de lagarto sazonada con pimienta y el crujiente pastel de carne de tres serpientes que tenía muy cerca. Mientras cortaba un pedazo de este último y lo olfateaba agradecido, Wanlorn sabía que Arunder había lanzado una veloz mirada hacia él, para comprobar si este invitado desconocido estaba suficientemente impresionado con su demostración de poder; también sabía que el mago debía de estar ahora recostado en su asiento y alzando una copa de vino para ocultar un estado de irritación superlativo.

Sin embargo, no tenía más que mirarse a sí mismo en un espejo mágico para darse cuenta de que el poder y los logros en el Arte arrastran a muchos hechiceros a actuar con infantil irritabilidad, ya que esperan que todo el mundo dance a su son y se muestran egoístamente molestos cuando no es así. En estos momentos, él era el actual motivo de enojo de Arunder; el hechicero descargaría muy pronto su cólera contra él.

Demasiado pronto.

—Decís que procedéis de Athalantar, buen señor... ah, Wanlorn. Hubiera pensado que pocos de vuestra edad se proclamarían producto de esa región fracasada —ronroneó el hechicero, en tanto que el guerrero Harbright regresaba a la mesa transportando una bandeja de plata tan ancha como su pecho, que crujía sonoramente bajo el peso de casi todo un jabalí asado y varias docenas de aves en espetones, y se instalaba ante ella entre los crujidos de su asiento y el tintineo de jarras que se tambaleaban—. ¿Dónde habéis residido últimamente, y qué os trae aquí, envuelto en misterios y sin avisar, a una casa tan llena de riquezas, si puedo preguntarlo? ¿Deberían acaso nuestros anfitriones echar el cerrojo a sus cofres de joyas?

—Llevo ya varias décadas vagando por estos hermosos reinos —respondió alegremente Wanlorn, como si no hubiera detectado el sarcasmo de Arunder o sus claras insinuaciones—, en busca de conocimientos. Había esperado que Myth Drannor me enseñaría mucho... pero me dio sólo una lección sobre la primitiva necesidad de correr más deprisa que los demonios. He hurgado por aquí y atisbado por allí, pero sin averiguar más que unos pocos secretos sobre Dasumia.

—¿Es eso cierto? ¿Buscáis tradiciones locales sobre magia... o se limita vuestra búsqueda a los simples tesoros?

Ante esta última palabra, el guerrero Harbright alzó la mirada e, interrumpiendo unos instantes su ruidoso y continuo masticar y deglutir, clavó los ojos directamente en el desconocido para escuchar su respuesta.

—Tradiciones locales es lo que persigo —respondió Wanlorn, y el guerrero profirió un gruñido asqueado y reanudó su comida—. Saber popular sobre Dasumia... pero en su lugar parece que estoy encontrando bastante información sobre el Arte. Supongo que su poder empuja a los que saben escribir para que pongan por escrito detalles sobre él. En cuanto a tesoros... las monedas no se comen. Ya tengo suficientes para cubrir mis necesidades; solo y a pie, ¿cómo podría transportar más?

—Usad unas cuantas para comprar un caballo —gruñó Harbright, salpicando una zona semicircular de la mesa con pedacitos de jabalí a las finas hierbas—. ¡Por los dioses celestiales, recorrer los Reinos a pie! ¡Llegaría a viejo incluso antes de que mis pies estuvieran tan desgastados que no quedaran más que los tobillos!

—Decidme —se dirigió lord Felmorel a Wanlorn, inclinándose al frente—, ¿cuánto conseguisteis ver de la legendaria Ciudad del Canto? La mayoría de los que llegan tan sólo a vislumbrar las ruinas son descuartizados antes siquiera de poder alejarse.

—¿O simplemente deambulasteis por los bosques cerca del lugar donde imagináis que se encuentra Myth Drannor? —inquirió Arunder con voz sedosa, levantando bruscamente una jarra para volver a llenar su vaso.

—Los demonios debían de estar ocupados persiguiendo a otro —contestó el hombre de nariz aguileña a la Mantimera—, ya que pasé la mayor parte de un día gateando por edificios cubiertos de maleza y en gran parte vacíos sin ver ningún ser vivo más grande que una ardilla. Hermosas ventanas en forma de arco, balcones semicirculares... Debió de ser un lugar espléndido. Ahora no queda gran cosa por ahí que poderse llevar. No vi copas de vino aún sobre las mesas ni libros abiertos en el punto donde el lector se vio interrumpido, como los juglares nos quieren hacer creer. Sin duda la ciudad fue saqueada después de su caída. No obstante vi, y recuerdo, algunos sigilos y escritos. Si consiguiera saber qué significan...

—¿No visteis ningún demonio? —Arunder sonaba burlón; pero también visiblemente ansioso por oír la respuesta del otro. El hombre de la nariz aguileña sonrió.

—No, señor mago, pero todavía custodian la ciudad. Sin duda pasarán años, si es que se llega a ello, antes de que la gente pueda penetrar en las ruinas sin tener que preocuparse de nada más peligroso que una estirge, digamos, o un oso-búho.

Lord Felmorel sacudió la cabeza.

—Todo ese poder —murmuró—, y sin embargo cayeron. Toda aquella belleza suprimida; los habitantes muertos y desperdigados... Una vez que se perdió, nunca podrá regresar. No tal y como era.

—Ni siquiera si se desterrara a los demonios de allí para siempre —repuso Wanlorn, asintiendo—, se reconstruyera el lugar en dos semanas, y se reuniera allí a una serie de ciudadanos con un ingenio y habilidades comparables a los de antes, no conseguiríamos volver a tener la Ciudad de la Belleza. Aquel entusiasmo y empuje compartidos, aquella libertad de experimentar y razonar libremente y entregarse a la extravagancia, basados en el convencimiento de la propia invulnerabilidad no estarían allí. Tendríamos una especie de decorado que intentaría ser una representación de la Ciudad del Canto, pero no sería el Myth Drannor de antes.

—He oído muchas historias sobre la caída —dijo su anfitrión, asintiendo—, e incluso en una ocasión me enfrenté a un ser diabólico... no allí, claro... y viví para contarlo. Pero, aunque estuvieran divididos por sus distintos y egoístas intereses y rivalidades, me cuesta creer que un pueblo tan magnífico y poderoso desapareciera de un modo tan completo y total como lo hizo.

—Myth Drannor tenía que desaparecer —tronó Barundryn Harbright, extendiendo una mano enorme como si sostuviera un cráneo invisible sobre la mesa para su inspección—. Se creían superiores, ¿sabéis?, y empezaron a perseguir de nuevo la divinidad... como esos netheritas. Los dioses se ocupan de que tales sueños terminen en un baño de sangre, o tendríamos más dioses de los que podríamos recordar, y ninguno de ellos con poder suficiente para responder a una sola plegaria. Es tan evidente... ¿Por qué, pese a ello, todos estos magos siguen cometiendo el mismo error?

El hechicero Arunder lo obsequió con una fina sonrisa de superioridad y respondió:

—Tal vez porque no te tienen a ti a mano para corregir toda mínima desviación del Auténtico Sendero.

—Ah, ¿has oído hablar de él? —inquirió el guerrero, y su rostro se iluminó—. El Auténtico Sendero, sí.

El mago se quedó boquiabierto. Había pretendido ser irónico, pero por los dioses que este paleto parecía decirlo en serio.

—No somos demasiados por el momento —siguió Harbright con entusiasmo, agitando en el aire un faisán entero chorreante de salsa para recalcar sus palabras—, pero ya gobernamos en una docena de ciudades. Ahora lo que necesitamos es un reino, y...

—Eso lo necesitamos todos. A mí me gustaría poseer varios —repuso Arunder burlón, tras recuperarse rápidamente de su sorpresa inicial—. ¿Por qué no me consigues uno con gran cantidad de castillos enormes?

Harbright le dedicó una mirada penetrante.

—El problema con los magos demasiado listos —gruñó a los comensales en su conjunto— es su desconocimiento de lo que es trabajar... por no mencionar tener que tratar con toda clase de gentes y saber cómo ensillar un caballo o volver a colocar un tacón en una bota o incluso saber cómo matar y cocinar un pollo. Por lo general ni siquiera saben beber, ni cómo cortejar a una moza, ni cultivar nabos... pero lo que siempre saben es cómo decir a los demás lo que deben hacer, incluso en lo referente a la cría del nabo o a cómo retorcerle el pescuezo a un pollo.

Las enormes y velludas manos de toscos dedos se movieron en el aire de un modo alarmante, y el hechicero se encogió en su asiento y alargó la mano en dirección a una jarra lejana para ocultar su evidente temor. Wanlorn, servicial, se la acercó al mago, pero éste hizo como si no se diera cuenta en lugar de agradecérselo.

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