La Tentación de Elminster (15 page)

—¿Qué es lo que lees, por favor?

El mago barbudo y casi calvo dejó a un lado una copa cuyo contenido echaba espumarajos y borboteaba, levantó la mirada sin prisa por encima de sus lentes y, enarcando una ceja con una lentitud muy a la moda, respondió:

—Una... especie de obra de teatro.

El hechicero más joven situado de pie junto a él —vestido con mayor magnificencia y en posesión aún de parte de su propio cabello— parpadeó.

—¿Una «obra de teatro», Barast? ¿Una «especie de obra de teatro»? ¿No un enigmático libro de hechizos o uno de los jugosos libros de ocultismo de Nabraether?

Tabarast de las Tres Maldiciones Cantadas volvió a mirar por encima de sus lentes, con más severidad en esta ocasión.

—No permitamos que exista impedimento alguno a tu comprensión, queridísimo Drun —dijo—. En estos momentos estoy inmerso en una obra de teatro; para resumir,
El caballero belicoso, o el carnicero descarado
. Una obra con bastante energía.

—Y aun mayor derramamiento de sangre —repuso Beldrune del Dedo Torcido, apartando un desordenado montón de libros que casi había enterrado una silla de respaldo alto y aposentándose en ella con decisión. El choque de los volúmenes contra el suelo fue impresionante, tanto por la sacudida que provocó en la habitación como por la cantidad de polvo que levantó. Casi ahogó los dos retumbos menores que se produjeron a continuación, el primero ocasionado al retirar la montaña de libros que ocupaba el escabel mediante una enérgica patada con ambos pies, y el segundo provocado por el hundimiento de las dos patas traseras de la vieja silla.

Mientras Beldrune caía sentado entre un revoltijo de obras literarias, Tabarast posó una mano sobre la parte superior de su copa para impedir el paso del polvo y preguntó a través del remolino de danzarinas motas:

—¿Has acabado ya? Empieza a cansarme todo esto.

Beldrune profirió un sonido que algunas personas habrían considerado grosero y otros juzgado impresionante y, a modo de ampliación a su respuesta, pronunció las siguientes palabras:

—Querido amigo, ¿es este... este creciente caos literario cosa mía? No lo creo. No queda una sola silla o mesa en todo este piso que no albergue su propia colección de conocimientos mágicos a petición tuya, y...

Tabarast emitió un sonido que recordaba el del cráneo de una serpiente al quedar aplastado bajo el tacón de una bota.

—¿A petición mía? ¿Niegas ahora tu autoría en este desorden que nos rodea? Puedo refutar toda afirmación en contra, si dispones de un día o dos.

—Con lo que quieres decir que mi intelecto es tan lento, o que las palabras llegan a tus labios tan despacio y con tanta laboriosidad que... ah, no importa. No he venido a intercambiar frases brillantes toda la tarde sino a desterrar una pequeña y aislada causa de perplejidad conversando unos minutos.

—Un preludio que ya he oído antes —comentó Tabarast en tono seco—. Toma un trago.

Tiró de la palanca que hacía que el conocido armario se alzara de las tablas del suelo para colocarse entre ambos, y escuchó cómo Beldrune se precipitaba sobre su contenido desde el otro lado con una ausencia de palabrería que indicaba que el joven debía de estar muy sediento.

—De acuerdo, toma dos —rectificó su ofrecimiento.

Los guturales sonidos continuaron. Tabarast abrió la boca para decir algo, recordó que cierto tema estaba prohibido por acuerdo mutuo, y la volvió a cerrar. Un instante después, otro pensamiento le vino a la mente.

—¿Has leído alguna vez
El caballero belicoso
? —preguntó al armario, juzgando que la cabeza de Beldrune estaría en su interior.

El joven hechicero abandonó por un momento tintineos, descorches y borboteos, y alzó la cabeza con expresión herida.

—Desde luego —respondió y, aclarándose la garganta, recitó:

¿Qué caballero es ése,

que desde la lejanía cabalgando se acerca

con resplandeciente atavío de armadura de oro,

el fajín goteando sangre de sus enemigos?

»—La representé en Ambrara, en una ocasión —explicó, tras una corta pausa.

—¿Tú fuiste el Caballero Belicoso? —inquirió Tabarast con total incredulidad, en tanto que sus pequeños lentes redondos resbalaban por su nariz en busca de desconocido destino.

—Segundo ayudante de jardinero —le espetó Beldrune, con expresión aun más dolida—. Todos tenemos que empezar por algo.

Sujetó con firmeza una botella grande y polvorienta, le arrancó el corcho y arrojó el tapón por encima del hombro, desde donde fue a golpear el Escudo Resollante de Antalassiter con un sonoro y conciso ruido metálico, rebotó en el Cuerno de Caza Perdido de las Doncellas de Mavran, y fue a caer en algún punto detrás del enorme montón de pergaminos y libros cubiertos de polvo que Tabarast consideraba su «lectura urgente del momento». Vació el contenido de la botella con un largo y sonoro trago que lo dejó dando boqueadas y lloroso, y con la urgente necesidad de algo que supiera mejor.

Un Tabarast que lo conocía bien le entregó el cuenco de nueces tostadas. Beldrune lo atacó con ambas manos hasta dejarlo vacío; luego sonrió excusándose, eructó y sacó su piedra relajante de su bolsa de nudos. Recorrer con los dedos sus suaves y familiares curvas pareció tranquilizarlo.

—Siempre he preferido
Broderick traicionado, o el hechicero afligido
.

—Éste sería mi turno —repuso el mago de más edad con un cabeceo muy digno, y, a la manera de un actor situado en el centro del escenario, extendió la mano y declamó en tono grandilocuente:

Que un hombre tan gordo y codicioso

tenga las estrellas mismas brillando en las manos

para cegarnos a todos con su fulgor

y ocultar así sus innumerables pecados...

Su enorme y aullante espectro

merodea por el mundo entero,

pero es en este solitario lugar

donde más a gusto se siente y permanece:

donde los dioses amaron, los hombres mataron,

y los despreocupados elfos olvidaron.

—Bien —dijo Beldrune tras un corto silencio—, no se puede negar tu impresionante actuación, tu acostumbrada rúbrica ¡y algunas cosas más!... pero da la impresión de que hemos regresado al tema que, según acordamos, estaba prohibido: Aquel que Anda, y lo que Mystra pretendía al convertir a un Elegido en su siervo mortal más querido.

Tabarast se encogió de hombros, y sus largos y delgados dedos recorrieron los mechones de su barba con un gesto pensativo.

—Los hombres coleccionan lo que está prohibido —dijo—. Siempre lo han hecho, siempre lo harán.

—Y más aun los magos —asintió el otro—. ¿Qué nos dice eso sobre los que siguen nuestra profesión, me pregunto yo?

—Que Faerun no ha sufrido todavía una escasez de estúpidos ingeniosos —resopló el mago de más edad.

—¡Ja! —Beldrune se inclinó al frente, y acarició una magnífica solapa de seda entre sus dedos índice y pulgar, olvidada momentáneamente la piedra relajante—. Entonces ¿admites que nuestra Señora tomará a más de un Elegido? ¿Por fin?

—Yo no admito tal cosa —respondió su colega bastante malhumorado—. Puedo ver una sucesión de Elegidos, elevado cada uno tras la caída del anterior, pero aún no tengo pruebas de que vayan a ser la docena o más que tú defiendes, todavía menos la refulgente compañía de archimagos enjaezadores de estrellas y destructores de montañas sobre la que algunos de nuestros magos más románticos no dejan de parlotear. Lo próximo que harán será rogar a la divina Mystra que reparta insignias al mérito.

El mago más joven se pasó una mano por el ondulado cabello castaño, destrozando por completo el complicado peinado que tanto esfuerzo le había costado a la doncella de la torre, y repuso:

—Estoy muy de acuerdo contigo en que tales cosas son ridículas... y, sin embargo, ¿no podrían usarse como indicación de los logros adquiridos? De ese modo, al encontrarse uno con un mago y ver siete estrellas y un pergamino en su fajín, sabría al instante a qué categoría pertenecía.

—Yo más bien me daría cuenta de cuánto tiempo está dispuesto a malgastar impresionando a la gente y cosiéndose chucherías en la ropa interior —replicó Tabarast con acritud—. ¿Cuántos magos advenedizos no se añadirían unas cuantas estrellas inmerecidas para concederse a sí mismos categoría y supremacía correspondientes a poder y logros que en realidad no poseen? ¡Uno de cada tres que sepa coser, tenlo por seguro! Si hemos de hablar sobre esto..., este joven mequetrefe amante de los elfos, que al parecer ha sido un príncipe y quien acabó con el poderoso Ilhundyl además de haber sido compañero de cama de medio centenar de esbeltas mozas elfas, el tema de nuestra disertación no será su última conquista ni declaración ociosa, sino su importancia para todos nosotros. No me importa qué bota es la primera que se calza por las mañanas, qué color de capa le gusta más, o si prefiere besar los labios de una elfa o los de una humana... ¿Estamos de acuerdo en esto?

—Desde luego —contestó Beldrune, extendiendo las manos—. Pero ¿por qué tanta pasión? Sus logros, como un Elegido favorecido por la diosa en persona, no empequeñecen en absoluto los tuyos.

Tabarast empujó sus gafas de nuevo hacia lo alto del puente de la nariz y murmuró:

—Yo no rejuvenezco. No me quedan los años necesarios para llevar a cabo lo que ese jov... Ya es suficiente; no diré nada más. Te ruego que me permitas darte a conocer, mi joven amigo, cosas sobre Aquel que Anda que son de bastante mayor importancia para ambos. Los sacerdotes del Manto, por ejem...

—¿Los sacerdotes de qué?

—El Manto, el Manto de Mystra, el templo de Nuestra Señora en Haramettur. No creo que hayas estado nunca allí.

—Intento evitar los templos dedicados a la Divina Mystra —dijo Beldrune, sacudiendo la cabeza—. Los sacerdotes acostumbran ser tipos altaneros que pretenden cobrarme arcas llenas de oro por unos conjuros mal hechos que puedo realizar yo mismo gastando sólo unas cuantas monedas de cobre en los materiales necesarios.

—Desde luego, desde luego, sucede muy a menudo —repuso Tabarast, agitando una mano con indiferencia— ... y yo libro mi propia lucha con su esnobismo; jovencitos cubiertos de granos que contemplan con desdén a los que son como yo porque vestimos túnicas corrientes, con manchas de comida, en lugar de sedas y fajines y ligas doradas más propias de calaveras que van a la ciudad a pasar una noche de parranda. Si realmente sirvieran a hechiceros en lugar de a atemorizadas mozuelas que «creen que podrían haber percibido el beso de Mystra, al despertarse a medianoche dos semanas atrás», sabrían que los magos auténticos parecen unos harapientos, ¡no petimetres obsesionados con la última moda!

Beldrune adoptó una expresión herida —otra vez— y se pasó la mano por la parte frontal de su túnica de seda escarlata, gesto que hizo que ésta se ondulara con un reflejo vítreo bajo la luz de la lámpara, de modo que el tisú de oro con dragones lanzó un destello, las brillantes esmeraldas que les servían de ojos centellearon, y el fino alambre en forma de espirales que representaba las lenguas se balanceó rítmicamente.

—¿Y yo qué soy? ¿No un auténtico mago, supongo?

Tabarast se pasó una mano cansada por los ojos.

—No, no, mi buen Drun... exceptuando los presentes, claro está. Tu brillante plumaje eclipsa de tal modo la visión de mis viejos ojos que ya lo considero como algo natural. No nos peleemos sobre tus conocimientos o dominio de poderes mágicos capaces de estremecer el reino; tú eres, ante todos los dioses, un «auténtico mago», lo que sea que eso signifique por los dulces susurros de Mystra. Hagamos el heroico esfuerzo de resistir a la tentación de desviarnos hacia otros asuntos, y, si debemos hablar de lo prohibido, hablemos con franqueza. En resumen: los sacerdotes del Manto dicen que Aquel que Anda tiene libertad para actuar por su cuenta; es decir, para estropear tanto las cosas como podemos hacerlo tú y yo. Por otra parte, es el deseo de la divina Mystra que se le permita incurrir en errores y elegir y cometer toda clase de temeridades para que «se convierta en lo que, necesariamente, debe convertirse». Quieren que todos nosotros finjamos no saber quién o qué es, en el caso de que nos tropecemos con él.

Beldrune apoyó la barbilla en una mano, una copa nueva y humeante alzada en la otra.

—¿Y en qué dicen que se debe convertir? —preguntó.

—Ahí es donde toda su utilidad finaliza —bufó su compañero—. Cuando se les pregunta, caen de rodillas y gimotean que «no son dignos de saberlo», y que «las intenciones de la divinidad están más allá de la comprensión de los mortales», lo que me lleva a la conclusión de que todavía no lo han averiguado, para enfrascarse a continuación en una jadeante verborrea infantil en la que no dejan de repetir: «¡Oh, pero es tan importante! ¡Las señales! ¡Las señales!».

El mago más joven tomó un buen sorbo del contenido de su copa, lo tragó e inquirió:

—¿Qué señales?

Tabarast adoptó la resonante voz sentenciosa que había usado al recitar el papel de Broderick, y salmodió:

—¡En este Año del Regocijo, la Llameante Mano de la Hechicería asciende al manto estrellado de la noche, por vez primera en siglos! ¡Nueve tressyms negros se posaron sobre la dormida princesa Sharandra del Sur y dieron a luz cuatro garitos cada uno sobre su mismo pecho! (¡No me preguntes cómo pudo seguir dormida mientras todo esto sucedía o qué pensó de toda aquella porquería cuando despertó!) La Torre Ambulante de Warglend se ha movido por primera vez en mil años, ¡y se ha trasladado desde Torre Tor al centro de un lago cercano! ¡Se ha encontrado una rana parlante en el alcázar de la Candela, en donde al mismo tiempo seis páginas de otros tantos libros se han quedado en blanco y han aparecido dos libros que ningún erudito de Faerun había visto antes! ¡El Pozo de los Huesos Danzantes en Maraeda se ha secado! Se ha visto bailar al esqueleto del lich Buardrim en... ¡Ah, ya es suficiente! ¡Pueden seguir así durante horas!

—¿El Pozo Gullet se ha secado?

Tabarast obsequió a Beldrune con una mirada.

—Sí —manifestó con suavidad—. El Pozo Gullet se ha secado... por el motivo que sea. Vi los caballos muertos que lo probaban. Así que ahí lo tienes. Dime, buen Drun, tú que sales y paseas más de lo que yo hago, y te enteras de más chismorreos, por muy insignificantes o deliberadamente fabricados que puedan ser, de los que corren entre nuestros colegas en el Arte, ¿qué dicen los magos de Aquel que Anda? ¿Qué piensan los hechiceros modernos?

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