La Tentación de Elminster (16 page)

—Los hechiceros modernos no piensan —replicó Beldrune, a quien tocó ahora el turno de lanzar un resoplido—, o de lo contrario tendrían cuidado de no verse enredados en ninguna tendencia. Pero, con respecto a lo que se comenta de él, es menos que nada. Lo que nuestros colegas parecen haber escuchado de lo que sea que los clérigos hayan proclamado se puede reducir a una gran excitación secreta y a dar vueltas a la posibilidad de ser nombrado Elegido de Mystra, y de este modo obtener toda clase de poderes especiales e información interna. Parece como si lo consideraran el más exclusivo de los clubes que existen, y estuvieran seguros de que alguien se pondrá en contacto con ellos, en cualquier momento, para que pasen a formar parte de él. Si Mystra se dedica a seleccionar magos mortales para que se conviertan en sus sirvientes personales, y les concede poderes tan poderosos como para hendir montañas y leer mentes, todos y cada uno de los magos desean entrar en este grupo tan exclusivo, pero sin dar la impresión de sentir el menor interés por obtener tal posición.

—Comprendo. —Tabarast enarcó una ceja—. ¿Cómo sabes que yo no soy un Elegido ya y estoy leyendo tu mente en estos momentos?

—Si me estuvieras leyendo el pensamiento, Barast —repuso él, dedicando a su amigo una sonrisa cargada de ironía—, en estos mismos instantes estarías intentando aplastarme... ¡aparte de haberte puesto rojo como un pimiento!

Tabarast enarcó la otra ceja para que hiciera compañía a la anterior.

—¡Oh! ¿Debería molestarme en intentar más indagaciones? —inquirió—. Sospecho que no, pero me gustaría estar preparado por si tu incipiente cólera tiene posibilidades de instarte a acciones osadas y de fuerza de las que deba defenderme... Sientes una cólera incipiente, ¿no es así?

—No; ni por un instante —contestó el otro alegremente—. Aunque sin duda podría conseguir estar enojado, si sigues guardando ese tarro de nueces de Halavan tan cerca. Acércalo.

Eso hizo el mago, dedicando al mismo tiempo a su colega una clara mirada de amargura, que acompañó con las siguientes palabras:

—Valoro en mucho estas nueces; podría decirse que me son preciosas. De modo que realiza tu depredación como corresponde.

—Me atrevería a decir que todos los magos —repuso el hechicero más joven con una sonrisa sarcástica— llevan a cabo sus depredaciones al tiempo que consideran, si es que realmente dedican algún tiempo a tales consideraciones, que lo que están a punto de tomar o destruir es precioso. ¿No lo crees?

—Sí —murmuró su compañero con aire dubitativo—. Sí eso creo. ¿Cuántos de nosotros, me pregunto, nos sumergimos de tal forma en el regocijo que provoca nuestro propio poder que intentamos apoderarnos o destruir todo aquello que consideramos precioso?

Beldrune sacó un puñado de nueces.

—La mayoría de nosotros consideraría a un Elegido algo precioso, ¿no es así? —contestó.

—Aquel que Anda tendrá una interesante carrera en un futuro no muy lejano —pronosticó en voz baja Tabarast con un cabeceo, y su expresión distaba mucho de ser sonriente—. Ponme algo de beber.

Beldrune así lo hizo

Los relámpagos se elevaban y chasqueaban, hendiendo la noche con un brillante fogonazo de furia. El parpadeó y se sentó en el suelo. Arcos azules de magia letal saltaban y chisporroteaban de una daga a otra alrededor de su círculo, y, en la oscuridad de la noche situada al otro lado, algo se debatía sordamente, algo que era esquivado por una veintena o más de merodeadoras criaturas sigilosas que parecían sombras desgarradas, pero que se movían como felinos depredadores. Elminster se despertó por completo de inmediato, para mirar a su alrededor con atención. El forcejeo no había terminado, y cualquier cosa capaz de sobrevivir a tal ataque de rayos era algo digno de respeto. Un respeto multiplicado por veinte, a su entender.

Dobló la capa, la introdujo entre las correas de la alforja por si era necesaria una huida precipitada, y se puso en pie. Las sombras merodeantes daban vueltas de derecha a izquierda alrededor de su círculo, ahora activo, apresurando el paso para lanzarse a un nuevo ataque. Algo las incitaba a ello, algo que El sentía como una tensión en el aire, una presencia maligna creciente y pesada con la fuerza y la furia de una granizada a punto de desatarse. El mago agitó las manos y retorció los dedos para darles agilidad y tenerlos a punto para la frenética actividad conjuradora que preveía, y luego atisbo en la oscuridad, en un intento de distinguir a su adversario.

Sentía cuándo se encontraba de cara a él, pues su invisible mirada lo atravesaba como las puntas al rojo vivo de sendas espadas, pero no veía otra cosa que la turbulenta oscuridad.

Tal vez aquella cosa estaba oculta por un muro de aquellas sombras acechantes. Tal vez lo mejor sería conjurar una reluciente esfera que flotara muy alta, de la clase que las gentes denominaban «luz de bruja», para poder ver a lo que se enfrentaba. Sin embargo, sólo poseía uno de tales hechizos. Si su enemigo la hacía estallar, El se encontraría parpadeando y cegado durante demasiado tiempo para poder mantenerse con vida frente a un ataque conjunto de muchas criaturas depredadoras.

Debería acaso... Y entonces sucedió. Las sombras viraron y cargaron contra él desde todas partes en una avalancha silenciosa de ondulante oscuridad.

Sus hechizos protectores chisporrotearon y escupieron lucecitas blancoazuladas, repartiendo muerte en la noche. Las sombras se detuvieron en seco, se encabritaron y se revolvieron presas de terribles dolores en medio de una lluvia de rayos. El giró en redondo para asegurarse de que el círculo había resistido a la carga inicial en toda su circunferencia.

Lo había hecho, pero las bestias fantasmales no retrocedían. Gimoteaban mientras perecían, se desvanecían como humo ante la furia de los rayos que las atravesaban, arañaban y se retorcían en sus intentos por franquear la barrera. El observó y aguardó, en tanto que los rayos parpadeaban y perdían intensidad, muriendo con las criaturas que mataban. Por la Señora que eran muchísimas.

El hechizo no tardaría demasiado en quedar anulado y se encontraría solo ante el ataque de aquellos seres. Tenía un conjuro de teletransporte que podía alejarlo veloz del peligro, sí, pero sólo a un lugar situado muy atrás en sus vagabundeos, y ello dejaría estos territorios de la Señora ante él de nuevo; y ¿quién sabía todo lo que podía reunir para una segunda visita un enemigo que lo esperara?

Aquí y allá, al tiempo que las sombras moribundas desaparecían convertidas en humo, su hechizo se iba destruyendo: las dagas se alzaban del suelo, sus chisporroteos y resplandores cada vez más apagados, para saltar sobre las sombras. Las armas volarían ansiosas, las puntas por delante, en dirección a cualquier cosa situada fuera del círculo; lo mejor sería permanecer donde estaba, pues, y esperar a que recogieran una buena cosecha de criaturas muertas antes de que su invisible enemigo intentara alguna otra cosa. Como por ejemplo un conjuro propio.

En medio de la noche aparecieron una serie de rayos verdes, dotados de innumerables garras, empuñados por algo de aspecto humanoide, cuerpo desnudo y cabeza de venado que hizo describir cabriolas a su conjuro durante unos instantes a la altura de su cadera para luego arrojarlo contra Elminster.

Rugiendo y expandiéndose a medida que se acercaba, aquella bola de rayos mágicos se abrió paso por entre los últimos jirones de su círculo protector sin aminorar la velocidad y se abalanzó con avidez sobre el athalante, que musitaba ya una frase veloz y alzaba la mano en diagonal, la palma inclinada, en un curioso gesto.

Los rayos chocaron y rebotaron, y salieron despedidos por los aires como si los hubieran golpeado, para regresar entre rugidos por donde habían venido. El distinguió unos ojos rojos que lo observaban con atención ahora y sintió el peso de una sonrisa sin alegría que no pudo ver, mientras la figura se limitaba a permanecer inmóvil y dejar que los rayos fluyeran de nuevo a su interior para ser engullidos como si jamás hubieran existido.

La mano protectora y alzada de Elminster centelleó con un resplandor propio y luego volvió a ser ella misma. Su hechizo permanecía aún al acecho, no obstante, a la espera de otro ataque... o de dos, si este adversario con cabeza de venado atacaba con rapidez.

Las pocas sombras sigilosas que quedaban corrieron en dirección al ser con cabeza de ciervo y parecieron fluir hacia lo alto e introducirse en su interior. El utilizó este momento de inmovilidad para lanzar un ataque por su cuenta, arrojando una daga al aire que su Arte convirtió en treinta y tres cuchillos distintos. Los arrojó todos, girando sobre sí mismos, en dirección a su oponente.

Las astas descendieron veloces cuando la figura hecha de sombras se agachó veloz, profiriendo lo que tal vez fuera un gruñido sordo o un encantamiento. La criatura se quedó muy tiesa y dejó escapar un sonoro y agudo chillido que podría haber pasado por el de una mujer humana a quien acaban de clavar un cuchillo en la espalda (pues Elminster había oído tal sonido antes, en la ciudad de Hastarl, varios siglos atrás), cuando las hojas de los cuchillos se hincaron con fuerza. Se produjo un fogonazo de magia desatada, motas de luz descendieron sobre el suelo como el agua que chorrea del escudo de un guerrero bajo una intensa lluvia, y las mortíferas dagas girantes desaparecieron de improviso.

El sacó todo el provecho posible de su ventaja; vencer en este duelo de hechizos era desde luego necesario si deseaba seguir con vida —ningún mago interesado en una captura lanza rayos— y sería una estupidez quedarse sin hacer nada a la espera del siguiente hechizo con el que Astas Silenciosas quisiera enterrarlo.

Esbozó una sonrisa al tiempo que sus dedos realizaban un complicado dibujo en el aire, y las puntas resplandecieron cuando el conjuro finalizó. Muchas, muchísimas de las cosas que había hecho desde el día en que un dragón montado por un mago había caído sobre Heldon y hecho pedazos su vida podían considerarse las acciones de un loco.

—Al parecer, soy un loco aguijoneado por locos —dijo a su medio vislumbrado asaltante en tono afable—. ¿Atacas a todos los que pasan por aquí, o esto es un favor personal?

La única respuesta que obtuvo fue un sonoro siseo, tras lo cual le pareció que el ser de cabeza de venado le escupía, aunque no podía saberlo con certeza. Su hechizo surtió efecto entonces, con un rugido que ahogó todo otro sonido durante un tiempo.

Llamas azules aparecieron alrededor de los negros dedos, largos y delgados como patas de araña, y sobre las astas situadas más allá. Los alaridos sonaron realmente fuertes ahora.

El arriesgó el tiempo necesario para mirar en derredor, por si alguna sombra acechante anduviera por allí... y esta ojeada por encima del hombro le evitó verse cegado cuando el hechizo de respuesta encendió la noche.

Aquella respuesta consumió sus conjuros protectores en un instante, y lo hizo tambalearse hacia atrás entre la humareda de los hechizos destruidos. El calor le provocó ampollas en la mejilla izquierda, y oyó cómo sus cabellos chisporroteaban mientras las lágrimas impedían la visión de su ojo izquierdo.

En voz baja y con sumo cuidado a pesar del dolor, Elminster pronunció la palabra en espera que ponía en acción el efecto final del hechizo que ya había lanzado. Las llamas azules que envolvían las extremidades de su enemigo se encendieron entonces como una réplica exacta de aquellas que acababan de atacarlo.

El chillido que hendió la noche fue crudo y grotesco, producto de un dolor muy real. Vislumbró brevemente unas astas que se agitaban a un lado y otro antes de que las llamas se apagaran, y escuchó un áspero jadeo que se retiraba hacia el este, entre el chasquido de la maleza al ser pisoteada.

Algo de gran tamaño cayó sobre la hierba, al menos en dos ocasiones. Cuando por fin se hizo el silencio, el mago se deslizó tres pasos veloces hacia el oeste, se acuclilló y escuchó con atención los sonidos de la noche.

Nada. No oyó más que el susurro de la maleza agitada por la brisa, y el débil grito de alguna pequeña criatura salvaje al perecer entre las fauces de otra, a lo lejos en dirección sur.

Por fin, El sacó con gesto cansino la última daga mágica que poseía —una que no hacía otra cosa que refulgir cuando se le ordenaba— y la lanzó en la dirección por la que habían desaparecido los ruidos, para que se clavara e iluminara la noche.

Tuvo buen cuidado de no acercarse demasiado a su resplandor y de mantenerse bien agachado sobre la hierba, pero nada se movió, y ningún hechizo ni sombra saltó sobre él desde la oscuridad. Cuando examinó el punto hasta el que alcanzaba la luz de la daga, todo lo que podía verse era un sendero accidentado que conducía, algo más allá, a un confuso revoltijo de huesos rotos y humeantes, o tal vez eran astas... o puede que tan sólo fuera ramas. Algo se convirtió en cenizas cuando se acercó; algo que se parecía mucho a una mano de dedos largos y afilados.

Jirones colgantes de pintura se estremecieron, cayeron, y fueron seguidos con entusiasmo por el techo abovedado, que se desplomó sobre el suelo con un ensordecedor estrépito que levantó inmensas nubes de polvo. A continuación, todo el Ringyl tembló.

Las piedras que volaban por los aires seguían tamborileando sobre los edificios cercanos y estrellándose contra los matorrales, cuando la sala donde un athalante había visto estrellas horas antes se balanceó, gimió, y empezó a resquebrajarse. Las frutas doradas se hicieron añicos cuando la pared sobre la que estaban pintadas se partió por la mitad y, desplomándose sobre un óvalo oscuro, arrojó a la noche estrellas centelleantes.

Los labios de piedra esculpidos temblaron como si dudasen en hablar, parecieron sonreír todavía más por un instante, y a continuación estallaron en innumerables fragmentos cuando la grieta llegó hasta ellos. Mientras los pedazos de piedra rodaban y se estrellaban por toda la estremecida sala, los labios se desplomaron, desaparecieron en medio de una especie de suspiro, y dejaron un enorme boquete en el trozo de la pared donde habían estado.

Aún resonaban ecos del temblor de tierra que había provocado el hundimiento... y por el agujero de la pared, enmarcado por unas pocas estrellas supervivientes, surgió algo largo, negro y enorme que se deslizó al exterior.

Con un rugido ronco y chirriante, aquello se volcó sobre los cascotes de piedra y penetró en la estancia arañando ruidosamente el suelo. Era un negro catafalco cuyos alzados brazos de electro mantuvieron en alto un ataúd y varios cetros durante unos cuantos segundos antes de caer de costado y desplomarse estrepitosamente al suelo y hundirse a través de él.

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