Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Horostos asintió, sin apenas ver la copa de vino que hacía girar entre los dedos.
—¿Has encontrado a alguien dispuesto a aceptar la tarea? ¿Alguna noticia de Marskyn?
Bresmer negó con la cabeza.
—Cree que todos los habitantes de Westgate se han enterado de las muertes... y lo mismo cree Eltravar que ha ocurrido en Reth.
—Eleva la cantidad ofrecida —indicó lentamente el gran duque—. Dobla el precio de la captura.
—Ya lo he hecho, señor —murmuró el senescal—. Eltravar lo hizo por su cuenta, y yo consideré prudente confirmar sus ofertas haciendo uso de vuestro sello ducal. Marskyn ha estado utilizando la nueva oferta durante diez días ya... Es la cantidad doblada la que están rechazando ahora los mercenarios.
—Bueno, así comprobamos la medida de su valor, al menos —gruñó el gran duque—, y sabremos a quién no contratar cuando lo necesitemos en el futuro.
—O su prudencia, señor —repuso Bresmer en tono precavido—. O su prudencia.
Horostos alzó veloz la mirada, para clavarla por un momento en los ojos de su senescal; luego depositó la copa de vino sobre la mesa con tal fuerza que ésta se rompió en trocitos entre sus dedos, y exclamó furibundo:
—¡Bueno, pues hemos de hacer algo! ¡Ni siquiera sabemos qué es, y dentro de nada acabará con poblados enteros! No...
—Ya lo ha hecho, señor —murmuró Bresmer—. El Tocón de Ayken, en estas últimas dos semanas.
—¿Los leñadores? —Horostos echó la cabeza hacia atrás y lanzó un suspiro en dirección al techo—. No me quedará un territorio que gobernar si esto continúa mucho más tiempo —le dijo al techo con voz entristecida—. El Asesino empezará a roer las puertas de este castillo, sin que quede nada en el exterior aparte de los huesos de los muertos.
El techo, con toda la sabiduría de sus largos años, no se dignó contestar.
Horostos bajó la mirada en busca de los ojos de su inexpresivo senescal, cautelosamente callado, e inquirió:
—¿Existe alguna esperanza?, ¿alguien a quien podamos acudir, antes de que tú y yo cojamos los escudos y salgamos juntos a caballo por esas puertas?
—Recibí una visita de un extranjero, señor —indicó Bresmer, sin alzar los ojos de la alfombra, magníficamente trenzada, que tenía bajo sus pies—. Me comunicó que os manifestara que los Arpistas se han interesado por este asunto, señor, y que os informarán antes de que finalice esta estación... si se os podía localizar. Consideré esto como una insinuación de que nos quedáramos aquí al menos hasta entonces, señor.
—¡Que los dioses lo maldigan, Bresmer! ¿Debo quedarme aquí sentado como si fuera una criatura asustada que se halla acurrucada en un rincón mientras mi gente me mira y dice: «Ahí tenemos a un cobarde, no a un gobernante»? ¿Debo quedarme aquí sin hacer nada mientras estos misteriosos Arpistas vagabundos me susurran lo que le está sucediendo a mi territorio, y que me quede al margen? ¿Debo quedarme contemplando cómo el dinero fluye de mis arcas y los hombres mueren con él todavía entre las manos, en tanto las cosechas se pudren en los campos por falta de granjeros vivos que se ocupen de ellas y las recolecten para que no nos muramos de hambre cuando llegue el invierno? ¿Qué es lo que quieres que haga?
—Yo no soy nadie para exigiros nada, señor —repuso el otro en voz baja—. Lloráis por vuestra gente y también por vuestras tierras, y eso es más de lo que a muchos gobernantes se les ocurre hacer. Si decidís salir a combatir al Asesino una buena mañana, yo iré con vos... pero espero que deis cobijo a los que deseen huir del bosque, señor, y que aguardéis aquí, hasta el momento en que un Arpista se presente ante nuestras puertas para decirnos al menos qué es lo que destruye nuestro territorio, antes de que vayamos a combatirlo.
El gran duque contempló con fijeza los pedazos de la copa de vino que tenía en el regazo y la sangre que corría por sus dedos, y suspiró:
—Te doy las gracias, Bresmer, por hacerme entrar en razón. Permaneceré aquí y dejaré que me llamen cobarde... y rezaré a Malar para que llame a él a este Asesino y salve a mi pueblo. —Se puso en pie, sacudiéndose de encima los pedazos de cristal con gesto impaciente, y consiguió esbozar algo parecido a una sonrisa mientras inquiría—: ¿Algún otro consejo, senescal?
Una helada neblina tintineante se introdujo por entre dos curvados phandars recubiertos de musgo, y se deslizó serpenteante por una rendija de una pared en ruinas.
Adoptó la forma de un breve remolino una vez en la estancia situada al otro lado, y volvió a convertirse en el cambiante y semisólido contorno de una mujer.
Tras pasear una mirada por la ruinosa habitación, suspiró y se arrojó sobre el raído sofá para pensar; recostándose en un codo, meditó sobre futuras victorias mientras se tiraba de los cabellos, que eran poco más que humo.
—No tiene que verme —reflexionó en voz alta—, hasta que llegue aquí y encuentre las runas por sí mismo. Debo parecer... vinculada a ellas; una atractiva prisionera que debe liberar, y sobre la que debe resolver algún misterio: no sólo cómo llegué aquí, sino quién soy.
Una lenta sonrisa asomó a su rostro.
—Sí. Sí, eso me gusta.
Se volvió en redondo y se elevó por los aires en un borroso torbellino, para volver a flotar suavemente hasta el suelo y finalmente quedar de pie ante el desconchado espejo de cuerpo entero. Sí, era lo bastante alto. Giró a un lado y después a otro, alterando ligeramente su aspecto para parecer más exótica y atractiva: cintura fina, caderas prominentes, nariz ligeramente respingona, ojos más grandes...
—Sí —dijo al espejo por fin, satisfecha—. Un poco mejor de lo que fue en vida Saeraede Lyonora y, sin embargo, no menos letal.
Se acercó a una de las hileras de armarios, convertidas las largas y esbeltas piernas en algo lo bastante sólido para andar; hacía una eternidad que no se contoneaba por una pista de baile, sin mencionar dar saltitos o andar con coquetería.
El armario chirrió al abrirse, y una puerta cubierta de humedad se desgajó ligeramente de su marco. Saeraede frunció el entrecejo y se dirigió al siguiente armario donde había colocado ropas arrebatadas recientemente a carretas —y víctimas— en la carretera... cuando aún circulaban carretas.
Su sonrisa se tornó felina ante aquel pensamiento, mientras daba a sus manos la solidez necesaria para sujetar la tela; hizo una mueca ante la sensación de vacío que aquello le producía interiormente. Tornarse sólida la agotaba sobremanera.
Tan deprisa como osó hacerlo, hurgó por entre los vestidos, para seleccionar los tres que más atrajeron su mirada, y los extendió sobre el sofá. Elevándose a través del primero, se tornó momentáneamente sólida por completo, y lanzó un ahogado jadeo ante el frío vacío que se enroscó en su interior.
—No debo hacer esto... durante mucho rato —dijo en voz alta, jadeante—. No me atrevo a usar... demasiado, pero éstos tienen que servir...
Los volantes azules del primer vestido estaban aplastados y arrugados por su estancia en el armario; el negro, con sus atrevidas aberturas por todas partes, parecía mejor pero se desgarraría y estropearía con más facilidad. El último vestido era rojo, y mucho más recatado que los anteriores, pero le gustó la calidad que proclamaba, con los dragones reptantes perfilados con piedras preciosas en las caderas.
Su energía decaía velozmente. Dioses, necesitaba absorber vidas pronto o... Con una velocidad casi febril alteró su figura tiara ocupar los tres vestidos del modo más atrayente posible, fijó los diferentes requisitos en su mente, y luego volvió a transformarse, satisfecha, en un remolino, arrojando el vestido rojo al suelo.
Bajo la forma de neblina flotó sobre él, dando solidez tan sólo a los dedos para transportarlo de nuevo al armario y colgarlo allí.
Si alguien la hubiera observado mientras regresaba por los otros trajes, habría percibido que sus tintineantes lucecitas habían perdido brillantez, y que la bruma que componía su cuerpo aparecía más deshilachada y pequeña que antes.
Cuando la puerta del ropero se cerró por fin tras el último traje, Saeraede ya se había dado cuenta de su aspecto más apagado. Suspiró, pero no pudo resistir la tentación de adoptar de nuevo la forma de mujer para echarse una última y crítica mirada en el espejo.
—Tendrás que servir, supongo. Y otra cosa, Saeraede —se reprendió—: deja de hablar contigo misma. Estás sola, sí, pero no totalmente chalada.
—Probad por aquí —dijo entonces una voz masculina, en lo que sin duda intentaba ser un susurro. Provenía del bosque situado más allá de las ruinas, y llegó hasta ella por una de las grietas de los muros—. Estoy seguro de que vi a una mujer allí, con un vestido rojo...
La espectral mujer se quedó muy quieta, la cabeza erguida; luego esbozó una sonrisa lobuna y se dobló sobre sí misma para volver a convertirse en neblina y luces tintineantes.
—Qué amables —murmuró al espejo, la voz débil pero a la vez resonante—. Justo cuando los necesito más.
Su risa sonó con un alegre campanilleo.
—Jamás creí que viviría para verlo, pero los aventureros se están volviendo casi... predecibles.
Se introdujo por el agujero de la pared como una anguila hambrienta. Pocos segundos después se escuchó un ronco alarido, que seguía resonando en las desmoronadas paredes cuando se produjo otro.
Y se alzará una llama siniestra, y lo dispersará todo ante ella, provocando guerras sangrientas, magia descontrolada y carnicerías. Otro tranquilo entreacto antes de la llegada de los nuevos peligros del mes siguiente.
Caldrahan Mhelymbryn, estudioso de las cuestiones divinas
Reflexiones matutinas de un viajero tashlutano
Año de la Caída de la Luna
Hermano Pavoroso Darlakhan.
Sonaba bien. Quedaría bien con las marcas de los hierros candentes y las cicatrices de latigazos que le cruzaban los antebrazos. Se había esmerado con una pasta hecha de sangre y orina y pintura facial negra del templo para convertir aquellas marcas en oscuras protuberancias permanentes. Su disposición a ser marcado a fuego durante los rituales del templo no había pasado desapercibida.
El viento que soplaba del Shaar era caliente y seco aquella noche, y él había esperado poder disfrutar de una tranquila tarde de oración postrado sobre el frío suelo de piedra del sótano; pero la iniciada a la que había pagado para que lo azotara primero, en lugar de hacerlo se había presentado ante él para transmitirle en un ronco susurro una misión: por orden de la Hermana Pavorosa Klalaera, tenía que llevar inmediatamente una bandeja de comida y vino a las estancias más privadas de la Casa de la Noche Sagrada.
—Me siento emocionada por ti, Hermano Pavoroso —le había musitado la mujer al oído, antes de asestarle la habitual bofetada. Arrodillado, él le había arañado los tobillos con más entusiasmo aun del acostumbrado, mientras el corazón le latía con fuerza, lleno de excitación.
Ya le había parecido que la Señora Suprema de los Acólitos lo había estado mirando con bastante atención en las últimas dos semanas más o menos; ¿era ésta su oportunidad por fin?
En cuanto se quedó solo, se apresuró a ajustar a su alrededor el manto de fragmentos de cristal, introduciéndolo bien entre los muslos de modo que abriera heridas incluso antes de dar el primer paso, en lugar de andar con infinito cuidado para evitarlas, como hacían casi todos. A continuación levantó la bandeja, la sostuvo en alto, y dirigió una silenciosa plegaria a la diosa que todo lo ve.
«Oh, divina Shar, perdonad mi presunción, pero quisiera serviros como el oscuro viento nocturno, la negra cuchilla cortante, vuestro azote y ejecutor de confianza, no como una simple marioneta sujeta a los caprichos de Klalaera.»
—Shar —musitó en voz alta, por si alguien espiaba desde detrás de los paneles y pensaba que se sentía amedrentado o soñaba despierto en lugar de orar. Levantó y bajó la bandeja a modo de saludo y se puso en marcha a buen paso por entre los pasillos mal iluminados del templo. El liso mármol negro resultaba frío bajo sus pies descalzos, y le hormigueaban las piernas en las zonas por las que resbalaban hilillos de sangre.
Anduvo recto y erguido, sin mirar nunca atrás a los novicios desnudos que se arrastraban tras él para lamer su sangre allí donde caía, y no dio señales de haber escuchado los gruñidos, sollozos y gritos ahogados que surgían de detrás de las puertas cerradas ante las que pasaba, mientras el ambicioso clero de la Casa realizaba sus propios sacrificios de dolor en honor de la divina Shar.
Escuchó el retumbo del solitario tambor mucho antes de llegar ante el portal interior, y su excitación creció hasta casi convertirse en un canturreo insoportable en su interior. Un alto ritual, no anunciado e inesperado, y del que él iba a formar parte.
Hermano Pavoroso Darlakhan. Oh, sí. Por fin disfrutaría de cierto poder. Iba camino de la grandeza.
Darlakhan rodeó la última columna y se acercó a la arcada, donde las dos sacerdotisas cruzaron sus afiladas espadas negras ante él y las deslizaron sobre su pecho en tanto él sostenía la bandeja sobre la cabeza para que no interfiriera. Aquella noche se volvieron hacia su persona, y Darlakhan se detuvo, tembloroso, para recibir su definitivo espaldarazo: las mujeres le permitieron contemplar cómo sacudían la sangre de la punta de su espada sobre la palma, y se la llevaban a la boca.
—Como Shar desee —musitó, agradecido; luego siguió adelante por el último pasadizo que conducía al portal interior, mientras el toque del tambor aumentaba de volumen ante él.
Le sorprendió encontrar el portal sin custodiar. Una cortina negra adornada con el Disco Negro colgaba en el arco del portal, comúnmente vacío. Darlakhan aminoró el paso unos instantes, preguntándose qué hacer; luego decidió que seguiría el procedimiento que se enseñaba a todos los acólitos, como si no sucediera nada fuera de lo corriente.
Se detuvo en el portal y, echando los codos hacia afuera para que los fragmentos se le clavaran una vez más —y para que no le molestaran mientras se arrodillaba—, cayó de rodillas y extendió la bandeja todo lo que daban de sí los brazos, para luego apoyar la frente sobre el frío mármol del umbral.
Unas manos veloces le arrebataron la bandeja, y otras lo decapitaron de un solo y bien asestado golpe.
Un brazo largo y grácil agarró la cabeza borboteante de sangre por los cabellos. Un cuerpo aceitado se estiró y arrojó la cabeza de Darlakhan en un brasero, sin hacer caso de las llamas que recorrieron veloces la piel cubierta de aceite.