La Tentación de Elminster (43 page)

«Sí —pensaba—, atormentemos con dulzura a este mago de ahí fuera, apropiadamente poderoso y hasta cierto punto atractivo.»

Sin embargo, la información era muy clara, por parte de todos los magos que había estudiado a escondidas mediante la visión mágica. La noticia de la muerte de Mystra se extendía como un reguero de pólvora, los conjuros se volvían locos por todo Faerun, los magos se encerraban en torres antes de que plebeyos resentidos pudieran llegar hasta ellos... o perdían demasiado tiempo y acababan ensartados en las horcas de los granjeros en una docena de reinos, y así sin cesar.

¡Era hora de ponerse por fin en movimiento y hacer que el nombre de Saeraede Lyonora volviera a ser temido!

De improviso algo atravesó violentamente una de sus imágenes. Saeraede se irguió en su asiento con el entrecejo fruncido, al tiempo que intentaba averiguar qué había sido aquello. La esfera mágica perdió bruscamente su imagen de una ciudad de elevadas torres y grifos batiendo las alas montados por jinetes cubiertos con armaduras, y adquirió la oscuridad moteada de un bosque por encima de la cabeza de la mujer. Un bosque que le mostró a un Elminster agazapado, a varios de sus flotantes rostros femeninos, y...

Las flechas rugieron a través de su rostro conjurado para ir a estrellarse con un golpe sordo en el mantillo del suelo y obligar al mago a escabullirse hasta el otro lado del árbol.

¿Flechas?

—¡Malditos aventureros! —vociferó la mujer, y saltó del trono. La esfera mágica se apagó al caer, y el resplandor que envolvía el asiento de piedra se desvaneció; pero ella ascendía ya como un remolino por el pozo, mientras sus ojos escupían llamas de fuego. ¿Es que acaso un puñado de burdos espadachines iba a estropear sus bien meditados planes?

Un Elminster apropiadamente poderoso y hasta cierto punto atractivo esquivó temerariamente otra flecha, arrojándose de bruces sobre el húmedo musgo y las hojas muertas, mientras otro siniestro proyectil silbaba junto a su oído como un moscardón enfurecido y acababa su loca carrera en el tronco de un hiexel cercano con un sonoro estampido.

El se incorporó con dificultad, aspirando con fuerza para maldecir, y volvió a tirarse al suelo cuando un segundo proyectil zumbó bajo por encima de su cabeza para ir a reunirse con el primero.

Al hiexel no parecía divertirle mucho aquello, pero Elminster no tenía tiempo para compadecerse de él ni hacer otra cosa que no fuera incorporarse a toda velocidad, saltar por encima de un árbol caído, e ir corriendo a refugiarse tras su tronco podrido. Volvió a alzar la cabeza casi al instante, seguro de que los dos arqueros no habrían tenido tiempo de poner nuevas flechas en sus arcos. Tenía que verlos.

¡Ah! ¡Ahí estaban! Lanzó una andanada de proyectiles mágicos contra uno, y luego volvió a agazaparse al escuchar el golpeteo cada vez más próximo de unos pies calzados con botas que corrían a toda velocidad en su dirección.

¡Había llegado el momento de salir de allí y de hacerlo condenadamente deprisa!

Salió a la carrera colina abajo, zigzagueando sin parar; una serie de chasquidos a su espalda le anunciaron la llegada de alguien de gran tamaño, que llevaba armadura, y que blandía una espada. El no se detuvo para intercambiar agudezas, sino que giró en redondo tras un árbol para que el entrecano soldado recibiera unos cuantos proyectiles mágicos en pleno rostro. La cabeza del hombre dio un brusco tirón hacia atrás, mientras unas extrañas volutas de humo salían de su boca y ojos, y éste siguió corriendo a ciegas durante una docena más de zancadas antes de dar un traspié y estrellarse contra el suelo, muerto o inconsciente.

—Muerto o inconsciente —musitó; resultaría una buena divisa para algunas bandas de aventureros, sin duda, pero...

Había llegado el momento de dar un rodeo y ocuparse del segundo arquero, o huiría por el bosque sintiendo el aguijonazo de flechas fantasma entre los omóplatos durante el resto del día... o hasta que lo abatieran.

Corrió, desviándose bastante a la derecha, e inició el camino de regreso a las ruinas, tan agachado y en silencio como pudo. No importaba si pasaba horas deslizándose hasta llegar cerca, siempre y cuando no lo descubrieran demasiado pronto. Tenía que acercarse lo suficiente para...

Un hombre de aspecto feroz vestido de cuero, con un arco tensado y listo para disparar en la mano, hizo su aparición de detrás de un nudoso phandar a menos de doce pasos de distancia, y no pudo evitar descubrir a cierto mago de nariz aguileña en cuanto levantó los ojos de la flecha que acababa de colocar. El alzó la mano para lanzar su último conjuro de proyectiles mágicos.

Al cabo de un instante, el arquero estalló en medio de una lluvia de huesos arremolinados y llamas. El mago consiguió vislumbrar dos ojos oscuros —si es que eran ojos— en un confuso remolino brumoso. Luego lo que fuera que fuese desapareció, y multitud de huesos chamuscados empezaron a golpear sordamente el musgo del suelo.

¿Era el Asesino?

Tenía que serlo. De lo que se hablaba siempre era de algo que quemaba a sus víctimas cuando mataba; esto era ese algo.

—Bien hallado —murmuró Elminster en dirección al vacío bosque, mientras avanzaba con precaución. Sabía que ya no encontraría otra cosa que cenizas y huesos de los restantes aventureros, pero por si acaso...

Allí donde mirara todo eran ropas caídas, armas y huesos, a medida que se acercaba al alcázar cubierto de vegetación. Las ruinas volvían a parecer desiertas, y un silencio tenso flotaba sobre ellas, casi como si algo aguardara y vigilara su aproximación. Regresó a hurtadillas a las aberturas del muro por donde había mirado antes al interior. Aquella habitación enorme, donde había visto los armarios y... ¿quizá también un espejo? Tenía que echarle otra mirada, no había duda.

Volvió a atisbar con suma cautela en la enorme estancia y se encontró de nuevo con aquellos ojos oscuros en medio de una neblina; ésta se arremolinó alrededor de un ropero, cuyas puertas se abrieron con un fuerte golpe. Entonces la neblina estalló en forma de brillo cegador, y el mago no consiguió ver qué era lo que se sacaba del armario. Pero, fuera lo que fuese, el remolino giró a su alrededor una y otra vez, casi como si lo ocultara de modo deliberado a su vista entre sus brillantes y tintineantes jirones, al tiempo que se alejaba veloz por la habitación. El estuvo a punto de gatear hacia el interior de la abertura para ver mejor, pero se detuvo prudentemente en cuanto la refulgente neblina lo hizo.

Aquella cosa permaneció en el rincón más oscuro y alejado de la sala durante un instante, flotando sobre lo que parecía un pozo, y luego se lanzó al interior de la circular abertura y desapareció.

—¿Quieres que te siga, verdad? —murmuró Elminster, mirando al pozo.

Paseó la mirada por la habitación, observando el espejo desconchado, la hilera de armarios —el que estaba abierto mostraba una colección de indumentarias femeninas—, el sofá y el resto, y a continuación se encaminó directo hacia el pozo.

—Muy bien —dijo con un suspiro—. Otro salto imprudente al peligro. Da la impresión de que eso es habitual en este trabajo.

Trepando al borde del pozo, introdujo las manos en el primero de una fila de asideros que encontró en la piedra y tanteó con las puntas de las botas en busca de otro; lo encontró e inició el descenso. Tal vez le haría falta su temerario hechizo volador para volver a salir.

La mujer extendió los tres vestidos sobre la piedra en el fondo del pozo con la misma suavidad que una enfermera acariciando a un niño enfermo, y con el mismo cuidado depositó sobre ellos piedras sueltas sacadas de entre los cascotes. El agotador esfuerzo le costó mucha de su energía, pero trabajó veloz, sin importarle el coste, y se alejó a toda prisa antes de que su presa llegara a lo alto del pozo para mirar abajo.

Instantes después se introducía en el interior de una de las runas que la sustentaban, para ocultar por completo su nebulosa figura. Llevaba demasiado tiempo hambrienta, y el incesante tintineo incluso empezaba a ponerla nerviosa.

Brandagaeris había sido un héroe extraordinario, alto, bronceado y fuerte; ella se había alimentado de él durante tres temporadas, y él había llegado a amarla y a ofrecérsele voluntariamente; pero al final ella lo había absorbido por completo y había vuelto a sentirse hambrienta. Ése era su sino; después de que su propio cuerpo se hubo convertido en polvo, lo que quedó fue una magia que necesitaba alimentarse de los vivos, o residir en su interior, y necesariamente consumir las entrañas de un cuerpo joven, fuerte y lleno de energía. Brandagaeris había sido uno de ésos, el hechicero Sardon otro; pero, en cierto modo, los magos, inteligentes como eran, carecían de algo que ella ansiaba. A lo mejor tenían demasiado poca vitalidad.

Esperaba que este Elminster no resultara otra desilusión parecida. Quizá podría obtener su amor, o al menos su sumisión, y así no tendría que luchar contra él demasiado tiempo antes de poder probar qué clase de poder era el que tenía un Elegido.

—Ven a mí —musitó con avidez; sus palabras eran apenas meros suspiros que brotaban de la runa, profundamente grabada—. Ven a mí, mi comida humana.

17
Un día excelente para viajar

Viajar amplía la mente y adelgaza la bolsa, según dicen, pero yo he averiguado que hace bastantes más cosas además. Hace añicos las mentes de los inflexibles, y reduce las filas de la población excedente. Tal vez los gobernantes deberían decretar que todos nos convirtiéramos en nómadas.

Entonces, claro está, podríamos elegir permanecer sólo dentro del alcance de aquellos gobernantes que nos gusten... y no me imagino el caos y lo agobiadas que estarían las tropas y los oficiales que se encontraran en un reino donde la gente pudiera elegir a sus gobernantes. Por suerte, no puedo creer que ningún pueblo esté jamás tan loco como para hacer eso. No en este mundo, al menos.

Yarynous Whaelidon

Disensiones de un chessentano

Año de la Espuela

—Lo estás haciendo muy bien, valeroso Uldus —dijo Hechizo Pavoroso Elryn, dando golpecitos a su tembloroso guía con la propia espada de este.

El valeroso Uldus arqueó el cuerpo para alejarlo de la hoja, pero el nudo corredizo que le rodeaba el cuello —atado corto y bien sujeto en el puño del Hechizo Pavoroso Femter— le impidió esquivar por completo su afilado recordatorio. Hermano Pavoroso Hrelgrath andaba también muy pegado a él, su daga desenvainada muy cerca de las costillas de su poco dispuesto guía.

—Shar está muy satisfecha contigo —le manifestó Elryn, mientras avanzaban por el casi invisible sendero, internándose en Paraje Muerto—. Ahora no tienes más que mostrarnos las ruinas... ah, y tranquilízame otra vez: es la única ruina, edificación, cueva o construcción que conoces en estos bosques, ¿no es así?

Medio asfixiado por el dogal, Uldus le aseguró que así era; oh, sí, Señor Pavoroso, desde luego que lo era. Que la Portadora de la Noche lo fulminara si mentía, y todos los demás dioses dieran testimonio de ello...

Femter no esperó esta vez la señal de Elryn antes de dar un tirón tan fuerte al dogal que interrumpió a Uldus en mitad de sus balbuceos. El guía se llevó las manos a la garganta en silencio, trastabillando, hasta que Femter cedió lo suficiente para dejar que volviera a respirar.

—Iyrindyl —llamó Elryn, sin volver la cabeza.

—Ya vigilo, Señor Pavoroso —respondió el más joven de los Hechizos Pavorosos—. A la primera señal de muros o cosas parecidas, gritaré para que paréis.

—No son muros lo que veo —intervino la profunda voz cansina del Hermano Pavoroso Daluth, unas cuantas zancadas más tarde—, sino un elfo... solo, que anda con una espada desenvainada en la mano, por allí.

Los sacerdotes sharranos se detuvieron, a la vez que dos de ellos se apresuraban a tapar la boca de su guía, y observaron con fiereza por entre los árboles. Un elfo solitario les devolvió la mirada, con una expresión de repugnancia escrita claramente en el rostro.

Instantes después Elryn gritó «¡Al ataque!», y los sharranos se abalanzaron al frente, aunque Elryn y Daluth permanecieron inmóviles para lanzar conjuros. Vieron cómo el elfo suspiraba, se quitaba la capa y la arrojaba a lo alto de la rama de un árbol, para volverse luego hacia ellos, ligeramente acuclillado.

—¡Malditos aventureros humanos! —chilló—. ¿Es que no he matado ya a suficientes de vosotros?

Ilbryn Starym contempló cómo los hechiceros corrían hacia él. ¿Hechiceros que atacaban? Realmente, Faerun no dejaba de hundirse más profundamente en la locura con cada día que pasaba. Cogió la espada que era su trofeo de guerra recogido de la última banda de locos, y pronunció una palabra sobre ella. Cuando la lanzó como un dardo contra los hombres que se abalanzaban sobre él, el arma se iluminó, se dividió en tres, y salió disparada como tres halcones en pos de objetivos distintos.

En ese mismo instante, un árbol situado justo detrás de la fila de hechiceros adquirió un intenso y brillante color azul y se desgajó por sí solo del suelo con un gemido ensordecedor, arrojando tierra y piedras en todas las direcciones. Alguien maldijo en voz alta, muy sorprendido.

Al poco rato, una cortina de rayos blancos cayó brevemente sobre los magos, y un hombre que parecía llevar un dogal en el cuello se estremeció, arañó el aire unos segundos, aulló «¡Mi
recompensa
!» y cayó al suelo hecho un ovillo. Los hechiceros siguieron corriendo sin una vacilación, e Ilbryn volvió a suspirar y se dispuso a reducirlos a la nada. Sus tres espadas deberían haber hecho algo.

Uno de los magos que corría lanzó un gruñido, giró en redondo, y se desplomó con algo reluciente hundido en el hombro. Ilbryn sonrió. Uno.

Se produjo un fogonazo, alguien gritó lleno de sorpresa y dolor, y los tres hechiceros restantes se abrieron paso a través del resplandor que seguía brillando y siguieron adelante; uno de ellos sacudía unos dedos que dejaban una estela de humo. Ilbryn perdió la sonrisa. Aquello era una especie de hechizo barrera, y había acabado con sus otras dos armas.

Alzó las manos y aguardó. Ahora que estaban tan cerca de él que podían contarse mutuamente los dientes, los jadeantes hechiceros aminoraron el paso y se prepararon para lanzar contra él sus conjuros.

Ilbryn se envolvió en una esfera defensiva, dejando sólo un ojo de cerradura abierto para su próximo hechizo. Si su opinión de estos estúpidos era correcta, no tenía demasiado que temer en esta batalla, aun cuando el hechicero que tenía su espada clavada se incorporara despacio y los otros dos que no habían cargado contra él se acercaran a lo lejos.

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