La Tentación de Elminster (45 page)

—Elminster se fue directo a Paraje Muerto, ya lo creo, y allí debe de estar ahora —explicó—. No sé exactamente por qué tenía que ir allí... pero es algo importante, ¿verdad?

Volvió a producirse un breve silencio. Luego el Arpista dijo: «Eso creo», al mismo tiempo que Tabarast refunfuñaba: «Todo lo que Elminster hace es importante».

—¿Vais en su busca? —preguntó Caladaster, en una voz que apenas era un susurro.

Tras unos instantes, el Arpista volvió a asentir.

—Voy con vosotros —repuso Caladaster, en el mismo tono bajo—. Esos bosques son muy grandes, y necesitaréis un guía. Además, puede que yo sepa adonde se dirigía.

—Bien —dijo Beldrune en tono severo, removiéndose en su asiento—, no estoy muy seguro de eso. Eres un poco viejo para correr aventuras, y no deseo ser...

—¿Viejo? ¿Viejo? —replicó Caladaster, alzando la barbilla—. ¿Y él que es, entonces? —Señaló a Tabarast—. ¿Una muchachita ruborosa?

El anciano mago lanzó a Caladaster una mirada que habría hecho acobardar a hombres mucho más fornidos, y le espetó:

—Tal vez sepas adonde se dirigía Elminster. ¿Qué es lo que te dijo... o te limitas a adivinar? Esta ruborosa jovencita desea saberlo.

—Hay unas ruinas en el bosque —contestó el otro en voz baja—, fuera del sendero. Podéis vagabundear por entre los árboles todo el día esperando a que el Asesino os devore mientras las buscáis, o yo puedo conduciros directamente al lugar. Si me equivoco... pues entonces iréis de excursión en compañía de otro viejo mago obeso y de sus hechizos.

—¿Obeso? —saltó Tabarast—. ¿Quién es obeso?

—¡Ah! —intervino Beldrune, aclarándose la garganta y estirando la mano hacia un plato de queso relleno de setas que Alnyskavver acababa de depositar sobre la mesa—, ése debo de ser yo.

—No creo que sea buena idea llevar a otra persona con nosotros —declaró Tabarast, tajante— a la que tal vez tengamos que proteger de sólo los dioses saben qué...

—Ah —dijo el Arpista en tono quedo, posando una mano sobre el brazo de Tabarast—, pero yo pienso que me gustaría mucho tenerte con nosotros, Caladaster Daermree. Si puedes venir con nosotros dentro de unos cuantos minutos, claro está, y no necesitas toda una noche para prepararte.

—Estoy listo —manifestó el anciano, empujando hacia atrás su silla al tiempo que se ponía en pie.

Apareció algo parecido a una sonrisa en las profundidades de los ojos del Arpista cuando éste se incorporó, dejó un montón de monedas tan alto como un pichel sobre la mesa —lo cual hizo que muchos ojos estuvieran a punto de saltar de sus órbitas en la sala— y anunció:

—¡Tabernero! Aquí tienes la manutención de nuestros caballos durante diez días y también el pago del banquete. Si no regresamos a buscarlos para entonces, considéralos tuyos. Seguiremos a pie desde aquí. Nos has servido una comida excelente.

Baerdagh tenía la mirada alzada hacia su amigo, y el rostro pálido.

—C... Caladaster —balbuceó—, ¿vas a ir allí de verdad..., al Paraje Muerto?

—Sí, pero no podemos llevar con nosotros a un guerrero anciano, de modo que no temas —contestó el viejo hechicero, mirándolo—. Quédate. ¡Tienes que acabar de comerte todo esto por nosotros!

—Yo... yo... —tartamudeó su amigo, y sus ojos se posaron en su jarra—. Yo quisiera no ser tan viejo —gruñó.

El Arpista posó una mano sobre su hombro.

—Nunca resulta fácil... pero te has ganado un descanso. Tú eras el León de Elversult, ¿no es cierto?

El anciano contempló boquiabierto al hombre como si a éste le acabaran de salir tres cabezas, y una corona en cada una de ellas.

—¿Cómo sabes eso? ¡Ni siquiera Caladaster lo sabe!

El Arpista le dio una suave palmada en el hombro.

—Es nuestro oficio recordar a los héroes... eternamente. Somos juglares, ¿recuerdas?

Se encaminó hacia la puerta y dijo:

—Existe una balada magnífica sobre ti...

Y luego salió al exterior. Baerdagh hizo intención de levantarse para seguirlo, pero Caladaster lo empujó de nuevo hacia el asiento con firmeza.

—Quédate sentado y come. Si no regresamos, pide al próximo Arpista que pase por aquí que te la cante. —Fue hacia la puerta y luego se volvió con el entrecejo fruncido—. Todos estos años —masculló—, ¡y jamás me dijiste que eras el León! Una nimiedad que se te pasó por alto, ¿no?

Salió por la puerta, y Tabarast y Beldrune lo siguieron. Se despidieron con encogimientos de hombros y sonrisas justo en el umbral, pero Tabarast se giró otra vez con los dedos ya sobre la manija y gruñó:

—¡Si te hace sentir mejor, tú no eres el único que no sabe qué es lo que sucede!

La puerta se cerró con un chirrido, y Baerdagh la contempló sin ver durante un buen rato; tan largo que, entretanto, todos los demás regresaron de las ventanas, tras observar cómo los cuatro hombres abandonaban la ciudad, y volvieron a sentarse. Alnyskavver se acomodó en la silla situada junto al anciano y preguntó indeciso:

—¿Tú eras el León de Elversult?

—Hace mucho tiempo —respondió él con amargura—. Mucho tiempo.

—Si pudieras retroceder a algún momento de aquella época —dijo el tabernero en voz baja, con los ojos fijos en la jarra que tenía frente a él—, ¿qué momento sería?

—Bueno, hubo aquella noche en Suzail... —empezó Baerdagh despacio—. Habíamos pasado las primeras horas de la tarde corriendo por todo el castillo, persiguiendo a las nobles damas que intentaban clavarse dagas unas a otras. Verás, había una disputa sobre...

Al volverse hacia Alnyskavver para relatarle adecuadamente la historia, Baerdagh se dio cuenta de repente de lo silenciosa que estaba la estancia. Alzó la mirada, y volvió la cabeza. Todas las gentes de Piedras Ondulantes con edad suficiente para mantenerse en pie se habían reunido en silencio a su alrededor en un círculo, esperando para escuchar.

—Vaya, eso fue hace mucho tiempo... —farfulló el anciano, enrojeciendo.

—¿Fue entonces cuando conseguiste esa medalla? —inquirió el tabernero con astucia, señalando la cadena que desaparecía bajo la pechera no demasiado limpia de la camisa de Baerdagh.

—Pues no —respondió éste arrugando la frente—, eso fue...

Se recostó en su silla, y enrojeció todavía más.

—Oh, dioses —exclamó.

El tabernero sonrió de oreja a oreja y deslizó la jarra de Baerdagh en la mano del anciano guerrero.

—Estabais en el castillo en Suzail, persiguiendo a nobles damas por los pasillos, y sin duda los Dragones Morados os perseguían a vosotros, y...

—¡Ja! —ladró Baerdagh—. Ya lo creo que lo hacían... ¿Has visto caer alguna vez a un hombre con toda su armadura por una escalera de caracol? ¡Sonaba como dos herreros, peleándose en la fragua! Lo cierto es que...

Uno de los aldeanos dio una palmada a Alnyskavver en la espalda a modo de silencioso agradecimiento. El tabernero le contestó con un guiño en tanto que el relato del viejo guerrero ganaba velocidad.

—No brillará mucho el sol hoy —refunfuñó Caladaster—, una vez que estemos bajo los árboles.

—Humm —asintió Beldrune—. Es un bosque espeso. Habrá cantidad de ruidos, y silbidos extraños y cosas así, ¿verdad?

—No desde la aparición del asesino —respondió Caladaster, negando con la cabeza—. Brisas soplando por entre las ramas, eso es todo... ah, y a veces ramas muertas que caen. Aparte de eso, está silencioso como una tumba.

—En ese caso lo oiremos venir con mayor facilidad —repuso el Arpista con tranquilidad—. Guíanos, Caladaster.

El anciano hechicero asintió orgulloso mientras descendían a buen paso por la carretera. Llevaban recorridos unos kilómetros y se encontraban casi en el lugar donde el sendero cubierto de maleza que conducía a las ruinas se desviaba de la carretera de la costa, cuando un repentino pensamiento lo asaltó, tan frío y repentino como un cubo de agua del lago arrojado contra su rostro.

Tuvo buen cuidado de no girar la cabeza, de modo que el Arpista no pudiera verle la cara, este Arpista que jamás había dicho su propio nombre. Pero, a partir de aquel instante, sintió la mirada del hombre clavada en él, como la punta de una fría lanza sobre su columna vertebral, allí donde empezaba el cuello.

El Arpista lo había llamado por su nombre completo: Caladaster Daermree.

Caladaster jamás usaba su apellido... y no se lo había dicho al Arpista, nunca se lo había dicho a nadie. Ni siquiera Baerdagh lo sabía; a decir verdad, probablemente no quedaba nadie vivo que lo conociera.

Así pues ¿cómo lo conocía este Arpista?

18
Siempre hay demasiadas víctimas

La única certeza en un golpe de estado, un ataque orco o una sesión de chismorreos junto al pretil de un pozo es que no escasearán las víctimas.

Ralderick Soto Venerable, bufón

Cómo gobernar un reino, desde los torreones al estercolero,

publicado aproximadamente en el Año del Pájaro Sangriento

Todo estaba oscuro y silencioso, ahora que ya no se escuchaba el chirrido de sus botas. Se encontraba solo en medio de un recinto de fría y húmeda piedra, con el polvo de siglos cosquilleándole en la nariz, y una sensación de tirantez como si algo lo espiara desde la oscuridad y aguardara.

Elminster se quedó tan quieto como los asideros de piedra a los que todavía se sujetaba, contempló la acechante oscuridad, e invocó uno de los poderes que Mystra le había concedido. Era uno que había utilizado en contadas ocasiones, porque requería una tranquila concentración y tiempo, mucho más tiempo del que la mayoría de los seres con los que compartía su existencia en Faerun estaría dispuesto a concederle jamás. Con demasiada frecuencia, últimamente, la vida parecía una carrera impetuosa.

Su conciencia recorrió la oscuridad. No podía ver las cosas vivas o sin vida; pero, cuando la magia se concentraba... así, la podía sentir con tanta claridad que alcanzaba a distinguir superficies sobre las que se aferraban los zarcillos de las uniones mágicas, e incluso los débiles y borrosos rastros de magia protectora que había fallado.

Todas esas cosas aparecieron ante él. Tenues rastros mágicos revoloteaban por todas partes; ninguno era muy fuerte ni tenía una localización precisa, pero perfilaban una caverna grande o un espacio abierto. Bastante más allá, en el suelo de esta sala o cueva —o abajo, en un pozo, no podía decir qué era exactamente— varios nodos muy apiñados de poder mágico palpitaban y murmuraban sin pausa. El parpadeó.

Trampa o no, tenía que averiguar qué aguardaba allí que poseía tanto poder mágico. El remolino pensante que lo había conducido hasta allí lo observaba, o al menos sabía que él se acercaba; así que ¿de qué servía tanto sigilo? Envió un hechizo para sondear la piedra, en busca de pozos o grietas situado delante de él; luego, envuelto en su tenue y fantasmal resplandor azulado, avanzó con cautela.

Enormes extensiones del suelo estaban formadas por la roca natural de la caverna; pero, mientras El avanzaba, ésta dio paso a un suelo de grandes losas de piedra, pulidas y llanas. El musgo no las había manchado, pero, aquí y allá, la fina capa blanca de las sales que exudaba la vetusta roca formaba hilillos sobre la piedra.

Un trono o asiento de esa misma piedra apareció ante Elminster, sorprendentemente desprovisto de magia, a pesar de quedar casi oculto tras el resplandor proyectado por los siete nodos de magia cuando el mago lo contempló con su visión mágica. Por suerte, el asiento estaba vacío.

Con un suspiro, siguió avanzando. Siete nodos cegadores llenos de mágico poder. Previsible o no, no podía hacer caso omiso de tal poder y seguir siendo Elminster; sonrió, meneó la cabeza pesaroso... y dio otro paso al frente.

Tal vez moriría allí, pero no podía dar media vuelta.

El humano se acercaba. El gran adversario no tardaría en estar a su alcance, pero también cerca de las poderosas runas a las que era imposible acercarse sin peligro.

Demasiado cerca.

Probablemente sólo dispondría de una oportunidad, de modo que tendría que ser un golpe demoledor al que ni siquiera un mago tocado por los dioses pudiera sobrevivir. Tras todos estos años, unos pocos días o incluso meses no importarían en absoluto; lo que sí importaba era el golpe que acabaría con él para siempre.

El ataque que lo dejaría al descubierto y heriría al enemigo al mismo tiempo tenía que ser lo bastante destructivo para convertir a su adversario en un ser indefenso, pero a la vez dejarlo consciente, consciente del dolor que luego le infligiría sin prisa, y de quién era el que le provocaba aquel infinito sufrimiento... y por qué.

De modo que lo mejor era aguardar un poco más, como un fantasma paciente entre las sombras.

Unos ojos oscuros que semejaban dos negras llamas de furia atisbaron desde las profundidades de una de las hendiduras de la cueva y observaron cómo el cauteloso hechicero se encaminaba hacia la muerte.

Años consumido por el anhelo de venganza, por la desazonadora necesidad que lo dominaba día y noche; años que se habían reducido ahora a esto.

—¿Sí, Vaelam? —preguntó Hechizo Pavoroso Elryn, la voz peligrosamente afable y sedosa.

Un largo y tenso avance sigiloso hasta unas ruinas donde sin duda los aguardaban enemigos poderosos no había mejorado su estado de ánimo; en especial después de que una de sus botas había encontrado su primera madriguera deshabitada llena de agua y barro, lo que había tenido lugar tres pasos antes de que su otra bota topara con la segunda. A esas alturas había perdido ya la cuenta de cuántas enredaderas de espinos lo habían arañado en manos y rostro... y todo ello, claro está, presenciado con expresiones burlonas y desde lejos por las crueles sacerdotisas mayores de la Casa, entre las que se encontraba la misma Dama Tenebrosa en persona.

Vaelam casi bailoteaba nervioso, los ojos muy abiertos y redondos. El guarda que iba a la vanguardia de los «hechiceros» sharranos era un sacerdote delgado, de voz dulce, que siempre se mostraba cuidadoso y meticuloso con sus deberes, y que ahora parecía más excitado de lo que Elryn lo había visto nunca.

—Siniestro Hermano —dijo con entusiasmo—, he encontrado algo.

—No —murmuró Elryn, arrugando el entrecejo—. ¿De veras? Realmente me sorprendes.

—Es una piedra —continuó Vaelam, sin captar, sorprendentemente, el claro sarcasmo presente en la voz de Elryn... o tal vez demostrando una extraordinaria habilidad para ocultar que lo había reconocido—. Una piedra con algo escrito.

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