Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
—Eso fue todo un espectáculo, ¿no es así? —dijo Beldrune con una risita—. Ya me veo contándoselo a los jovencitos: falta un poco de pimienta. Vaya comentario.
—Creo que por eso lo hizo —le respondió Tabarast—. Sí, recibimos un gran honor... y seguimos vivos, a diferencia de esa hechicera fantasma y del elfo. Eso es todo un logro, desde luego.
Volvieron a intercambiar miradas, y Beldrune se rascó la barbilla, carraspeó y dijo:
—Sí... ejem. Bueno, creo que podemos salir andando, por allí al fondo donde el fuego reventó la caverna.
—No quiero marcharme todavía —respondió Caladaster, dando una patada al agrietado borde de uno de los pozos donde había habido una runa—. Nunca estuve junto a gentes que tuvieran un auténtico poder, en un lugar donde sucedieran cosas importantes... y creo que jamás volveré a hacerlo. Mientras permanezco aquí, me siento... vivo.
—Bah —rezongó Beldrune—, ella dijo eso, y mira lo que le sucedió.
Tabarast se adelantó con fuertes pisadas y dio a Caladaster un tosco abrazo.
—Sé cómo te sientes —le dijo—. Sin embargo, tenemos que irnos antes de que anochezca, y para entonces querré tener un pichel en la mano.
—Muchos picheles —asintió Beldrune.
—Pero en un lugar tranquilo para sentarnos y pensar, sólo nosotros tres —añadió Tabarast, casi con ferocidad—. Esta noche no quiero tener que explicar a todos los granjeros borrachos de la zona cómo anduvimos junto a un dios, y oír cómo se ríen de nosotros.
—Estoy de acuerdo —repuso Caladaster con calma, y se alejó.
—¿Adonde vas? —inquirió Beldrune clavando la mirada en su espalda.
El anciano hechicero llegó hasta el fondo del pozo, cubierto de cascotes, y contempló con atención las piedras.
—Yo estaba justo aquí —murmuró—, y el dios estaba... ahí. —Aunque su voz era firme, incluso ronca, las lágrimas humedecieron repentinamente sus mejillas.
»Nos protegió —musitó—. Contuvo más magia de la que nunca había visto lanzar en toda mi vida, magia que hacía desaparecer las piedras, y lo hizo por nosotros, para que sobreviviéramos.
—Los dioses tienen que hacer esas cosas, ¿sabes? —indicó Beldrune—. Alguien debe presenciar sus acciones y contarlo. ¿Para qué sirve tanto poder, si no?
Caladaster le lanzó una mirada de desprecio, y se apartó de Beldrune.
—¿Cómo te atreves a reírte del divino...? —dijo, con ojos llameantes de cólera.
—¿De qué sirve ser humano, si no? —respondió él con sencillez.
Caladaster lo miró fijamente, boquiabierto, durante lo que pareció una eternidad. Luego el anciano hechicero tragó saliva, meneó la cabeza, y lanzó una débil risita.
—Nunca había visto las cosas desde ese punto de vista —manifestó, casi con admiración—. ¿Te ríes a menudo de los dioses?
—Una o dos veces cada diez días —respondió él con tono solemne—. Tres veces en los días sagrados, si alguien nos recuerda cuándo se celebran.
—Aparta, divino burlón —ordenó de improviso Tabarast, haciéndole una seña con la mano. Beldrune enarcó las cejas en silenciosa interrogación, pero su viejo amigo se limitó a agitar la mano como para espantar moscas y se adelantó, añadiendo—: ¡Mueve esas enormes pezuñas con botas, he dicho!
—De acuerdo —repuso Beldrune con tranquilidad, haciendo lo que le pedía—, siempre y cuando me digas el motivo.
Tabarast se arrodilló sobre los cascotes y tiró de algo: una punta de tela de color en medio de las piedras.
—¿Joyas y un elegante tejido escarlata? —murmuró—. ¿Qué tenemos aquí?
Sus arrugadas manos apartaban ya a un lado las piedras, dejando la tela al descubierto con diestra velocidad, cuando Beldrune se arrodilló con un gruñido y se unió a la tarea. Caladaster permaneció en pie junto a ellos con expresión inquieta, temeroso de que, de algún modo, una hechicera espectral volviera a alzarse de aquellos andrajos y los amenazara otra vez.
Beldrune lanzó un apreciativo gruñido cuando el vestido rojo, con sus dragones adornados con gemas sobre ambas caderas quedó totalmente al descubierto; pero no tardó en levantarlo y entregárselo a Caladaster, al tiempo que indicaba otra tela situada debajo.
—¡Hay más!
El atrevido vestido negro fue recibido con un gruñido aun más sonoro; pero, apareció el azul con volantes y Tabarast removió las piedras de debajo para asegurarse de que aquellas tres prendas eran todo lo que había allí, Beldrune no pudo menos que comentar:
—Puesto que Azuth no los llevaba, por lo que yo vi, éstos deben de ser de ella.
Tabarast y Caladaster intercambiaron miradas.
—Dado que somos mayores y más sabios que tú —le dijo su amigo con aire bondadoso—, ya lo habíamos imaginado.
El mago le sacó la lengua a modo de respuesta y alzó el vestido azul para examinarlo mejor.
—¿Creéis que poseerán poder? —preguntó Tabarast con el vestido negro balanceándose de sus dedos en tanto que Caladaster reprimía una sonrisa afectada.
—Humm. Poder o no, no pienso ponerme este modelito sin espalda —replicó Beldrune, dando otra vez la vuelta al vestido azul de volantes para mirarlo—. Baja lo suficiente para dar a las frías corrientes de aire una buena ayuda, si comprendes a qué me refiero...
Nunca antes en la historia de este hermoso reino han debido tantos tanto a las arcas del rey. Pero no temáis, que no tardará en pasar a cobrar... y su precio será la vida de sus deudores, en una u otra guerra en el extranjero. Lo llamará una Cruzada o algo con un nombre igual de rimbombante... pero los que mueran bajo los colores de Cormyr estarán tan muertos como si lo hubiera llamado «una incursión para saquear», o «una patrulla en busca de cabezas». Ése es el modo en que los reyes recaudan sus impuestos en sangre. Únicamente los archimagos son capaces de incautarse de tales pagos con mayor rapidez y temeridad.
Albaertin de Marsember
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—Hora del juicio —tronó aquella voz profunda en la cabeza de Elminster—. Ten cuidado de efectuar las elecciones correctas.
Por alguna razón, el athalante sabía que Azuth se había ido, y que estaba solo en el torrente de chispas azules —el torrente al que había tomado por Azuth— que le hacía dar vueltas y más vueltas mientras lo arrastraba hacia abajo, hasta un lugar en tinieblas, con un frío suelo de piedra bajo sus rodillas desnudas. Estaba desnudo, pues la túnica y la daga e innumerables objetos mágicos habían desaparecido durante el largo período de rotación.
—Me ha robado un dios —murmuró y rió por lo bajo. Su risa no dejó ningún eco tras de sí, pero su manera de desvanecerse le hizo pensar que se encontraba en un lugar subterráneo, algún lugar no demasiado grande. Su sensación de bienestar desapareció justo después de su risita; sentía como si le hubieran desgarrado las entrañas.
Notaba humedad, y todo él empezaba a helarse, pero no abandonó su posición arrodillada. Se sentía débil y mareado, y, cuando intentó detectar magia o invocar sus hechizos, todos sus poderes como Elegido y como mago parecían haber desaparecido.
Volvía a ser simplemente un hombre, de rodillas en una sala oscura en alguna parte, y, aunque sabía que debiera sentir desesperación, lo cierto era que se sentía en paz. Había visto pasar muchos más años que la mayoría de los humanos y —hasta donde podía juzgar, al menos según su criterio— le había ido muy bien. Si había llegado el momento de que muriera, que así fuera.
Sólo existían las quejas habituales: ¿era hora de que muriera? ¿Qué debería hacer ahora? ¿Qué sucedía? ¿Quién pasaría por allí y le facilitaría las respuestas a todas sus preguntas... y cuándo?
La única fuente de auxilio y guía de su vida que no llevaba muerta una eternidad, ni estaba metida en una tumba y dormida no sabía dónde, era la diosa que lo había convertido en su Elegido.
—Oh, Mystra, habéis sido mi amante, mi madre, mi guía espiritual y mi maestra —dijo Elminster en voz alta—. Por favor, escuchadme ahora.
En realidad no había sido su intención elevar una plegaria... o tal vez sí lo había sido desde el principio, pero no había querido admitirlo.
—Me he sentido muy honrado de serviros —dijo a la oscuridad que le escuchaba—. Me habéis concedido una vida espléndida, por la cual, como hacen siempre los hombres, no os he dado suficientes gracias. Me contento con el destino que consideréis apropiado para mí, sin embargo; y, como hacen siempre los hechiceros, quisiera deciros unas cuantas cosas antes.
Lanzó una risita, y levantó una mano.
—Ahorraos vuestros hechizos y furia —añadió—; sólo son tres cosas.
Elminster aspiró con fuerza.
—La primera: gracias por haberme dado la vida que me habéis dado.
¿Se movía algo en la penumbra y las sombras más allá del punto en que podía confiar en lo que sus ojos le mostraban?
Hizo un gesto de indiferencia. ¿Y qué importaba si algo se movía? Solo, sin ropas, de rodillas y sin la magia para ayudarlo, si algo se aproximaba a él, así era como tendría que recibirlo, y esto era todo lo que tenía que ofrecer.
—La segunda —anunció con calma—: siendo vuestro Elegido es realmente como quiero pasar mis días.
Aquellas palabras resonaron, allí donde la oscuridad había ahogado sus palabras antes. El arrugó el entrecejo; luego volvió a encogerse de hombros y dijo a la oscuridad con toda franqueza:
—La tercera, y más importante que deseo comunicar es: Señora, os amo.
Mientras estas palabras resonaban, la oscuridad vomitó algo que sí se movió y se dejó ver con prístina claridad.
Algo enorme y monstruoso y lleno de tentáculos se arrastró sin prisa hacia él.
—¿Era un dios? —preguntó Vaelam, que tenía incluso los labios lívidos.
Un sordo jadeo fue la primera respuesta que recibió de los otros Hechizos Pavorosos, mientras yacían sin aliento en la hondonada. Arañados y desgarrados por las ramas de los árboles durante su loca carrera y totalmente exhaustos, empezaban ahora a despojarse del pesado manto de terror.
—Dios o no dios —farfulló Femter—, cualquiera que pueda soportar todo lo que le arrojamos sobre la cabeza... ¡y tragarse bolas de fuego, por la bendita Shar!... es alguien a quien no quiero enfrentarme en una batalla.
—Por la bendita Shar, realmente, Hermano Pavoroso —dijo alguien en tono casi afable desde el otro extremo de la hondonada, donde los helechos eran muy altos. Cinco cabezas giraron en redondo, los ojos casi desorbitados por el temor...
... y cinco bocas se desencajaron; las gargantas a las que pertenecían tragaron saliva ruidosamente, y los ojos situados encima adquirieron una expresión de terror absoluto.
La dama enmascarada y con capa que flotaba en el aire justo por encima del alcance de sus manos, recostada tranquilamente sobre la nada, les era muy conocida.
—Ya que existe una Negra Llama en las Tinieblas —ronroneó a modo de saludo solemne la Señora Suprema de los Acólitos.
—Y nos calienta, y su divino nombre es Shar —murmuraron los cinco sacerdotes en un coro reticente y lleno de desesperación.
—Os halláis muy lejos de la Casa de la Noche Sagrada, Hermanos Pavorosos, y no estáis familiarizados con la forma de actuar de los hechiceros. Sois demasiado propensos a descarriaros y necesitáis una guía —comentó la Hermana Pavorosa Klalaera, su voz un meloso sonsonete amenazador—. Por ese motivo nuestra muy solícita y atenta Dama Tenebrosa Avroana ha enviado la Casa de la Noche Sagrada... a vosotros.
—Saludos, Hermana Pavorosa —contestó Hechizo Pavoroso Elryn, que consiguió dar un tono evasivo a su voz—. ¿Qué noticias traes?
—Noticias del profundo desagrado de la Dama Tenebrosa ante tu mando, muy temerario Elryn —respondió la Señora Suprema casi con jovialidad, los ojos dos pedernales salpicados de chispas—, y de su voluntad: que dejéis de vagabundear por Faerun según os plazca y regreséis al lugar del que habéis huido hace poco. Allí hay un inmenso poder... y Shar quiere que nos hagamos con él. Sé que no querréis fallar a la muy divina Shar ni decepcionar a la Dama Tenebrosa Avroana. De modo que dad media vuelta y regresad allí, para servir a Shar tan competentemente como sé que podéis hacerlo. Os acompañaré hasta allí, para transmitiros la voluntad de nuestra señora mientras regresáis a la misión a la que se os envió. ¡Ahora, levantaos, todos vosotros!
—¿Regresar? —rugió Femter, y su mano se movió veloz hacia una de las varitas que todavía llevaba en el cinturón—. ¿Para batirnos en duelo con un dios? ¿Estás loca, Klalaera?
Los otros Hechizos Pavorosos observaron en silencio, sin levantarse ni tampoco expresar su desafío, mientras algo invisible centelleaba entre la Señora Suprema, que permanecía muy tranquila con la cabeza apoyada en la mano, y Femter Deldrannus, cuya varita seguía deslizándose fuera de su cinto.
El sacerdote lanzó un alarido y, arrojando a un lado la varita, se sujetó la cabeza con ambas manos y dio un tambaleante paso al frente, con piernas temblorosas.
Contemplaron cómo se convulsionaba y retorcía y balbuceaba durante lo que pareció una eternidad antes de que Klalaera alzara una lánguida mano y la cerrara como si tal cosa... Femter se desplomó y cayó de bruces como una marioneta a la que acaban de cortar el hilo.
—Puedo hacerle lo mismo a cualquiera de vosotros... y a todos vosotros a la vez —explicó la Señora Suprema con voz cansina—. Ahora levantaos y regresad. Teméis morir a manos de ese dios sobre el que farfulláis, pero yo puedo haceros llegar una muerte segura comparada con otra que puede suceder... o no. ¿Alguno de vosotros desea arrodillarse y morir aquí ahora... entre dolores atroces y desprovisto de la gracia de Shar? ¿O mostraréis a la Llama de las Tinieblas sólo un poco de la obediencia que ella espera de aquellos que dicen adorarla?
Mientras pronunciaba estas sarcásticas palabras, la Hermana Pavorosa Klalaera descendió suavemente hasta el suelo, y sacó del cinturón el infame látigo de púas con el que flagelaba a los acólitos a su cargo. Los Hechizos Pavorosos volvieron los rostros de mala gana en dirección a las ruinas que habían abandonado con tanta precipitación y empezaron a abandonar la hondonada con pasos lentos y pesados, al compás de la lluvia de latigazos que la mujer asestaba sobre la indefensa espalda del inmóvil Femter.
En el borde de la depresión, se volvieron en mudo acuerdo para mirar atrás, y vieron cómo Femter, la cabeza colgando y la mirada vidriosa, se incorporaba bajo el poder de una magia feroz y los seguía con pasos tambaleantes; la espalda, convertida en jirones de carne en medio de un revoltijo de sangre coagulada, estaba plagada de zumbantes insectos, y las botas iban dejando un reguero de pisadas ensangrentadas. Klalaera sacudió el látigo, del que se desprendieron gotas de oscura sangre, y les dedicó una dulce sonrisa.