Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Cuando acabó de abrirlos, todo se deshacía en el aire en medio de una creciente penumbra, y a su derecha empezaba a brillar otra luz, pero ésta era el moteado bailoteo de la auténtica luz del sol. Immeira del Starn de Buckralam se deslizaba hacia él a través de una iluminada habitación, los brazos extendidos y con aquella sonrisa ansiosa en su rostro, ofreciéndose a él. A medida que se acercaba, formando su nombre en silencio con los labios, se abrió el corpiño de su vestido azul oscuro... y Elminster tragó saliva con fuerza cuando el recuerdo regresó a su mente en forma de una cálida y repentina oleada.
El sol penetraba por las ventanas de la Torre del Zorro y depositaba sus moteados dedos sobre los pergaminos que Immeira estudiaba con el entrecejo fruncido. Dioses, ¿cómo podía alguien entender algo de todo aquello? Suspiró y se recostó en su silla; luego, en una especie de sueño, se encontró alzándose para deslizarse por la habitación hacia su rincón más oscuro. A mitad de camino sus dedos empezaron a tirar de sus cierres y lazadas para abrir la parte delantera de su vestido, como si se ofreciera... al vacío.
—¿Por qué...? —murmuró Immeira arrugando la frente; luego se estremeció de improviso, giró en redondo, y volvió a abrocharse el vestido con dedos temblorosos.
Sus atareados dedos se cerraron en puños cuando hubo terminado, y atisbo en todas direcciones alrededor de la desierta habitación, palideciendo.
—¿Wanlorn? —susurró—. ¿Elminster? ¿Me necesitas?
El silencio fue su respuesta. Hablaba a una habitación vacía, empujada por sus propias fantasías. Irritada, se encaminó veloz de vuelta a su silla... y se detuvo en mitad de una zancada, cuando la inundó la repentina sensación de que la observaban. La siguió una oleada de inmensa paz y afecto.
La joven se encontró sonriendo al vacío, más satisfecha de lo que había estado jamás. Irradió satisfacción hacia toda la estancia que la rodeaba y volvió a sentarse con un suspiro. La moteada luz solar danzó sobre sus pergaminos, y ella sonrió al recordar a un delgado hombre de nariz aguileña que había salvado el Starn mientras ella observaba. Immeira volvió a suspirar, sacudió la cabeza para retirar los cabellos de sus ojos, y regresó a la tarea de intentar decidir quién en el Starn debía plantar qué, a fin de que todos tuvieran comida suficiente para pasar sin privaciones todo el invierno.
Su cálido y tierno anhelo, su encanto... Elminster extendió los brazos hacia Immeira, con una amplia sonrisa iluminando su rostro; sonrisa que se heló cuando una idea pasó por su mente: ¿iba a convertirse esta joven llena de energía en una especie de recompensa para él, para señalar su retiro del servicio de Mystra?
Apartó bruscamente las manos de la mujer que se aproximaba y le espetó con ferocidad a las tinieblas:
—No. Hace mucho tiempo hice ya mi elección: recorrer el camino más largo, por la ruta sombría, y conocer el peligro, la aventura y la muerte. Ahora no puedo darle la espalda, pues tanto como yo necesito a Mystra, me necesita Mystra a mí.
Ante aquellas palabras, Immeira y la habitación bañada por la luz del sol situada tras la joven se desvanecieron en una lluvia de motitas de luz cada vez más pequeñas que se hundieron bajo sus pies, en el enorme y oscuro vacío en cuyo interior flotaba el mago, hasta que sus ojos dejaron de verlas.
De improviso, una nueva llamarada de luz solar se abrió paso a su derecha. Elminster giró hacia ella, y se encontró contemplando una larga sala llena de hileras de estanterías que se alzaban hasta tocar el elevado techo. El aire estaba lleno de motitas de polvo iluminadas por la luz del sol, y por entre su brillo Elminster descubrió que los estantes estaban atestados de libros de hechizos, sin que quedara ni un centímetro libre de estantería. De los lomos de algunos sobresalían cintas; otros lucían relucientes runas.
Un sillón de aspecto muy cómodo, un escabel y una mesita atrajeron su atención desde el rincón derecho de la biblioteca. En la mesita había grandes pilas de libros; El dio un paso al frente para poder verlos mejor, y se encontró penetrando en la habitación con paso veloz y anhelante.
Hechizos de Athalantar, indicaba con claridad un rótulo dorado en uno de los lomos. Extendió una mano ávida y luego la dejó caer al costado otra vez, mascullando:
—No, me parte el alma rechazar tales conocimientos, pero... ¿no es más divertido encontrar magia nueva, aprenderla mediante la adivinación de las frases correctas, y poner a prueba nuestras deducciones experimentando con hechizos?
La habitación no se desvaneció en la oscuridad como había sucedido con todas las apariciones anteriores. El parpadeó ante la visión de más libros de hechizos de los que podría recoger en un siglo aunque no hiciera otra cosa más que buscar libros de magia, y tragó saliva. Luego, como en sueños, dio un paso en dirección al estante más próximo, para alargar un brazo hacia un tomo especialmente grueso que llevaba por título
Compendio de hechizos netheritas recogidos por Galagard
. Se encontraba apenas a unos centímetros de las puntas de sus dedos cuando giró sobre sí mismo y rugió:
—¡No!
En medio del eco de aquella exclamación, su mundo volvió a quedarse a oscuras y vacío, la habitación polvorienta arrebatada de allí en un instante, y él se halló de nuevo en medio de las tinieblas y en tinieblas.
Una luz se acercó, surgiendo del aterciopelado y negro vacío, y se convirtió en un hombre ataviado con ropajes de cuello alto y llenos de adornos, de pie sobre un suelo de losas de piedra con un bastón mágico que centelleaba y zumbaba en la mano. El hombre, que no veía a Elminster, contemplaba con semblante torvo a una mujer muerta caída sobre las piedras a sus pies, y de cuyo cuerpo se elevaban tenues volutas de humo, el rostro paralizado en un eterno alarido de terror.
—No —manifestó el hombre con voz cansina—. Encuentro que «Primero entre sus Elegidos» se ha convertido en una presunción sin sentido. Encuentra a otro estúpido que se convierta en tu esclavo a través de los siglos, señora. Todos aquellos a los que amé, todos aquellos a los que conocí, están muertos y enterrados; mis esfuerzos se ven desbaratados por cada nueva generación de codiciosos conjuradores, Faerun se desvanece en una pálida sombra de la gloria que contemplé en mi juventud. Y, lo que es más importante, me siento condenadamente... cansado...
El hombre partió su bastón con un repentino arrebato de energía, y de los extremos rotos surgió un fogonazo de luz azul que se arremolinó justo antes de que un potente estallido de magia liberada adquiriera la forma de una violenta ola. El desesperado Elegido se hundió un extremo del roto bastón en el pecho a modo de lanza; luego echó la cabeza hacia atrás en un mudo jadeo o grito... y se hundió en un remolino de polvo, que lo último que se tragó fue la contraída mandíbula, justo antes de que el torrente de magia liberada se transformara en algo cegador.
El apartó la mirada del fogonazo, pero se encontró con que éste era reproducido en miniatura en otra parte, en una esfera de visión del tamaño de una mano sobre la que estaba encorvado un hombre calvo vestido con una túnica roja. El hombre agitó la mano en señal de triunfo ante lo que veía en las profundidades del cristal, y siseó:
—¡Sí! ¡Sí! ¡Ahora soy el Primero entre los Elegidos de Mystra... y, si creían que Elthaeris era autoritario, más les valdrá aprender a arrodillarse y a temblar de miedo bajo el cetro succionador de hechizos de Uirkymbrand! Ja, ja, ja, ja! Los débiles ya pueden suicidarse ahora mismo, y entregar su poder a alguien más capacitado para usarlo: ¡yo!
Aquel grito enloquecido tronaba todavía en los oídos de Elminster cuando la escena desapareció de improviso, y apareció un círculo de luz justo al lado del último príncipe de Athalantar. Flotando con él había una daga y, en cuanto él la reconoció, el arma giró y se elevó despacio, ofreciendo su empuñadura a su mano.
El la contempló, sonrió, y meneó la cabeza.
—No, ésa es una salida que jamás tomaré —dijo.
La daga se esfumó y no tardó en aparecer a la izquierda de Elminster, en la mano de un hombre vestido con una túnica, vuelto de espaldas a él, que inmediatamente la hundió en la espalda de otro hombre también vestido con una túnica. La víctima se irguió violentamente mientras la herida escupía un resplandor azul, y la hoja de la daga del asesino se encendió con un fuego azul que no tardó en consumir el arma. El moribundo se volvió, mientras la herida dejaba un rastro de diminutas estrellas, y Elminster vio que se trataba de Azuth. Con el rostro contraído por el dolor, el dios arañó con sus manos desnudas el rostro del hombre que lo había apuñalado, y el resplandor que emitía el moribundo mostró a Elminster el rostro del asesino que retrocedía. El asesino de Azuth era... Elminster.
—¡No! —gritó, arañando a la visión con sus manos—. ¡Fuera! ¡Fueeera! —Pero las dos figuras siguieron forcejeando entre sí en medio de una creciente nube de estrellas azules, sin prestarle atención.
—Esa clase de ambición no es la mía —tronó El—, y jamás lo será, si Mystra me lo concede. Me doy por satisfecho con deambular por Faerun, y conocer sus costumbres más de lo que conozco los misterios más profundos... pues ¿cómo podría apreciar una cosa sin la otra?
El agonizante Azuth desapareció en medio de un remolino, y de las estrellas que habían sido su sangre surgió un hombre que El conocía por recuerdos que no eran suyos, pero que había compartido mágicamente en una ocasión en Myth Drannor. Se trataba de Raumark, un rey hechicero de Netheril que había sobrevivido a la caída de aquel reino decadente para convertirse en uno de los fundadores de Halruaa. Raumark
el Poderoso
estaba solo en una sala llena de gruesas columnas blancas y enormes espacios resonantes, en lo alto de una elevada plataforma, y su rostro aparecía a la vez pálido y hosco.
Con sumo cuidado proyectó un remolino de desintegración, que puso a prueba arrastrándolo a través de uno de los gigantescos pilares. El techo se pandeó cuando la parte superior de la desviada columna se desplomó en una lluvia de gruesos pedazos sobre el invisible suelo. Raumark contempló el derrumbamiento con rostro inmutable, y volvió a atraer el remolino para que girara sobre sí mismo frente a él, justo algo más allá del borde de la plataforma.
Asintió con la cabeza contemplándola, como si se sintiera satisfecho, y saltó a través de ella.
La escena desapareció junto con Raumark, para ser reemplazada por una imagen de una tumba polvorienta. Un hombre que El no reconoció pero que de algún modo supo que se trataba de un Elegido de Mystra sacaba un viejo y destrozado libro de magia de una mochila y lo colocaba en el interior de un féretro abierto, la misma tarea que El había realizado tan a menudo para la Dama de los Misterios.
Este Elegido, sin embargo, aparecía enfurecido, los ojos llameantes con algo semejante a la locura. Arrancó un cráneo lleno de telarañas del féretro, clavó la mirada en sus ciegas órbitas y le rugió:
—No hago más que regalar un hechizo tras otro, mientras mi cuerpo se desmorona y se vuelve sordo y torpe. ¡Dentro de unos pocos inviernos acabaré como tú! ¿Por qué tienen otros que saborear las recompensas que yo reparto, en tanto que yo no puedo? ¿Eh?
Arrojó la calavera otra vez a su lugar de descanso y empujó la tapa de piedra para cerrarla con tanta fuerza que El hizo una mueca. El Elegido avanzó a grandes zancadas y exclamó:
—Vivir eternamente... ¿por qué no? Apoderarme de un cuerpo saludable, extinguir su mente, usarlo hasta que ya no sirva, y luego coger el siguiente. Hace mucho tiempo que poseo esos conjuros... ¿Por qué no usarlos?
Reanudó su decidida marcha y se desvaneció como un fantasma a través de Elminster; pero, cuando el athalante volvió la cabeza para ver qué sucedía con el Elegido, el hombre ya no estaba, y la tumba que había dejado atrás se esfumaba a gran velocidad.
—Qué desperdicio —murmuró El; unas lágrimas contenidas brillaban en sus ojos—. Oh, Mystra, señora mía, ¿debe esto seguir adelante? Dejad de atormentarme y dadme alguna señal. ¿Soy digno de serviros a partir de ahora, o estáis tan disgustada conmigo que debería rogaros la muerte? ¡Decídmelo, señora!
Se sobresaltó al sentir un repentino hormigueo de labios sobre los suyos: los labios de Mystra, sin duda, pues a su contacto la sensación de un poder en bruto le recorrió el cuerpo, haciéndolo sentir alerta, lleno de energía y poderoso.
Elminster abrió los ojos y levantó los brazos para abrazarla, pero la Dama del Tejido no era más que un rostro de luz que se hacía cada vez más pequeño y retrocedía veloz para perderse en el vacío, fuera de su alcance.
—¡Señora! —exclamó casi con desesperación, al tiempo que extendía unos brazos suplicantes hacia ella.
—Debes ser paciente. —La pausada voz de una Mystra sonriente llegó hasta sus oídos con suavidad—. Te visitaré como corresponde dentro de un tiempo, pero debo pedirte que hagas algo por mí, primero: una tarea larga, tal vez la más importante que llevarás jamás a cabo.
Su rostro cambió, para adquirir una expresión triste, y añadió:
—Aunque puedo prever al menos otra tarea que puede juzgarse igual de importante.
—¿Qué tarea? —se le escapó a El. Mystra era en estos momentos poco más que una estrella parpadeante.
—Pronto —contestó la diosa con dulzura—. Lo sabrás muy pronto. Ahora regresa a Faerun... y cura al primer herido que encuentres.
Las tinieblas se fundieron, y El se encontró vestido otra vez, de pie en el bosque situado fuera de las ruinas. A pocos pasos de distancia, dos hombres hablaban con un elfo, los tres sentados con las espaldas apoyadas en los troncos de nudosos y viejos árboles. Interrumpieron su conversación para mirarlo con cierta ansiedad.
En la mano de uno de los magos apareció de improviso una varita, con la que apuntó a Elminster, al tiempo que inquiría con frialdad:
—¿Y tú deberías ser...?
—Un cadáver hace ya mucho tiempo —respondió El con una sonrisa—, Tenthar Taerhamoos, de no haber sido por que Mystra tenía otros planes.
Los tres magos lo miraron con asombro, y el elfo dijo con cierta indecisión:
—Tú eres aquel a quien llaman Elminster, ¿verdad?
—Lo soy —respondió él—, y la misión que me han encomendado es curaros. —Haciendo caso omiso de una repentina exhibición de varitas y centelleantes anillos, lanzó un conjuro curativo sobre Quiebraestrella y luego otro sobre Umbregard.