La Tentación de Elminster (48 page)

Cada día su visita a la despensa inferior lo decepcionaba.

Cada día ascendía de nuevo sombrío a las frías y solitarias cocinas, se hervía unas cuantas judías y se cortaba otro trozo enmohecido de la enorme rueda de queso situada bajo la cubierta de mármol antes de ascender por la escalera hasta el gran ventanal, para volver a estudiar el hechizo que le había salido mal. Cada día se sentía un poco más desesperado.

Ya casi había llegado al punto en que, si recibía el acicate correcto, acabaría por usar el medallón para salir volando de este lugar. Encontraría algún reino distante donde nadie conociera su rostro, buscaría empleo allí como amanuense, e intentaría olvidar que en una ocasión había sido un archimago y había invocado monstruos de otros mundos.

Sí, la más mínima excusa y él...

Algo se hizo añicos en la habitación contigua; fue como una docena de campanitas tintineando en medio de un musical sonido de cristales. Tenthar se levantó y cruzó la puerta en un santiamén, para echar una ojeada.

El conjuro de aviso que había colocado sobre la puerta de los elfos en los Árboles Enmarañados: alguien acababa de usarla para viajar al sur, a los bosques cercanos a Manto de Estrellas. Aquello era la señal. Estaba harto de ocultarse sin hacer nada.

—Los elfos se han puesto en marcha —dijo en voz alta Tenthar Taerhamoos con gran solemnidad—. Tengo que ir allí... Al menos conseguiré averiguar tanto de este caos mágico como lo hagan ellos.

Se cortó un gran trozo de queso con la daga, lo envolvió junto con su libro de hechizos de bolsillo en una vieja manta, e introdujo el paquete en una estropeada y vieja mochila. Tras volver a colocar el arma en su funda, Tenthar invocó el menguante poder de su medallón, y conjuró un hechizo que había tenido preparado desde hacía mucho tiempo.

—Adiós, viejas piedras —dijo a su torre, lanzando a su alrededor lo que tal vez fuera su última mirada—. Volveré... si puedo.

Instantes después, el suelo donde había estado apareció vacío. Y un momento más tarde otro conjuro de aviso dio su señal en la habitación, donde ya no había nadie para oírlo.

Demasiado a menudo, la vida de un archimago es así.

La excitación ardía en su interior como no lo había hecho durante años. «Con cuidado, Saeraede. No vayas a perderlo ahora por culpa de la precipitación. Hace siglos que dejaste de temblar como una jovencita, o debería ser así...»

Como una voluta de humo oscuro en las tinieblas, Saeraede se elevó por una fina grieta en el fondo de la caverna, de regreso a la habitación principal situada encima.

Hacía mucho que había preparado este hechizo, y él no había alterado ninguno de sus preparativos. Todo se realizó en un abrir y cerrar de ojos, y una humareda gris hizo su aparición para colocarse como una vetusta piedra en lo alto del pozo. A cualquiera situado en la superficie, aquel velo le daría la impresión de ser una piedra del suelo más elevada que el resto, y la boca del pozo quedaría totalmente oculta. Y su presa estaría atrapada bajo su telaraña igual que si se tratara de roca sólida.

La mujer se concedió un brevísimo instante para refocilarse antes de sumergirse de nuevo a través de la fría y oscura piedra. «Ahora dejaremos que me libere mi príncipe salvador... y haremos que se ofrezca voluntariamente al lento sacrificio.»

Atravesó la cueva como una flecha que se clava en el suelo; Elminster arrugó el entrecejo y levantó la vista, percibiendo una alteración mágica... pero no detectó nada; tras un largo y suspicaz rato sondeando la polvorienta oscuridad, reanudó el cauteloso avance. Aquello concedió a Saeraede tiempo más que suficiente para deslizarse al interior de una de las runas a través de la resquebrajada piedra situada debajo, lo que hizo que el símbolo refulgiera débilmente.

Elminster se detuvo frente a la runa y contempló con atención las desconocidas curvas y cruces. No reconoció ninguno de aquellos sigilos; parecían complejos y antiguos, y eso por supuesto sugería a la perdida Netheril... o a cualquiera de los efímeros reinos que habían seguido a su caída, con sus supuestos reyes hechiceros. Si alguna de las infames y viejas historias que había leído durante todos aquellos años estaba en lo cierto.

Solamente ésta brillaba. El la estudió con fijeza.

—Una inteligencia dormita aquí —murmuró—, pero ¿la de quién?

No obtuvo más respuesta que el silencio, y el último príncipe de Athalantar esbozó una leve sonrisa, suspiró y lanzó un desbaratador.

Los apagados ecos de su conjuro resonaban todavía sobre él desde los muros que lo rodeaban, cuando una cabeza y unos hombros espectrales surgieron del pálido fulgor estrellado de la runa.

Los ojos eran oscuras partículas en fusión en una cabeza cuyo largo y esbelto cuello se alzaba de unos hombros de sorprendente belleza. Una larga cabellera descendía sobre unos pechos exuberantes, pero parecía que su desbaratador no podía liberar nada más de esta aparición de las garras de la runa que ahora había empezado a vibrar.

—¡Libérame! —La voz era un susurro desgarrado—. Si la bondad y misericordia de los dioses significan algo para ti, ¡deja que sea libre!

—¿Quién sois? —inquirió él en voz baja, retrocediendo un paso y arrodillándose luego para observar más de cerca el espectral rostro—. Y ¿qué son estas runas?

Los labios fantasmales parecieron estremecerse; pero, cuando la voz se alzó de nuevo, contenía el agudo tono melodioso de quien ha triunfado sobre el dolor.

—Soy Saeraede..., Saeraede Lyonora. Estoy atrapada aquí desde hace tanto tiempo que no sé cuántos años han transcurrido.

Tras aquellas palabras, la mujer pareció apagarse un poco y se hundió de nuevo en la runa hasta los hombros.

—¿Quién os metió aquí? —quiso saber Elminster, echando una veloz ojeada a la vacía y vigilante oscuridad que los envolvía. Sí, era eso; no conseguía desprenderse de la sensación de que lo vigilaban... y no lo hacían tan sólo los oscuros ojos espectrales que flotaban cerca de sus pies.

—Me atrapó aquí el que creó estas runas —le explicó la susurrante sombra—. Mía es la voluntad que le concede poder, mientras las estaciones se suceden.

—¿Por qué os encerraron aquí? —interrogó El con calma, clavando la mirada en unos ojos que parecían contener estrellas diminutas en sus profundidades, mientras se fundían suplicantes con los suyos.

Su respuesta, cuando llegó, fue un suspiro tan tenue que apenas lo oyó. Sin embargo, la recibió con claridad.

—Karsus era cruel.

Las cejas del último príncipe de Athalantar se enarcaron violentamente. Conocía el nombre. El más orgulloso de todos los magos, que en su loco desatino osó intentar adueñarse del poder de la divinidad y fue castigado a perpetuidad.

El nombre de Karsus significaba peligro para cualquier mago con sentido común. Elminster entornó los ojos y retrocedió al momento murmurando un conjuro. Ya fuera un espíritu atrapado, una sombra mágica o una mujer viva, sabría cuándo ella le decía la verdad... y cuándo le mentía. Desde luego, esta Saeraede sin duda habría sido una hechicera de cierto talento, tal vez una aprendiz o rival de Karsus, y por eso había sido elegida para actuar de vínculo allí. Ella sabría que él acababa de lanzar un hechizo de la verdad.

Sus ojos se encontraron, y Elminster se encogió de hombros. Ella contestaría con toda la sinceridad posible, ocultando cosas sólo debido a su brevedad. Como dos espadachines en pleno duelo, tendrían que sopesar las palabras del otro y defenderse con cautela. Lanzó un hechizo que ya habría debido usar antes de entrar en el pozo, invocando un manto protector a su alrededor, y volvió a adelantarse.

Invisibles más allá del débil resplandor de su manto, unos ojos llameantes lo observaron con renovada furia desde la profunda oscuridad del fondo de la cueva.

—¿Qué haréis o deberéis hacer, si se os libera? —preguntó El a la cabeza.

—Volver a vivir —repuso ella—. ¡Por favor, libérame!

—¿Qué efecto tendrá en las runas tu liberación?

—Despertarlas de una en una —gimió la fantasmal cabeza—, y luego se agotarán por sí mismas.

—¿Qué poderes poseen las runas una vez activadas?

—Invocan imágenes de Karsus, que instruye a todo el que las contempla en el arte de la magia. Karsus las creó para instruir a su clon, que estaba oculto aquí.

—¿Qué fue de él? —inquirió El apresuradamente, consciente de que su hechizo de la verdad se agotaba.

Unos ojos oscuros tachonados de estrellas se clavaron en los de él.

—Cuando la conciencia regresó a mí tras ser ligada aquí... transcurrido mucho tiempo, creo... lo encontré decapitado y momificado sobre el trono. No sé cómo acabó así.

Su hechizo se había agotado antes de que la segunda palabra abandonara aquellos labios fantasmales, pero sin saber por qué El le creyó.

—Saeraede, ¿cómo os puedo liberar? —preguntó.

—Si realmente posees un absorbe conjuros o cualquier otro desbaratador, lánzalo sobre mí; no sobre la runa, sino sobre mí.

—¿Y si carezco de tal magia?

Los oscuros ojos parpadearon.

—Sitúate sobre mí, de modo que tu manto toque la runa y yo esté en su interior. Luego proyecta un proyectil mágico, y que su objetivo sea la runa. Cuando surta efecto, tú no deberás sufrir daño... y yo estaré libre. Pero te lo advierto: te costará el manto.

—Preparaos —le indicó Elminster, y entonces se colocó sobre ella.

—Amigo, llevo esperando una eternidad, según creo; estoy más que preparada. No toques la runa con las botas.

El último príncipe de Athalantar se aseguró de que sus pies permanecían lejos del refulgente sigilo, y lanzó un cuidadoso conjuro. Un resplandor blanco azulado se elevó a su alrededor como un torrente, rugiendo y zarandeándolo; la runa bajo su cuerpo adquirió un brillo cegador, y oyó cómo Saeraede lanzaba una exclamación ahogada.

La respiración de la mujer era desigual y apresurada cuando se alzó a su lado en el interior del manto que se desmoronaba. Mientras El retrocedía, contempló cómo una expresión de júbilo inundaba su rostro. Toda la magia parecía introducirse dentro de ella, que se volvía más sólida con cada instante que pasaba, más sustancial. Su parpadeante figura espectral se delineó claramente, cubierta con un vestido oscuro; sus hombros eran anchos, la cintura fina, y era tan alta o más que él. Los cabellos eran una melena suelta de negro terciopelo que descendía hasta su cintura; las cejas, sorprendentes matas oscuras sobre ojos de un verde refulgente. El rostro era orgulloso y vivaz... y muy, muy hermoso.

—Saludos, mago salvador —dijo ella, los ojos llenos de gratitud, en tanto que las últimas llamaradas de magia fluían al interior de su cuerpo. Una única lengua de fuego escapó por entre sus labios cuando manifestó—: Saeraede esta en deuda contigo. —Vaciló, extendiendo una fina mano—. ¿Puedo saber tu nombre?

—Elminster, me llaman —le contestó, manteniéndose al menos un paso lejos de su alcance.

—Elminster —musitó ella, con ojos centelleantes—, ¡tienes todo mi agradecimiento!

Se abrazó con fuerza, como si apenas pudiera creer que volvía a ser ella misma y con un cuerpo real, y dio un paso al frente apartándose de la runa. En sus pies parecían haber crecido unas botas negras de tacones de aguja.

En cuanto ella se apartó, la runa entró en erupción. Se elevó una columna de fuego blanco de dos veces la altura de un hombre, y su rugir proyectó nubes de humo en todas las direcciones. Elminster dio un nuevo paso atrás, entornando los ojos, y algo que permanecía invisible en la oscuridad de una profunda hendidura se agitó e hizo intención de saltar al frente; pero permaneció donde estaba, no demasiado lejos de la desprevenida espalda del mago.

—Saeraede —le espetó el mago, sin apartar los ojos de la magia liberada—, ¿qué es esto?

—La magia de la runa —respondió ella, sonriéndole—. Karsus la preparó para impresionar a los intrusos. Es inofensiva, un desfile de ilusiones mágicas. Observa.

Se volvió hacia la columna de fuego y, cruzando los brazos, la contempló con una expresión de leve interés en el rostro. Mientras lo hacía, el chorro de humo pareció congelarse y adquirir consistencia.

Con sorprendente rapidez, un arco de relucientes runas surgió del humo y se solidificó. Detrás de la columna de fuego, enmarcándola, apareció una pared que parecía tan vieja y sólida como las que rodeaban la caverna, pero que flotaba unos centímetros por encima del liso suelo de piedra. Las runas dispuestas en el arco eran idénticas a las esculpidas en el suelo, excepto que todas ellas llameaban e incluso escupían rayos: relámpagos de magia activada, que ahora serpenteaban entre ellas.

Saeraede permaneció observando con calma, y El, atacado por una idea repentina, se deslizó junto a ella y señaló el trono vacío.

—¿No queréis sentaros, señora?

La mujer le dedicó una sonrisa deslumbrante, alzó una mano en mudo agradecimiento —sin tocarlo en realidad— y se sentó en el trono. Los atentos ojos de El no detectaron ningún cambio en él, ni en ella. Nada podía averiguarse ahí.

Mientras Saeraede cruzaba las piernas y se recostaba tranquilamente sobre el asiento de piedra, la columna de fuego se convirtió en un rostro; una cara juvenil enmarcada por una melena desgreñada y una barba todavía incipiente, los ojos dos refulgentes puntos dorados. Éstos estaban fijos en el trono, y, cuando Elminster agitó el brazo izquierdo en un repentino y violento molinete, los ojos no se movieron para seguirlo.

El ambiente de la cueva se llenó repentinamente de tensión. La orgullosa boca se abrió, y la voz que surgió de ella retumbó como el trueno en el cerebro de Elminster al igual que en la caverna:

—¡Yo soy Karsus! Mírame y tiembla. Soy el señor de los señores, un dios entre los hombres, el hechicero supremo. Toda la magia es posesión mía, y todos aquellos que la utilizan o juegan con ella sin mi permiso sufrirán. Márchate y vivirás. Quédate, y la primera y menos potente de mis maldiciones empezará a actuar sobre tu persona de inmediato, royendo recuerdos de tu cerebro hasta que no quede nada más que una sombra sin fuerzas.

Elminster dirigió una veloz mirada a Saeraede ante estas últimas palabras, pero ella permaneció sentada con calma contemplando cómo los cabellos de la llameante cabeza proyectaban una aureola de rayos hacia las runas, mientras los ecos de su formidable voz resonaban todavía por la caverna. Los rayos estallaron entonces en una lluvia de chispas, llevándose con ellos la ilusión del arco y su pared.

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