Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Le escoció, no obstante la telaraña de cintas entrecruzadas que formaban parte de su atuendo, pero era una muestra de orgullo no encogerse ni gemir; se mantuvo firme, a la espera del segundo golpe que indicaría el desagrado de su superiora, o la lluvia de cuchilladas que indicaría que Avroana estaba furiosa.
Ninguna de estas cosas acaeció, y, con un grácil movimiento que casi consiguió ocultar su alivio, se incorporó de nuevo hasta una posición sentada, para que Avroana le acercara el látigo a los labios. Lo besó, le fue devuelto, y se relajó. El ritual se había cumplido.
—Mi Señora Tenebrosa... —dijo, tal como era la costumbre.
—Klalaerla —dijo la mujer en tono casi apremiante, y su familiaridad hizo que la señora suprema se irguiera muy excitada—, necesito que hagas algo por mí. No obstante las garantías de Narlkond, esos cinco Hechizos Pavorosos van a fallarnos. Tú deberás ser la mano justiciera que los recompensará por sus delitos. Si traicionan a la Casa de la Noche Sagrada, debes hacer caer sobre ellos la justicia de la Casa, sin importar el peligro que puedas correr. Lo exijo. La misma Llama de las Tinieblas lo exige. Tú, la más querida de mis creyentes, ¿harás esto por mí?
—De buen grado —respondió Klalaerla, y lo decía de corazón. ¡Viajar fuera de la Casa otra vez! ¡Respirar los vientos que recorrían Faerun, estar al aire libre, y volver a ver territorios extendidos ante ella! ¡Oh, Avroana!—. Señora, sois muy amable —respondió, con voz temblorosa—. ¿Qué debo hacer?
El ruido golpeó sus oídos como un puñetazo. El polvo se elevó en espirales, el suelo se estremeció y agitó bajo sus botas, y aquí y allí las losas de piedra de las ruinas se alzaron de sus puestos, arrojadas al aire por violentos chorros de vapor.
Los cinco Hechizos Pavorosos intercambiaron miradas asombradas y satisfechas, mientras el rugido de la magia que habían liberado ahogaba sus gritos de emocionada aprobación, y siguieron lanzando su magia destructiva hasta que Elryn les golpeó los brazos y agitó los cetros que sostenía en ambas manos, armas que había sacado del cinturón una vez que su bastón se quedó sin energía.
Cuando hubo captado la atención de todos, el Hermano Pavoroso mayor dirigió los cetros en diagonal hacia el suelo situado junto al pozo. Si su fuego se abría paso hasta la cueva situada debajo, abriría un sendero oblicuo que llegaría hasta el lugar donde el hechizo espía de Elryn había mostrado al tambaleante Elegido, cerca de un trono y de un círculo o semicírculo de runas que tal vez, sólo tal vez, podría hacer estallar.
La destrucción de un Elegido era, al fin y al cabo, su sagrada misión. Mientras Femter, Vaelam y Hrelgrath apuntaban entusiasmados con sus bastones, Elryn retrocedió un paso o dos y vio a Daluth, en el otro extremo del grupo. Intercambiaron entristecidas miradas. Si se producía una reacción violenta, alguien debía sobrevivir para llevar la noticia a la distante Dama Tenebrosa... o, en el caso de que el sistema de conexión que la mujer utilizaba para espiar todos sus movimientos lo permitiera, para averiguar qué destino había corrido su superiora. Tal vez incluso este destino permitiría a dos falsos hechiceros marcharse cada uno por su lado por Faerun, tan cargados de objetos mágicos que apenas podían mantenerse en pie.
Ya tendría tiempo más adelante para dedicarse a tales ensoñaciones; cuando no se encontraran en unas ruinas encantadas cerca de la puesta del sol, en medio de un bosque asesino desprovisto de vida, con un Elegido famoso y un demente que se creía un dios y el fantasma de una hechicera enzarzados en un combate en algún punto no muy lejano bajo sus pies, arrojándose hechizos por encima de antiguas y poderosas runas mágicas esculpidas en el suelo de piedra para algún antiguo y muy importante propósito.
El tronar de la magia destructiva siguió rugiendo sin pausa mientras los Hechizos Pavorosos menores reían y se regocijaban bajo el potente flujo de poder que controlaban. Los muros se derrumbaban, aplastando armarios, a medida que los suelos que los sostenían se fundían y se precipitaban al interior de una sima cada vez mayor. Alrededor de las ruinas los árboles gemían y crujían mientras el suelo se agitaba.
Daluth mantenía sus varitas apuntando justo abajo, al supuesto Azuth y sus compañeros. Había presenciado el despreocupado movimiento con que éste había provocado lo que a cualquier archimago le habría costado largos y complicados rituales conseguir. Fuera dios o avatar o un archimago lanzando un osado farol, había que destruirlo.
Elryn apuntó con sus cetros para disparar a través del agujero inundado de polvo abierto por los tres bastones, que ahora, después de que uno tras otro se hubieron agotado con un estremecimiento, iban a ser arrojados a un lado en favor de los cetros netheritas, cuyos disparos eran casi igual de potentes. Elegido o no, ningún hechicero podía soportar indemne tal destrucción. Elryn lanzó un rugido cuando uno de los cetros se desintegró en sus manos, y agarró otro para reemplazarlo. No, no existía la menor posibilidad de que un hombre pudiera sobrevivir a esto. ¿Por qué, entonces, se sentía tan inquieto?
El fondo de la caverna desapareció en medio de una cascada de piedras y de los fogonazos de las explosiones provocadas por los conjuros. Losas del suelo saltaron por los aires impelidas por la onda expansiva, y acabaron por derribar el trono. Más rocas se desprendieron y cayeron del techo, para rebotar en medio del fragor allí desatado; de rodillas, un Elminster aturdido observaba por entre unos ojos empañados por el dolor mientras el derrumbamiento del techo proseguía y pedazos de roca mucho más grandes que él caían estrepitosamente o volaban por los aires en una marea rugiente e interminable.
Alguien o algo situado en lo alto intentaba sin duda acabar con él o destruir las runas... aunque no es que padeciera una escasez de enemigos más próximos.
Saeraede, que debía de haberle mentido sobre todo excepto quién había puesto las runas, cabalgaba sobre él como un jinete, las garras alrededor de su garganta mientras desgarraba su espalda con zarpas de helado acero. Incluso antes de intentarlo comprendió que, por mucho que rodara por el suelo o se diera golpes contra una pared, no conseguiría hacerle daño ni quitársela de encima; ¿cómo se podía aplastar y desgajar un jirón de fantasmal neblina?
Sin embargo, tenía que moverse, o se vería enterrado o despedazado por los humeantes rayos y relámpagos mágicos que se abrían paso a través de la tierra y la piedra para llegar hasta él. Elminster gimió y se arrastró unos metros sobre las bamboleantes piedras... hasta que las runas de Karsus estallaron en columnas de fuego al rojo vivo, una a una. A medida que lamían y abrasaban el precario techo, la magia recorrió toda la cueva; relámpagos morados bailotearon por todas partes, y extrañas formas y figuras apenas vislumbradas se formaron, se desplomaron y se formaron de nuevo, en un desfile continuo.
El último príncipe de Athalantar se aplastó contra una losa del suelo que se alzaba a su encuentro, y rodó por encima con una exclamación de dolor. Mientras se aferraba a los extremos de la piedra con dedos ensangrentados y sin fuerza, en un intento de ponerse en pie otra vez, la piedra se deshizo en una nube de humo y una magia desgarradora penetró violentamente en su cuerpo.
«Ah, bueno, se acabó... Perdóname, Mystra», pensó.
Pero no experimentó ningún dolor, y nada dio tirones a su carne para deshacerla, abrasarla y lacerarla...
En su lugar, sintió como si girara sobre sí mismo en el aire, y un refulgente vacío lo envolvió en brillantes cintas. De un modo confuso, por entre lágrimas y revueltas motas de luz, Elminster vio cómo la magia se abalanzaba sobre él desde todos lados, atraída hacia su persona, desviando su curso para correr hacia él.
Una risa salvaje se elevó a su alrededor, aguda y chillona y también jubilosa. ¡Saeraede! La mujer estaba aferrada a él, sujeta a una telaraña de brumas relucientes que se volvían más densas y brillantes a medida que se atiborraba de magia, un espectro de magia deslumbradora.
La luz del sol penetraba con fuerza ahora en la hendida cueva, pero la nube de polvo en movimiento lo mantenía todo en penumbra; todo excepto el gigante cada vez mayor formado alrededor de la menuda figura de Elminster.
Las llamas de las runas se retorcían en el aire para penetrar en Saeraede, y ésta crecía cada vez más, un ser formado por llamas chisporroteantes. El intentó mirarla... y dos puntos oscuros en medio del fuego mágico se convirtieron en ojos que le devolvieron la mirada con gélida expresión de triunfo. Una boca surgió de aquel conjunto de llamas para unirse a ellos y dedicarle una cruel sonrisa.
—Ahora eres mío, estúpido —le susurró la mujer, con un ronco siseo de fuego—, durante el poco tiempo que vas a durar...
—Lord Thessamel Arunder, el Señor de los Conjuros —anunció el senescal con toda solemnidad, al tiempo que las puertas se abrían de par en par.
Un hechicero pasó entre ellas despacio, una fría mueca despectiva en el rostro. Lucía una túnica de cuello alto negra y sin adornos que hacía que su delgado cuerpo pareciera el obelisco de una tumba, y llevaba colgada del brazo a una dama más baja de figura exuberante, ataviada con un vestido color verde oscuro, cuyos enormes ojos castaños chispeaban con alegre picardía.
—Mis queridos señores —empezó él sin cortesías—, ¿por qué venís a verme otra vez hoy? ¿Cuántas veces tendréis que escuchar mi negativa antes de que las palabras consigan hacer mella en vuestros cerebros?
—Bien hallado, lord Arunder —saludó el mercader Phelbellow, con sequedad—. Confío en que os encontráis bien en el día de hoy.
Arunder le dedicó una mirada asesina.
—Ahórrame tus halagos, vendedor de harapos. No venderé esta casa, creada mediante magia poderosa, ni un metro de mis tierras, no importa lo mucho que os humilléis, ni cuánto oro me ofrezcáis. ¿Qué necesidad tengo yo de monedas? ¿O de vestidos, bien mirado?
—Sí, eso os lo concederé —gruñó uno de los otros comerciantes—. No creo que pareciera gran cosa con un buen vestido. No tiene rodillas.
—Ni caderas —añadió otro.
Se escucharon algunas risitas jocosas provenientes de los comerciantes. El umbral; el hechicero los contempló a todos con frío desdén, y dijo con suavidad:
—Me cansan estos insultos. Si no habéis desaparecido de mi puerta cuando haya finalizado el Cántico Espectral, las garras de mis espectros guardianes os...
—Lady Faeya —inquirió Hulder Phelbellow—, ¿no ha visto los documentos?
—Desde luego, mi buen Phelbellow —contestó la dama vestida de verde con una melosa vocecita. Tras obsequiarlos a todos con una sonrisa, se apartó de su señor y sacó una tira de papel vitela doblado—, y también los ha firmado.
Los ofreció a Phelbellow, que los desdobló con avidez, mientras los hombres que tenía detrás se agolpaban a su alrededor para mirar.
El Señor de los Conjuros contempló boquiabierto el papel y a los comerciantes, y luego a Faeya.
—¿Qu... qué es todo esto? —tartamudeó.
—Una sensata necesidad, mi señor —respondió ella con dulzura—. ¡Me alegra tanto que vieras lo sensato que era firmarlos! Una oferta muy considerable, suficiente para permitir que abandones tus conjuros por completo, si así lo deseas.
—No he firmado nada —dijo Arunder, lívido.
—Pues claro que sí, mi señor, y de un modo muy ardiente, además —respondió ella con ojos chispeantes—. ¿Lo has olvidado? Mientras lo hacías comentaste la dureza y lisura de mi vientre que facilitaba tanto tu caligrafía, si mal no recuerdo.
—Pero... eso fue... —Arunder se irguió en toda su estatura.
—¿Un truco sucio? —dijo uno de los mercaderes, riendo por lo bajo—. ¡Muy bien hecho, Faeya!
Alguien más estalló en carcajadas, y un tercero contribuyó con un murmullo que venía a decir: «Eso estuvo muy bien, muy bien».
—Aprendiza —susurró con furia el Señor de los Conjuros—, ¿qué has hecho?
Lady Faeya se alejó tres veloces pasos de él para introducirse entre los comerciantes, que se hicieron a un lado al instante como la neblina ante la llama, y se volvió para mirarlo, con los brazos en jarras.
—Entre otras cosas, Thessamel —le dijo con suavidad—, estas últimas dos semanas he matado a dos hombres que vinieron a ajustar viejas cuentas al haberte quedado sin hechizos... y haberse corrido la voz de ello.
—¡Faeya! ¿Estás loca? Contar a estos...
—Lo saben, Thess, lo saben —le dijo su dama con frío desdén—. Toda la ciudad lo sabe. Todos los magos se encuentran con un montón de hechizos que se han vuelto locos; no eres tú solo. Si prestaras un poco de atención al Faerun que respira al otro lado de tu ventana, ya lo sabrías.
El Señor de los Conjuros se había vuelto pálido como los huesos viejos y la miraba boquiabierto, abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua. Todos aguardaron a que recuperara la voz; lo que no hizo hasta al cabo de cierto tiempo.
—Pero... tus hechizos todavía funcionan, ¿no? —consiguió preguntar por fin.
—Ni uno de ellos —contestó la mujer, tajante—. Los maté con esto. —Extrajo la diminuta daga de la funda que llevaba sujeta a la cadera; luego se subió la manga izquierda para dejar al descubierto una larga e inflamada línea de resina de pino y vendas de hilo—. Así es como me hice esto.
—¿Venían también estos comerciantes a..., a...? —inquirió Arunder con voz débil, balanceándose sobre los talones. Sus manos temblaban como las de un anciano enfermo.
—Yo fui a verlos —le contestó ella con voz dura—, a rogarles que volvieran a hacer la oferta que tan «amablemente» rehusaste hace dos meses. Fueron muy gentiles de hacerlo, cuando bien podrían haber echado los perros a la aprendiz del hombre que había convertido a tres de ellos en cerdos por una noche.
Se escucharon enojados murmullos de asentimiento entre los hombres que la rodeaban; llevado por la costumbre, Arunder retrocedió y alzó una mano para lanzar un hechizo, y volvió a bajarla con una mirada de profunda desesperación.
—Así pues ahora se ha cerrado el trato —dijo con más calma su dama, irguiéndose muy tiesa—. Tu torre y todas estas tierras, desde el mediodía de hoy, pertenecen a esta camarilla de mercaderes, para que hagan el uso que consideren apropiado.
—Y... y ¿qué sucederá conmigo? Por los dioses, muj...
Faeya alzó una mano, y el farfullo del hechicero se interrumpió como cortado por un cuchillo. Alguien lanzó una risita ahogada.