Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
—¡No se lo diré a nadie, no lo haré! ¡Juro que no! —balbuceó el aprendiz, cayendo de rodillas sobre la alfombra.
Oyó cómo la mujer suspiraba y sintió unos dedos férreos que se cerraban sobre su hombro y lo ponían de nuevo en pie. Otros dedos le sujetaron la barbilla y le giraron la cabeza con la misma violencia con que se hace restallar un látigo. El aprendiz se encontró mirando a los brumosos ojos de lady Nuressa desde una distancia no mayor que el más largo de sus dedos.
—Rauntlan —dijo ella, llamándolo por el nombre que le gustaba que usaran sus escasos amigos; un diminutivo que no sabía que ninguno de los señores conociera—, sabes que una de las habilidades más esenciales para cualquier mago es guardar los secretos apropiados, y guardarlo bien. De modo que te pondré a prueba ahora, para ver si eres lo bastante bueno para permanecer en el castillo como un mago en prácticas... o un hechicero por derecho propio, en el futuro. Guarda mi secreto, y podrás quedarte. Dalo a conocer... y serás expulsado de nuestras tierras, perseguido hasta nuestros límites mientras la cara plana de mi espada azota tu trasero tantas veces como yo pueda acertarte.
Rauntlavon oyó cómo su señor hacía intención de decir algo, pero la señora hizo algún gesto a su espalda que él no pudo ver, e Iyriklaunavan volvió a callar.
—¿Lo comprendes, Rauntlan?
Su voz era tranquila y afable como si hablaran de sembrar heno en un campo; Rauntlavon tragó saliva, asintió, se retorció bajo las afiladas cuchillas de sus ojos, y consiguió articular:
—Gran señora, juro guardar vuestro secreto. Podéis ponerme a prueba... y, si alguna vez se me escapa sin querer, yo mismo me presentaré ante vos para reconocerlo, de modo que la cacería se inicie cuando mejor os plazca.
—Bien dicho, maese aprendiz —repuso ella, enarcando las oscuras cejas—. Estamos de acuerdo, entonces.
Dio un rápido paso atrás y se levantó el vestido sin prisas para exhibir una pierna bronceada y musculosa tan larga y bien proporcionada que él tragó saliva dos veces, incapaz de apartar la mirada de ella. En algún punto lejos, muy lejos, su señor lanzó una risita divertida, pero Rauntlavon estaba absorto en el lento pero continuado ascenso de la delicada tela, que subía y subía hasta llegar a su cadera —ahora tragaba saliva con más fuerza aun, y era consciente de que su rostro debía de estar rojo como un tomate—, donde sus ojos se clavaron en una marca de un color blanco violáceo. El cruel dibujo estaba profundamente marcado al fuego sobre su carne, justo debajo del borde del hueso que formaba la cadera. Ella describió un círculo a su alrededor con un largo dedo y preguntó en tono seco:
—¿Has visto suficiente, Rauntlan?
El aprendiz casi se asfixió al intentar tragar saliva y asentir al mismo tiempo; en algún punto en medio de su angustiosa situación, el vestido volvió a cubrir los tobillos de la mujer, su mano se cerró sobre los hombros de él como un garrote que descarga un fuerte golpe, y su voz le musitó al oído:
—Ahora tenemos un secreto que compartir, tú y yo. Algo para recordar. —Le dio un empujoncito con suavidad y añadió—: Me parece que este extremo de la habitación todavía no ha sido inspeccionado a fondo, maese aprendiz.
Su voz volvía a ser un aguijón afilado; pero, por alguna razón, Rauntlavon casi sonreía cuando se alejó a grandes zancadas hacia el fondo de la estancia y anunció:
—Se reanuda la inspección, gran señora..., ¡y se inicia la acción de compartir!
Su señor lanzó una sonora carcajada, y al cabo de unos instantes Rauntlavon escuchó un sordo murmullo que debía de producir lady Nuressa al reír por lo bajo.
A continuación, la mujer descargó el látigo de su voz sobre Iyriklaunavan, interrumpiendo bruscamente su risa para espetarle:
—Ya se ha perdido demasiado tiempo, mago. Haces que abandone precipitadamente la mesa con un mapa a medio dibujar y la sopa enfriándose, y luego te muestras reticente sobre el motivo. ¿Qué es tan «grave» que tu aprendiz tiene que escucharlo junto conmigo? ¿Crees que podrás conseguir contarme algo sobre este tan serio asunto antes de, digamos, el anochecer?
—Hablaba en serio cuando dije que esto era grave, Nessa —replicó el señor de Rauntlavon con voz pausada—. Deja a un lado esa lengua mordaz tuya, y escucha. Por favor.
Calló entonces, milagrosamente, y Rauntlavon se volvió incluso para mirar, lo que le mereció una mirada divertida por parte de la gran señora, que guardaba en silencio a que el elfo continuara. Iyriklaunavan parpadeó, al parecer sorprendido, y luego explicó con rapidez:
—Ya sabes que la magia, toda la magia que no se apoya en absorber el poder de unas cuantas clases de objetos mágicos, está funcionando mal. Los hechizos se desvirtúan y ofrecen toda clase de resultados distintos que no son de fiar e incluso resultan peligrosos. Algunos magos se han escondido en sus torres, incapaces de defenderse de nadie que pretenda ajustar viejas cuentas. La magia se ha vuelto loca. Si fuera menos gente la que lo supiera, yo diría que éste debería ser nuestro secreto, el mío y el de Rauntlavon, y te rogaría que lo guardaras. No te sorprenderá que muchos magos hayan estado intentando averiguar por qué ha acontecido esta desgracia. Yo soy uno de ellos.
—Y eso todavía me sorprende menos —dijo en voz baja ella, y Rauntlavon volvió la cabeza con brusquedad para observar su rostro sombrío. Jamás la había oído hablar con tanta suavidad. Resultaba casi... tierna.
—Carezco de objetos que malgastar para dar fuerza a mis conjuros —continuó Iyriklaunavan—, por eso el muchacho, Rauntlavon, ha actuado como mi rompeolas, usando sus conjuros para sostener los míos. Nos ha llegado incluso la noticia de que algunos hechiceros... e incluso sacerdotes de las fes que creen en el Tejido... creen que la divina Mystra y Azuth han estado corrompiendo la magia de modo deliberado, por algún motivo que los mortales no pueden ni aventurar.
—¿Adoras a nuestros dioses de la magia?
—Nessa —repuso Iyriklaunavan con calma—, ni siquiera tengo posibilidad de guardar mis secretos. Intento explicarlo con rapidez, de verdad; limítate a escuchar.
Nuressa se recostó en una de las columnas ceñidas por lámparas que sostenían el techo de la sala de hechizos, e hizo una seña al mago elfo para que prosiguiera. Ni siquiera se mostró irritada.
—Justo estábamos buscando un lugar en el proceso de nuestra visualización, aunque ni siquiera lo habíamos invocado todavía —continuó el elfo—, cuando sentí una cosa, y vi otra. Creo que todo el mundo en Faerun que intentara una visualización a distancia en aquel momento sintió lo mismo que yo: la deliberada e imprudente descarga de muchos bastones de mago a la vez, en un mismo sitio, y todos dirigidos contra el mismo blanco.
—¿Me estás diciendo que los magos de todo el mundo sienten cada vez que un hechicero destruye a otro? —La voz de Nuressa sonaba incrédula—. No me extraña que seáis tan complicados.
—No, por lo general no percibimos tales cosas... ni tampoco la violencia de sentir algo nos golpea con tanta fuerza como para convertir nuestros conjuros en algo destructivo e inesperado —explicó el señor de Rauntlavon—. El motivo por el que sucedió en esta ocasión fue el blanco de esta andanada: el Ser Superior. Lo vi, de pie en el fondo de un pozo con tres magos mortales, mientras la magia que intentaba destruirlo llovía sobre él... y él tenía la atención puesta en otro sitio.
—¿Azuth? ¿Quién sería lo bastante loco para usar magia en un intento de destruir al dios de la magia? —Lady Nuressa parecía atónita.
—Eso no lo vi. Lo que sí vi fue lo que contemplaba Azuth: una hechicera espectral, que intentaba asesinar a un Elegido de Mystra.
—¿Qué es eso? —preguntó ella—. ¿Una especie de criado de la diosa?
—Sí —respondió el mago elfo sombrío—, y era alguien a quien tal vez recordarás. Remóntate a un día en que huimos de una tumba, una tumba provista de columnas de las que brotaron ojos. Había un mago colgando sobre nosotros, dormido o atrapado, y salió después de que nosotros huimos de allí. Te preguntó qué año era.
—Oh, sí —murmuró ella, los ojos perdidos en la distancia—, y yo se lo dije.
—Y por ello obtuvimos el favor de la diosa Mystra —le indicó Iyriklaunavan—, que nos entregó este castillo.
—Creía que Amandarn había obtenido la titularidad de estas tierras jugando a los dados con ciertos comerciantes. —La mujer frunció el entrecejo—. Y arriesgando todas nuestras monedas al hacerlo —añadió.
Rauntlavon se quedó muy quieto, pues no deseaba que lo volvieran a echar ahora. Sin duda éste era un secreto más peligroso aun que...
—Amandarn perdió todas nuestras monedas, Nessa. Folossan casi lo mata por ello... y tuvieron que salir huyendo cuando robó unas cuantas para pagar una comida esa noche y lo pescaron. Los dos se ocultaron en un templo dedicado a Mystra; se introdujeron justo bajo el altar y se ocultaron bajo su magnífica tela. Allí se durmieron, si bien ambos juran que la magia los adormeció, pues no habían bebido apenas y estaban muy excitados debido a la huida y el peligro. Cuando despertaron, todas nuestras monedas volvían a estar en la bolsa de Amandarn... junto con el título de propiedad del castillo.
Las cejas de la mujer casi se elevaron hasta el techo cuando ésta preguntó:
—¿Y tú crees esa historia?
—Nessa, usé conjuros para sacar hasta el último detalle de sus mentes, después de que me lo contaron. Sucedió.
—Comprendo —repuso ella con calma—. Rauntlavon, ten en cuenta que éste es otro secreto que debe quedar entre nosotros los aquí presentes... y sólo nosotros, o tendrás que huir de cuatro señores del castillo, no sólo de uno.
—Sí, gran señora —contestó el aprendiz; luego tragó saliva y los miró a ambos—. Hay algo que debería decir ahora. Si algo le sucede al gran Azuth, o a la muy divina Mystra, y la magia sigue desmoronándose, todos tenemos un gran problema.
—¿Y cuál es, Rauntlavon? —quiso saber lady Nuressa, con voz casi amable, mientras sus dedos acariciaban la empuñadura de su larga espada.
Los ojos del aprendiz se posaron sobre aquellos dedos —cuya legendaria fuerza era una de las piedras sobre las que se sostenía su mundo— y luego se alzaron hacia el rostro de la mujer.
—Creo que deberíamos orar por Azuth o encontrar algún modo de ayudarlo. El castillo se construyó con gran cantidad de magia —explicó a sus dos amos—. Si sus hechizos fallan, se hundirá... y nosotros con él.
La expresión de la mujer no se alteró, pero sus ojos se volvieron hacia los de lord Iyriklaunavan.
—¿Es eso cierto?
El elfo se limitó a asentir. Nuressa lo contempló unos instantes, el rostro tranquilo todavía, pero Rauntlavon comprobó que su mano estaba ahora cerrada alrededor de la empuñadura de la espada y la sujetaba con tanta fuerza que sus nudillos se habían vuelto blancos. Los ojos de la mujer se giraron hacia los del aprendiz.
—Bien, Rauntlavon, ¿posees algún plan para impedir tal desgracia?
Él se limitó a extender las vacías manos, deseando con desesperación poder ser el héroe, y ver despertar en los ojos de la mujer el amor por él; deseando poderle ofrecer algo más que su desesperación.
—No, Nuressa. —Se sintió atónito al escucharse musitar con suavidad—: No soy más que un aprendiz. Pero moriré por ti, si me lo pides.
Arrancó el arma de la tambaleante hechicera con salvaje regocijo, y se dispuso a hundirla en el gran enemigo que había perseguido durante tanto tiempo, el apestoso humano que había osado manchar el refulgente Cormanthor con su presencia y destruir la Casa Starym, y que ahora estaba indefenso ante él, capaz sólo de mover los ojos —muy apropiadamente— para contemplar de dónde venía su fin.
—Has de saber mientras mueres, gusano humano —siseó Ilbryn—, que los Starym han sido ven...
Y aquéllas fueron las últimas palabras que pronunció jamás, pues toda la magia que la vieja hechicera había absorbido volvió a salir con violencia, como una feroz inundación de energía mágica que consumió la espada que la había derramado y al elfo cuya mano sujetaba el arma, todo en una rugiente oleada que se estrelló contra la pared opuesta de la cueva y, perforando la roca como si fuera queso, se proyectó al frente hasta encontrar la luz del sol en una ladera distante, y entonces se oyó el lejano estruendo de los árboles al desplomarse y de las rocas al rodar.
Una llamarada de fuego brotó de la boca de Saeraede, y ésta se desprendió de Elminster, al tiempo que las neblinas que la conformaban se retiraban hasta crear una nube estancada cuyos oscuros y desesperados ojos le suplicaron durante unos breves instantes antes de desmoronarse y desvanecerse en un remolino de polvo.
El se tambaleaba y tosía todavía, aferrándose el destrozado cuello, cuando Azuth se adelantó con pasos rápidos y lanzó una magia cuyo espectral fulgor verde inundó a la vez las runas y el montón de polvo que había sido Saeraede.
Como un suave oleaje que lame una playa, el hechizo del dios se desplegó hasta la grieta en la que había permanecido oculto Ilbryn y a cada uno de los rincones de la asolada cueva. Luego el conjuro parpadeó, adquirió una brillante tonalidad dorada que arrancó una exclamación a Beldrune, y se elevó por los aires dejando tras de sí un vacío inmaculadamente limpio.
Azuth avanzó sin detenerse por entre la mágica nube que se elevaba, sujetó al bamboleante Elminster por los hombros, y lo empujó un paso más allá. En mitad del paso ambos desaparecieron juntos, dejando a los tres magos contemplando boquiabiertos un trono caído bajo un haz de luz solar que iluminaba el interior de un pozo, en un bosque que se había quedado de repente silencioso y vacío.
Dieron unos cortos pasos hacia el lugar donde tanta muerte y hechicería se habían arremolinado —los suficientes para comprobar que las runas eran ahora un arco de siete agujeros de piedra hecha añicos— y luego se detuvieron e intercambiaron miradas.
—Se han ido y ya está, ¿eh? —dijo de repente Beldrune—. Ya está. Toda esa furia y esa lucha, y en cuestión de segundos... se acabó. Todo terminó, y a nosotros nos abandonan aquí y nadie se acuerda de nosotros.
—¿Esperabas que las cosas fueran distintas, en esta ocasión? —inquirió Tabarast de las Tres Maldiciones Cantadas al tiempo que enarcaba con elegancia las canosas y tupidas cejas.
—Se nos honró con la protección personal de un dios —casi musitó Caladaster—. Anduvo junto a nosotros y nos escudó cuando corrimos peligro, un peligro que a él no lo afectaba, o no habría podido ocuparse de aquella bola de fuego como lo hizo.