La Tentación de Elminster (56 page)

Tenthar y él intercambiaron una mirada cuando finalizó sus conjuros, y El ladeó la cabeza en dirección a las ruinas y preguntó:

—¿Ha terminado todo, pues?

—Todo excepto tomar un trago —respondió Tenthar, y de repente apareció una polvorienta botella de vino en su mano. Frotó su etiqueta, atisbo en su interior con suspicacia, extrajo el corcho, la olisqueó, y sonrió.

«Parece que la magia vuelve a ser fiable —anunció, extendiendo la otra mano y observando cómo aparecían en ella cuatro copas de cristal.

—Mystra ya tiene lo que quería, creo —le dijo El—. Ha tenido lugar una prueba, y se ha eliminado a muchos conjuradores diabólicos.

—Los crueles dioses acostumbran llevarse a los mejores y más brillantes de los nuestros —repuso Tenthar, frunciendo el entrecejo.

Umbregard se encogió de hombros al tiempo que aceptaba una copa y observaba cómo se materializaban en el aire varias otras botellas.

—Los dioses acostumbran llevársenos a todos... al final —comentó.

—Te doy las gracias por curarme, Elminster —dijo entonces Quiebraestrella—. En cuanto a las costumbres de los dioses, creo que ninguno de nosotros fue creado para vivir mucho tiempo. Elfos, enanos, humanos; ni siquiera, creo, nuestros mismos dioses. El transcurrir de demasiados años nos afecta, nos vuelven locos las pérdidas: amigos, amantes, familia, lugares favoritos... y la soledad. Para los míos, aguarda una recompensa, pero eso no hace menos dolorosa la permanencia aquí; sólo nos concede algo que contemplar, más allá del dolor actual.

—Puede que haya algo de verdad en vuestras palabras —dijo Elminster, asintiendo despacio; luego miró a Quiebraestrella de reojo y preguntó—: ¿No nos conocimos, aunque sólo fuera brevemente, en Myth Drannor?

El elfo de la luna sonrió.

—Fui uno de los que estuvo en desacuerdo con el Ungido sobre la admisión de otras razas en la Ciudad de la Belleza —admitió el elfo—. Todavía lo estoy. Apresuró nuestra desaparición y no nos proporcionó nada aparte del robo de todos nuestros secretos. Y tú fuiste quien abrió las puertas. Te odié y deseé verte muerto. De haber existido un modo sencillo y sin dejar huellas, podría haber hecho que sucediera.

—¿Qué contuvo tu mano? —inquirió El con suavidad.

—Te estudié con atención en varias ocasiones, en las fiestas y en el Mythal, y luego. Y eras como nosotros: estabas solo, y te esforzabas por hacer las cosas lo mejor que sabías. Te saludo, humano. Resististe nuestras pullas, te comportaste con dignidad, y actuaste bien. Tus buenas acciones te sobrevivirán.

—Te doy las gracias —respondió Elminster, los ojos llenos de lágrimas cuando se inclinó para abrazar al elfo—. Oír eso significa mucho.

La Hermosa Doncella estaba atestada de gente. Al parecer, la última idea del gran duque había sido enviar enormes caravanas armadas por la peligrosa carretera, y Piedras Ondulantes semejaba el patio de un boyero, con animales berreando y en movimiento por todas partes. En el interior, protegidos ligeramente del polvo aunque no del ruido, Beldrune, Tabarast y Caladaster compartían mesa con un arrogante mago de la Costa de la Espada, sosteniendo todos jarras rebosantes. La conversación versaba sobre hechizos y monstruos derrotados y hechiceros que se negaban a morir alzándose de sus tumbas, y la gente se amontonaba a su alrededor para escuchar.

—Vaya, ¡eso no es nada! —gruñía Beldrune—. ¡Menos que nada! Hoy mismo, en el corazón de Paraje Muerto, ¡estuve al lado del dios Azuth!

El mago de la Costa hizo una mueca de total incredulidad, y, así instigado, Beldrune se apresuró a decir:

—Oh, sí... Azuth, te lo aseguro, y...

Caladaster y Tabarast intercambiaron silenciosas miradas, asintieron, y de mutuo acuerdo se levantaron y empezaron a revolver en la mochila de Caladaster mientras su camarada seguía rezongando, hundiendo un dedo en la sorprendida nariz del mago de la Costa:

—Necesitaba nuestra ayuda, te lo digo. Nuestros hechizos salvaron la situación... ¡lo dijo él!... y nos dio a entender que...

—¡Que nos habíamos ganado estas prendas mágicas! —intervino Tabarast en tono triunfal, alzando el atrevido traje negro para que todos lo vieran.

Las carcajadas que siguieron amenazaron con hacer caer el techo de la posada sobre todos los alborotados bebedores que se dedicaban a dar palmadas sobre las mesas; pero, cuando sus risas se fueron apagando por fin, una aguda risita se unió al júbilo general, procedente de la puerta de entrada. Los que se volvieron para mirar hacia allí se quedaron muy callados.

—Eso casi parece como si me fuera a ir bien —manifestó la hechicera Sharindala a los cuatro boquiabiertos magos—. Y realmente necesito algo para preservar mi pudor, como podéis ver.

La señora de la mansión Piedraquemada no llevaba encima más que su larga y sedosa melena castaña, que cubrió sus pechos y costados cuando avanzó, aunque a nadie pasó por alto el hecho de que, bajo su cabellera, estaba desnuda ante el mundo desde la coronilla a las caderas... donde finalizaba la carne, dejando los huesos pelados desde allí hasta el suelo.

—¿Puedo? —inquirió, extendiendo una mano hacia la prenda.

A su alrededor, varias personas resbalaron de sus asientos, desmayadas, y se produjo una avalancha de pies calzados con botas en dirección a la puerta. De improviso quedó un pequeño redondel vacío en la Hermosa Doncella, rodeado por un círculo de hombres en su mayoría lívidos y de ojos desorbitados.

—Tengo que lograr llevar a cabo unos cuantos conjuros más antes de poder ser capaz de comer o beber algo —explicó Sharindala—, y resulta bastante embarazoso...

Tabarast apartó el vestido fuera de su alcance con un ronco gruñido de temor, pero Caladaster se colocó frente a él. En un instante se sacó su propia túnica, dejando a la vista un cuerpo corpulento y velludo vestido con calzas y tirantes que el tiempo y la antigüedad habían vuelto rígidos y brillantes.

—No está demasiado limpia, señora —manifestó con cierta vacilación—, y sin duda colgará sobre vos tan holgada como una tienda de campaña, pero... tomadla, pues os la doy de buen grado.

Un brazo delgado y blanco la tomó, entregando a cambio una sonrisa.

—¿Caladaster? Eras un jovencito cuando yo... Oh, dioses, ¿tanto tiempo ha pasado?

El anciano tragó saliva, rojo como un tomate, y se pasó la lengua por unos labios que se habían quedado repentinamente muy secos.

—¿Qué os sucedió, lady Sharee?

—Morí —respondió ella con sencillez, y un silencio total cayó sobre la Doncella; a continuación la hechicera se puso la túnica que le ofrecían, y sonrió al hombre que se la había ofrecido—. Pero he regresado. Mystra me mostró el camino.

Un murmullo surgió de la multitud. Sharindala tomó el brazo de Caladaster con una mano y su jarra en la otra —su tacto era frío y suave y en apariencia muy normal—, y le dijo con dulzura:

—Ven, acompáñame; tenemos mucho de que charlar.

Mientras se encaminaban hacia la puerta juntos, la medio esquelética hechicera se detuvo frente al mago de la Costa y añadió:

—Por cierto, señor: todo lo que se ha dicho sobre Azuth aquí esta noche es cierto. Tanto si lo creéis como si no.

Salieron por la puerta en medio de un silencio tal que los presentes tuvieron que aspirar con fuerza para recuperar aliento cuando por fin se acordaron de volver a respirar.

Parecía como si hubiera vuelto a perder las botas y anduviera descalzo bajo la luz de la luna, en alguna parte de Faerun donde el sol de media tarde debería brillar todavía. Un segundo antes había estado charlando con tres magos en un bosque, y el queso acababa de hacer su aparición para acompañar el vino... y ahora se encontraba allí, tras abandonarlos con apenas una breve mirada a sus sobresaltadas expresiones ante el modo en que desaparecía.

Así que ¿dónde estaba él exactamente ahora?

—Mystra... —llamó en voz alta, esperanzado.

La luz de la luna se arremolinó a su alrededor en forma de llamas plateadas que, en lugar de arder, enviaron una sensación de poder por todo su cuerpo, y aquellas llamas adoptaron la forma de brazos que lo rodearon.

—Señora mía —musitó Elminster al sentir el suave roce de un cuerpo familiar contra el suyo (ya habían vuelto a desaparecer sus ropas; ¿cómo demonios lo hacía ella?) y el hormigueante contacto de sus labios.

Él le devolvió el beso con pasión, y un fuego plateado lo inundó cuando sus cuerpos se estremecieron juntos.

Intentó acariciar suaves y cambiantes llamas... y se encontró abrazando el vacío, de pie en la oscuridad una vez más. Mystra se alzaba a poca distancia, bajo el aspecto de una columna de fuego plateado.

—¡Mystra! —llamó otra vez, dejando traslucir en su voz un poco de la soledad que sentía.

—Por favor —susurró la diosa, suplicante—; esto es tan duro para mí como lo ha sido para ti... No puedo quedarme. Y tú me tientas, Elminster, me tientas mucho.

Las llamas plateadas se arremolinaron, y una boca anhelante se cerró sobre la de El durante un largo y glorioso instante; las llamas se estrellaron contra su cuerpo para atravesarlo, hasta adquirir una magnificencia que lo hizo llorar, rugir y retorcerse al mismo tiempo.

—Elminster —le dijo aquella voz melodiosa, mientras él flotaba en una brumosa beatitud—. Te voy a enviar a la Torre de la Mano de Plata para criar a tres Elegidas.

—¿Criar? —inquirió El, sobresaltado, su dicha convertida en repentina alarma.

Se percibía una especie de risa intentando abrirse paso por entre la voz de la diosa cuando ésta explicó:

—Encontrarás a tres niñas pequeñas esperando en la torre, solas y perplejas. Sé como un tío bondadoso y un tutor para ellas; aliméntalas, vístelas, y enséñales cómo ser y quiénes ser.

Elminster tragó saliva, mientras observaba cómo Mystra volvía a encogerse hasta convertirse en una estrella lejana.

—Se te prohíbe controlar sus mentes, o imponerte a ellas excepto en las situaciones más extremas —añadió la diosa—. A medida que crezcan, deja que se forjen sus propias vidas. Tu tarea entonces será cuidar de ellas en secreto, y tomar cartas en el asunto de vez en cuando para asegurar su supervivencia. No las guíes a menos que ellas busquen tu consejo... y los dos sabemos cuan a menudo los tercos Elegidos buscan el consejo de otros, ¿verdad?

—¡Mystra! —chilló El con desesperación, alargando los brazos hacia ella.

—Por el divino Tejido, no hagas esto más difícil para mí —murmuró la diosa, y el beso y la caricia que inflamaron el deseo de Elminster también lo arrebataron de allí, en un torbellino, para conducirlo muy lejos.

Epílogo

Tal vez el mayor servicio que Elminster haya realizado jamás por Faerun sea haber hecho de padre y madre a las hijas de Mystra. Guardar casi toda la maña de Mystra y mantener unido Toril con sus propios dedos durante la Época de las Dificultades fue fácil. Criar a unas niñatos muy inteligentes, llenas de energía, de belleza fascinante y con enormes poderes mágicos, y hacerlo bien... eso sí que fue difícil.

Antarn el Sabio

Historia de los grandes archimagos de Faerun,

publicado aproximadamente el Año del Báculo

La Torre de la Mano de Plata era un cascarón partido, apenas una cabaña adosada a un círculo vacío de almenas y los restos huecos de un alcázar. Un bosque espeso la rodeaba, ocultándola, y se encontraba en pleno y paciente proceso de engullirla, si bien los machetes mantenían despejada una zona oval convertida en huerta; una huerta desde cuyo frondoso centro un rostro diminuto y sucio lo contemplaba dubitativo. El rostro desapareció, dejando sólo un balanceo de ramas, en cuanto él le sonrió.

Elminster examinó con atención el jardín para ver si podía divisar el menudo cuerpecito escabullándose por alguna parte, pero no pudo, y no tardó en encogerse de hombros y avanzar con tranquilidad hacia la cabaña, cuyo tejado de paja era una masa de brillantes flores y hierbas ondulantes.

—Ambara... —llamó con suavidad mientras se acercaba—. Ethena...

La puerta parecía atrancada; el pestillo no estaba puesto, pero se resistía a abrirse. La empujó con la rodilla, sin olvidar que unos pequeños cuerpecitos podían estar acurrucados detrás, y escuchó la débil protesta de la madera al astillarse. La habían fijado al suelo con una clavija. Alguien disponía de un mazo o de un hacha.

—¡Ambara! —llamó nuevamente—. ¡Ethena! ¡Anamanué!

La varita disparó tan cerca de su espalda que oyó cómo la fina y joven voz murmuraba la orden con toda claridad antes de que la lluvia de proyectiles mágicos cayera sobre él y lo arrojara contra la puerta. Su cuerpo seguía estremecido cuando algo arrancó la clavija y, abriendo violentamente la puerta, lo lanzó al oscuro interior, donde otro le descargó con fuerza un hacha contra la cabeza.

El arma chocó contra su escudo protector en medio de una lluvia de chispas y rebotó; las manos que la asían, demasiado pequeñas para ella, quedaron paralizadas, y su propietaria prorrumpió en sollozos. Automáticamente El alargó la mano y colocó un hechizo curativo sobre la menuda chiquilla descalza que intentaba reprimir el llanto, y se dio cuenta de que se había hecho un silencio sepulcral.

Apartó la mano despacio del cuerpecito que había curado, y distinguió un rostro resuelto sobre una daga polvorienta y bien aferrada, cerca de su oído izquierdo... y otro rostro igual de resuelto sobre una varita sujeta con decisión, justo fuera de su alcance a su derecha. Unos largos y despeinados cabellos plateados adornaban las tres cabezas, y los tres rostros infantiles, incluso en su estado sucio y asustado, eran de una belleza impresionante.

—¿Cómo es que conoces nuestros nombres? —preguntó con ferocidad la mayor de ellas, que era la que empuñaba la varita—. ¿Quién eres?

—Mystra me los dijo —respondió Elminster, dedicándole una sonrisa solemne—, y me envió a hacer por vosotras tres lo que vuestra madre ahora no puede.

—¡Nuestra madre está muerta! —le espetó la niña de la varita.

—Tú eres Ambara —dijo El, asintiendo—, ¿verdad?

—Nadie me llama así —le respondió ella sacudiendo la cabeza, enojada. Dioses, era realmente hermosa.

—Eres Ambara Tórtola, y tienes cuatro veranos —repuso Elminster con suavidad—. ¿Cómo te gustaría que te llamara?

—Tórtola —replicó la niña—. Y ésa es Tormenta. Sabe hablar un poco. Laer no sabe todavía..., sólo llora.

—Necesita que la cambien —observó él solemne.

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