La Tentación de Elminster (25 page)

El rayo le arañó el pie unos instantes, y enseguida volvió a ser libre. Murmurando un exiguo conjuro para conseguir que su coraza fuera mayor y más resistente, El se incorporó en cuclillas para contemplar con atención los últimos y escasos rayos que reptaban por la sala. Fue cuestión de segundos desviarlos a todos hasta conseguir recogerlos en la coraza y lanzarlos de vuelta a la galería, a la que ametrallaron durante un brevísimo instante antes de ser consumidos por el ataque del siguiente hechizo de la dama Dasumia.

Éste fue un muro de polvo verde que él ya conocía; era de corta duración e inestable, pero convertía en piedra todo ser vivo que rozaba siquiera. Elminster invocó una pared de fuerza tan deprisa como supo, dándole la forma de una mano entrecerrada que recogiera el polvo y lo derramara de nuevo hacia la galería.

Mientras su «mano» se movía en una dirección, él trotó en otra, lanzando proyectiles mágicos al lugar donde su ama debía de estar agazapada, para impedir que se alejara de la zona donde iba a devolverle el polvo que había descargado sobre él.

Al cabo de un momento, la reluciente nube verde se derramó sobre la galería, y ya era demasiado tarde para que Dasumia pudiera escapar. El tuvo la satisfacción de ver cómo se erguía furiosa y se quedaba muy quieta.

Instantes después, el mago empezó a gritar presa de sobresaltado dolor cuando unas cuchillas afiladas y destructivas aparecieron en el aire por todos lados. Se arrojó al suelo y rodó, protegiéndose rostro y cuello con los brazos bien doblados al tiempo que instaba a su muro de fuerza a descender en picado como un halcón lejos de la galería para desviar los cuchillos y protegerlo.

Unos alaridos desde las alturas le indicaron que su táctica había funcionado; jadeó uno de sus dos conjuros disipadores para limpiar el aire de las afiladas cuchillas voladoras, pero se quedó boquiabierto por la sorpresa cuando la desaparición de las hojas provocó el surgimiento en pleno aire de una trémula serpiente de energía que se abalanzó sobre él para golpear su muro de fuerza, hasta que éste se hizo añicos y se desvaneció.

Mientras esquivaba el mágico látigo, El dirigió una veloz mirada hacia Dasumia, que seguía en el balcón, inclinada todavía como una estatua con una mano alzada. La mujer no se había movido ni un milímetro, por lo que los hechizos que lo estaban atacando debían de estar unidos entre sí, ¡de modo que destruir o trabar uno de ellos ponía en marcha el siguiente!

¿Ignoraba ella lo que sucedía en la sala a su alrededor, al estar petrificada? ¿O podía aún ejercer cierto control sobre sus hechizos?

Esquivó de un salto un latigazo que golpeó el suelo tan cerca que le dejó el brazo y el hombro estremecidos y corrió hacia las escaleras de la galería. El látigo lo siguió, enrollándose y desenrollándose como una serpiente gigante.

El mago subió los peldaños de tres en tres, corriendo a toda velocidad, y consiguió arrojarse tras los pétreos pies de Dasumia antes de que el látigo lo alcanzara y se descargara sobre su rostro. La fuerza del golpe hizo arremolinarse los restos del polvo verde, y El empezó a sentirse entumecido. Inició una titánica lucha para no moverse con lentitud, al tiempo que arrollaba un brazo alrededor de las piernas de su señora ama e intentaba trepar por ella, mientras el látigo azotaba el aire a su alrededor pero no lo golpeaba. Elminster se encontró entonces con que no podía moverse en absoluto.

El látigo se desvaneció entre motas de luz mortecina, y hubo un instante de sosegada oscuridad en la Sala de la Galería.

—Si se me hielan las rodillas en el futuro, ya sé a quién llamar —dijo una voz familiar desde un punto situado justo encima de la cabeza de El, y éste se desplomó junto a los tobillos de Dasumia y sobre el duro suelo del balcón, cuando sus extremidades se vieron bruscamente liberadas del hechizo. Ella se apartó de él, se dio la vuelta con los brazos en jarras, y bajó los ojos.

Sus respectivos ojos se encontraron. Los de Dasumia mostraban complacencia y aprobación.

—Eres una espada bien templada para librar batalla —le dijo—. Vete ahora, y duerme. Cuando estés listo, te batirás en duelo en serio, en otro sitio.

—Mi señora ama —repuso Elminster, mientras se incorporaba gateando—, ¿se me permite preguntar con quién me batiré?

Dasumia sonrió y le recorrió la línea del cuello con un dedo.

—Vas a desafiar —indicó alegremente— a Nadrathen, el Elegido Rebelde, por mí.

El Unicornio Carmesí ondeaba sobre las puertas de Nethrar y la entrada en forma de arco del palacio situado en su centro, para indicar a todos los galadornios que el rey seguía vivo. A medida que el brillante día veraniego tocaba a su fin, no pocos ojos se alzaron una y otra vez hacia aquellos estandartes, intentando averiguar si el Trono del Unicornio había cambiado de propietario.

Durante toda una estación y más, el rey Baerimgrim, ya mayor y sin hijos, había permanecido a un paso del sepulcro, mantenido con vida tras ser lacerado por las zarpas del dragón verde
Arlavaunta
sólo merced a su enorme fortaleza y a las artes del mago de la corte, Ilgrist. Aquel que había sido un guerrero extraordinario era ahora un cascarón delgado y quebradizo, incapaz de engendrar hijos ni mediante ayuda mágica, y ensimismado en un dolor omnipresente.

Durante la enfermedad de Baerimgrim, Galadorna había padecido bajo las escaramuzas y ruindad —quema de cosechas, y cosas peores— de sus cinco barones, todos los cuales ambicionaban ser reyes a la muerte del monarca. Todos tenían lazos de sangre con el trono y consideraban Galadorna como legítimamente suya. Y los galadornios los odiaban y temían a todos ellos.

En ese día, en el interior de la Casa del Unicornio la tensión era tan espesa que podía cortarse con un cuchillo, y no escaseaban los cuchillos listos para atacar en sus sombríos pasillos repletos de tapices. Ya no se esperaba que el monarca sobreviviera al anochecer, y los criados lo habían transportado al trono y atado allí, sentado con porfiada determinación en el rostro y la corona ladeada sobre la frente. El hechicero Ilgrist montaba guardia a su lado como una sombra alargada y ubicua, sus propias lúgubres vestiduras negras cubiertas por el manto de unicornios rojos entrelazados que indicaba su cargo, y no permitía que otras manos que las suyas enderezaran la corona o se acercaran demasiado. Existía un buen motivo para su vigilancia.

Los cinco barones, como buitres que describen círculos en torno a un moribundo, rondaban por el palacio en ese día. Ilgrist había pedido al de más edad y más respetuoso con la ley de entre ellos, el fornido y barbudo guerrero a quien los hombres denominaban el Oso, que llevara a sus siete mejores soldados para reforzar la guardia del trono, y el barón Belundrar así lo había hecho. Dicho barón se encontraba en aquellos momentos paseando la mirada, ceñudo, por las tres puertas del salón del trono, las velludas manos entrelazadas con las empuñaduras de las muchas dagas colgadas de su cinturón. Observaba a sus hombres, que contemplaban con frialdad, nariz con nariz, a las mucho más numerosas tropas del barón Hothal, que habían acudido a la corte con la armadura completa. Justo en medio del grupo más denso acechaba su señor, también con toda su armadura; algunos galadornios afirmaban que jamás se la quitaba a no ser para colocarse nuevas piezas de mayor tamaño.

Había también otros soldados, aunque sin armadura, y con la misma expresión alerta e incómoda ante tal circunstancia que si fueran cangrejos desprovistos de caparazón, en medio de todos aquellos guerreros listos para librar batalla. Algunos lucían las túnicas púrpura del barón Maethor, el zalamero y siempre sonriente señor de miles de intrigas y de aun más dormitorios galadornios. Los «envenenadores púrpura» los llamaban algunas gentes del reino, y no sin motivo. Otros siervos —algunos de los cuales tenían un sospechoso aspecto de avezados espadachines a sueldo procedentes de otras tierras— lucían el color escarlata del barón Feldrin, el inquieto embaucador que parecía sacar monedas de oro de los dedos cada vez que estiraba las manos para coger algo... y lo hacía muy a menudo.

Como últimos miembros de esta fraternidad de asesinos se encontraban los altivos magos de poca monta y sicarios del barón que algunos miembros de la corte consideraban la amenaza más seria a las libertades de que gozaban los galadornios: Tholone, el desfigurado aspirante a mago y consumado espadachín, que se autodenominaba «lord» en lugar de barón, y había hecho caso omiso de casi todos los decretos y mandatos del Trono del Unicornio durante casi una década. Había quien decía que
Arlavaunta
había sido sacada de su guarida para atacar al rey mediante sus conjuros, debido a que Baerimgrim se encontraba de camino con muchos caballeros armados como respaldo para exigir a Tholone nuevos juramentos de lealtad, y los impuestos impagados durante mucho tiempo, cuando se produjo el ataque de la hembra de dragón.

—Un rebaño de buitres —masculló el monarca, contemplando cómo los lacayos de librea penetraban en el salón del trono—. No elegiría a ninguno de ellos para que permaneciera junto a mí, contemplando mi muerte.

El mago de la corte Ilgrist esbozó una fina sonrisa y respondió:

—Vuestra majestad sin duda está en lo cierto.

El hechicero realizó una pequeña seña con la mano a uno de los guardas del trono que custodiaban las tribunas para que se asegurara sin la menor duda de que ninguno de los ballesteros de los barones ascendía, casualmente, por las escaleras traseras para obtener una mejor visión de lo que sucedía. El oficial asintió y envió a tres guardas escaleras abajo; uno sujetaba un cuerno y los otros dos avanzaban con pasos lentos y solemnes, desplegando entre ambos el estandarte del Unicornio Carmesí. El emblema mostraba el rojo «corcel astado» rampante recortado contra una luna llena, sobre un fondo de tisú dorado. Una vez que el estandarte quedó extendido ante los pies del rey, el guarda con el cuerno lanzó un único toque sonoro y agudo, para indicar que la corte celebraba audiencia pública... y que el rey recibiría a delegaciones públicas y peticiones de todo el mundo, sin importar su condición social.

Había unos pocos plebeyos en el salón ese día —gentes que siempre acudían a observar al rey, o que no se habrían perdido los peligros y emociones previstos para tal ocasión aunque les fuera en ello la vida— pero ninguno se atrevió a adelantarse por entre la multitud de servidores de los barones. El trono estaba colocado frente a un semicírculo de soldados que clavaban duras miradas en todas direcciones sin dejar de acariciar las empuñaduras de sus semidesenvainadas dagas; de haber tenido las fuerzas necesarias, el rey Baerimgrim se habría levantado y paseado entre ellos burlón para efectuar las presentaciones.

Pero no tuvo más remedio que seguir sentado y esperar a ver cuál de los cinco buitres resultaba ser el más osado. Habría guerra de todos modos sin importar lo que se decidiera allí, pero al menos podía prestarle un último servicio a Galadorna y dejar el trono tan asegurado como fuera posible, para que el derramamiento de sangre resultase, si los dioses lo permitían, ínfimo.

El Oso se pondría de su lado, si era necesario. No era ningún premio, pero sí lo mejor de un mal lote. El hombre creía en las leyes y en hacer lo correcto... pero ¿cuánto de todo ello emanaba de su firme creencia de que, como barón decano de entre los cinco y cabeza de la casa noble más antigua y grande, lo correcto significaba que Belundrar ascendiera al trono?

Era difícil decidir cuál era la mayor amenaza: los hechicerillos que Tholone dejaba hacer a su aire, los espías y venenos de Maethor, o los espadachines salvajes de Hothal capaces de acabar con todo. ¿Y qué espadachín sorpresa había contratado el oro de Feldrin? ¿O acaso daba su apoyo a uno de los otros? ¿O tendrían tratos con él los señores de Laothkund u otros codiciosos poderes extranjeros?

Vaya, ya empezaba. De entre los guerreros que aguardaban en tensión salió un joven barbudo vestido con los colores verde y plata de Hothal —uno de los pocos que no había acudido ese día a la corte con la armadura de campaña—, que se acercó a Baerimgrim a grandes zancadas.

—Muy graciosa majestad —empezó a decir el enviado, tras una profunda reverencia—, toda Galadorna llora vuestro estado. Mi señor Hothal siente una profunda tristeza ante el destino del regio Baerimgrim, pero lo aflige también el futuro de la bella Galadorna en el caso de que el Trono del Unicornio quede vacío y haya que combatir por él... o, peor, ofrezca asiento a alguien cuya malicia o ignorantes desatinos lleven el reino a la ruina.

—Dejáis muy claras vuestras preocupaciones, señor —respondió entonces el monarca, y el tono seco de su voz provocó risitas ahogadas por toda la estancia—. ¿También traéis las soluciones, confío?

—Majestad, así es —replicó, incisivo, el cada vez más ruborizado mensajero—. Hablo en nombre de Hothal, barón de Galadorna, que pide vuestro permiso para tomar la corona ahora, de modo pacífico... —Su voz se elevó para ahogar los sonidos de mofa y protesta que emitieron muchos de los presentes—. Y con gran consideración hacia los derechos y deseos de otros. Mi señor no solicita tal honor ociosamente; se ha mostrado muy diligente en favor de Galadorna y me ha pedido que os revele esto: a cambio de la promesa de que una paz luminosa acompañada por una justicia equitativa continúe floreciendo en el reino, disfruta del completo apoyo del muy poderoso lord Feldrin, barón de Galadorna, lo que ese mismo noble personaje podrá confirmar personalmente.

Todas las miradas se volvieron hacia Feldrin, que les dedicó su acostumbraba sonrisa furtiva y de soslayo, sin que sus ojos se encontraran con los de nadie, y asintió despacio.

—Por otra parte —continuó el enviado—, mi señor ha hablado con los enemigos de Galadorna, con la intención de mantenerlos lejos de nuestras fronteras y fuera de nuestras bolsas, de modo que el territorio permanezca libre y próspero, sin la menor sombra de temor a una guerra en nuestras puertas. A cambio de una sustanciosa recompensa en plata e hierro procedente de nuestras profundas minas del bosque, los señores de Laothkund han accedido a firmar un tratado de paz mutua y de respeto de las fronteras.

Gritos de cólera, juramentos y exageradas exclamaciones de horror atronaron de tal modo la sala que el hombre calló unos instantes antes de añadir:

—Mi señor Hothal propone que, puesto que lidera un ejército que es el que mejor puede mantener el reino a salvo y próspero, la corona debería pasar a él y que, por el bien de Galadorna, vos mismo proclaméis legítimo su gobierno, augusta majestad.

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