Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
De haberse encontrado Elminster en cierta sala oscura del Ringyl de Tresset mientras un cetro se convertía en polvo, en lugar de hallarse jadeante en la cima de una colina ante los restos de una sombra con cabeza de venado, habría visto antes a esta hermosa hechicera de ojos oscuros. Pero, tal y como estaban las cosas, contemplaba aquel par de orgullosos y fríos ojos negros —¿no se percibía en ellos un atisbo de picardía?, ¿o se trataba de alegría... o acaso triunfo reprimido?— por vez primera.
Sus piernas, enfundadas en botas negras, eran larguísimas, y la reluciente melena oscura descendía en una cascada libre aun más larga. La piel era marfileña, las facciones delicadas; angulosas, pero sólo lo justo para seguir resultando hermosas. Y ella se comportaba con serena intrepidez, mientras su mano de largos dedos jugueteaba casi distraídamente con una varita. Problemas, seguro. Era la clase de hechicera de la que la gente normal se apartaba asustada.
—Bien hallado —dijo ella, convirtiendo sus palabras a la vez en un desafío y una ronca promesa, al tiempo que sus ojos lo escudriñaban a placer desde las botas llenas de barro a los desgreñados cabellos—. ¿Sabes hacer... —su lengua se abrió paso por un instante por entre los labios entreabiertos—, magia?
Elminster mantuvo la mirada fija en aquellos ojos oscuros a la vez que inclinaba la cabeza y respondía, recordando las órdenes de Azuth:
—Un poco.
—Bien —respondió la misteriosa dama, convirtiendo la palabra casi en una caricia. Agitó la varita que sostenía de un modo casi imperceptible para atraer la mirada de él, y dijo—: Busco un aprendiz. Un aprendiz fiel.
Elminster no llenó el silencio que ella dejó tras sus palabras, de modo que la mujer volvió a hablar, con algo de más viveza:
—Me llamo Dasumia. ¿Y tú eres...?
—Mi nombre es Elminster, señora. Sólo Elminster. —Y ahora había llegado el momento de rechazar la oferta con toda educación—. Me parece que mis días como aprendiz han terminado. Sirvo...
Un fuego plateado recorrió de improviso su interior, y su llamarada le devolvió una imagen del techo agrietado de piedra del mejor dormitorio de la Torre del Zorro, y de las palabras de fuego plateado que se habían escrito en el techo, destacándose nítidamente en la oscuridad: «Sirve a Dasumia». É1 tragó saliva.
—... a vos, si me aceptáis —finalizó la frase, muy consciente de que unos divertidos ojos oscuros estaban clavados en su alma—. Sin embargo, debo deciros que sirvo a la divina Mystra ante todo.
—Sí, bueno..., todos lo hacemos —respondió con picardía la hechicera de ojos negros, con una sonrisa casi perezosa—, ¿no es cierto?
—Lo siento, dama Dasumia —insistió Elminster en tono serio—, pero debéis comprender... que yo le sirvo a Ella más íntimamente que la mayoría. Soy Aquel que Anda.
Dasumia estalló en un torrente de argentinas carcajadas, echando la cabeza hacia atrás y cacareando su júbilo hasta conseguir que resonara en las paredes de piedra que flanqueaban a ambos magos.
—Estoy segura de que lo eres —dijo cuando consiguió volver a hablar, deslizándose al frente para palmear la mano de Elminster—. ¿Sabes cuántos magos jóvenes que intentan conseguir una reputación vienen a mí afirmando ser Aquel que Anda? Pues te lo diré: una docena este último mes, casi medio centenar el mes anterior, a pesar de las nevadas, y, por el momento, uno antes que tú este mismo mes.
—Vaya —respondió Elminster, irguiéndose—, pero seguro que ninguno de ellos era tan apuesto como yo, ¿verdad?
Ella prorrumpió de nuevo en carcajadas y lo abrazó impulsivamente.
—Una visión que tuve en sueños me indicó que viniera aquí en busca de mi aprendiz... pero nunca pensé que encontraría a uno que podía hacerme reír.
—¿Entonces me aceptáis? —inquirió él, sin demostrar haber percibido cómo su abrazo lanzaba innumerables sondas mágicas. Más de un cálido movimiento en sus entrañas le indicó que el fuego plateado de Mystra trabajaba duro a fin de contrarrestar intentos hostiles de controlar... y de dejar atrás al menos tres modos de asesinarlo al instante en cuanto ella pronunciara las palabras detonadoras. Oh, qué cosa tan magnífica era ser hechicero. Casi tan maravilloso como ser un Elegido.
Dasumia le dedicó una sonrisa que era más triunfal que de bienvenida.
—Te poseeré en cuerpo y alma —murmuró—. En cuerpo y alma. —Se alejó de él dándose la vuelta y luego lo miró por encima del hombro para ronronear provocativa—: ¿Cuál probaremos primero?
—¡Hay que ver, Drun! Yo te pregunto: ¿tendríamos nosotros un dominio de la magia tan extendido, tantas legiones de magos competentes o casi competentes, desde el mar hasta los territorios helados y los confines orientales, si Myth Drannor siguiera existiendo? ¿O no habríamos tenido más bien grupos cerrados formados por una minoría selecta de aquellos que vivieran o disfrutaran de libre acceso a la Ciudad del Canto... y los demás habríamos tenido que luchar por las sobras que los pocos escogidos se dignaran arrojarnos, o con lo que pudiéramos robar de las tumbas, y los cadáveres putrefactos allí ocultos? —Tabarast se volvió en su silla de montar para llamar la atención de su compañero, estuvo a punto de caer no obstante la maraña de fajines y cinturones con los que se había atado a ella, y consideró más prudente volver a mirar al frente y limitarse a gesticular alegremente con una mano. La mula que montaba suspiró y siguió su lento avance.
—¡Vamos, vamos! No hablamos de gemas, Barast —repuso Beldrune—, ni tampoco de coles... ¡sino de magia! ¡El Arte! Un fárrago de ideas, un festín de hechizos, un flujo interminable de nuevos enfoques y...
—Eso no son más que las tonterías que dicen los magos jóvenes —replicó el mago de más edad—. Sin duda, incluso tú, joven Drun, tienes ya años suficientes para saber que la generosidad, la capacidad de dar abiertamente y de verdad... no como se da a un aprendiz al que se puede tener obligado o incluso bajo el influjo de un conjuro... es una cualidad rara y menos cultivada entre las filas de los hechiceros que en las de cualquier otra formación de alcance o importancia del Faerun actual, excepto tal vez una horda de orcos. Te ruego que no fatigues mis oídos con tanta tontería, si es que eso no te produce excesivas molestias.
—¿Acaso consideras cualquier punto de vista distinto del tuyo como una idiotez inútil? —inquirió Beldrune, extendiendo las manos con gesto de desesperación—. ¿O puede ser acaso, pavoneante saco de autocomplacencia, que exista algún pequeño resquicio de posibilidad de que los dioses no hayan revelado todavía ciertas verdades al anciano y sabio Tabarast, el astuto Tabarast, el irresponsable Tab...?
—¿Por qué será que los jóvenes siempre recurren con tanta facilidad al ataque personal? —preguntó en voz alta el viejo y sabio Tabarast al mundo en general—. Insultos y burlas acogen razonamientos que se ciñen a un tema, por no decir a la persona a la que atacan y vituperan. Un enfoque tan grosero e inquietante convierte en montaña cada montículo, en tormenta perniciosa cada intercambio de comentarios, y mancha los nombres de todos los que se atreven a sostener opiniones reprobatorias. No lo apruebo en absoluto, Drun, de veras. Amenazas y fanfarronadas tan discordes no son dignas sustitutas de los puntos de vista bien planteados... ¡y demasiado a menudo actúan como protección contra el hastío, incluso se invierten convirtiéndose en un combate fútil, desprovisto de sentido y envuelto en orlas relucientes e ingeniosa verborrea de la que ha desaparecido todo sentido!
—Ah, oh, ejem, sí —dijo Beldrune con voz débil. Cuando Tabarast estaba enfurecido, sólo dos palabras de cada diez resultaban inteligibles—. Hablábamos sobre la influencia de la legendaria Myth Drannor en la práctica del Arte en todo Faerun, según creo.
—Eso hacíamos —confirmó su compañero casi con severidad, instando a su mula a superar la cima del montículo con un molinete de su diminuto látigo. El que se hubiera roto durante algún contratiempo anterior, y que ahora pendiera inútil desde un punto situado a pocos centímetros del mango, parecía haberle pasado por completo desapercibido.
Beldrune aguardó la llegada del torrente de expresiones grandilocuentes —en su gran mayoría sandeces— que invariablemente acompañaban cualquiera de las observaciones que Tabarast realizaba sobre simples hechos, pero por una vez esto no sucedió.
Enarcó las cejas maravillado y no dijo nada mientras seguía a su colega al otro lado de la colina. Neurastenia... y en grandes cantidades, pero no había tiempo para neurastenias. Dio una palmada a la enorme capa arrollada y sujeta a sus caderas, localizó la reconfortante superficie sólida del frasco guardado debajo, y lo sacó. Tabarast había preparado la mezcla, y resultaba una pizca demasiado aguada, pero no deseaba tener que volver a discutir sobre el tema. La próxima vez le tocaría a él hacerla, y habría más del raro y embriagador brebaje que había oído denominar «aguardiente», y menos agua y vino.
Bien, eso siempre y cuando ambos siguieran vivos cuando llegara esa próxima vez. La aventura había parecido algo estupendo un día atrás; pero él había pensado más bien en una aventura sin mulas. Acabaría cojitranco si tenían que montar durante muchos más días. Incluso con todos los cinturones, fajas y ataduras —que, claro está, facilitaban a aquellas bestias de mente diabólica un medio de arrastrar por el polvo a impotentes magos que habían tenido la desgracia de caer de sus sillas hasta que éstos conseguían recuperar penosamente las bridas, recibiendo toda una serie de patadas durante el proceso— había caído ya más de veinte veces durante aquel día.
Tabarast había conseguido un total todavía más impresionante de encuentros físicos con el suelo de Faerun, se dijo con una sonrisita, mientras observaba cómo el anciano hechicero cabalgaba veloz por una pronunciada pendiente con ambas piernas sobresaliendo como alas bamboleantes a ambos lados de su paciente cabalgadura. En unos instantes estaría en...
Algo oscuro y lleno de estrellas adelantó precipitadamente a Beldrune como un viento vengativo, asestando a su pierna izquierda un golpe paralizador que casi lo derribó de la silla. Consiguió mantenerse sobre la resoplante mula gracias a que enterró las manos en su melena como si fueran zarpas y se dedicó a dar patadas en un desesperado vaivén forcejeante para mantener el equilibrio.
Delante de él, colina abajo, pudo distinguir qué era lo que se abalanzaba sobre el pobre y descuidado Tabarast: un jinete elfo delgado y envuelto en una capa oscura, muy inclinado sobre un caballo espectral, con un bastón que escupía rayos flotando junto al hombro. A través de los silenciosos cascos batientes de la mágica montura, Beldrune alcanzó a ver cómo el elfo caía sobre su colega, se desviaba en el último instante para evitar un violento choque directo, y pasaba como una exhalación, arrojando al mago y a la mula al suelo.
Beldrune acudió tan rápido como pudo en ayuda de su compañero, pero éste realizaba ya un conjuro que los puso de nuevo en pie a él y a la sorprendida y débilmente coceante mula, al tiempo que vociferaba:
—¡Patán cabrípedo! ¡Necio animal de orejas caídas, grosero descendiente de progenitores que jamás debieran haberte alumbrado! ¡Maleducado tirano de la carretera! ¡Hechicero imprudente! ¡Ya le enseñaré yo a tu cerebro de mosquito... ya lo verás! ¡Casi no necesito decir que te instruiré en humildad, y en cabalgar sin riesgos, ante todo!
Ilbryn Starym escuchó algunas de tan selectas expresiones, pero ni siquiera se molestó en trocar su mueca de desprecio por una sonrisa. Humanos. Pálidas y fanfarronas sombras de aquel al que buscaba. Sin duda se encontraba ya cerca de él.
Elminster Aumar, una fea nariz ganchuda, la insolencia presente siempre en los ojos azul-gris, los cabellos tan negros y lacios como los de un oso mojado. Ilbryn volvió a sentir en la boca aquel sabor tan familiar y ávido: sangre. Casi paladeaba la sangre de este Elminster, que debía morir para lavar la mancha que sus asquerosas manos habían depositado sobre el inmaculado honor de los Starym. Al coronar una colina, Ilbryn se irguió sobre los estribos que en realidad no estaban allí y gritó al mundo:
—¡Este Elminster debe morir!
El grito rebotó hasta él desde las cimas de las cimas, pero aparte de eso el mundo declinó responder.
El anochecer casi siempre descendía como un suave telón para poner fin a una puesta de sol magnífica en Moonshorn, y a Mardasper le gustaba subir a las desmoronadas almenas para contemplar aquellas puestas de sol mientras murmuraba las palabras que podía recordar de baladas sobre amores perdidos y de musicadas endechas sobre muertes de héroes. Era el único momento del día —salvo la llegada de visitantes molestos— en que podía dar rienda suelta a sus emociones, y soñar con las cosas que haría en Faerun cuando hubiera finalizado su deber allí.
Tal vez se convertiría en Mardasper el Poderoso, con una espesa barba, sabio y respetado por magos de menor categoría, con anillos de poder reluciendo en sus dedos mientras creaba bastones mágicos y amansaba dragones y daba órdenes a monarcas que éstos no osaban desobedecer.
O tal vez rescataría a una princesa o a la hija de un altanero y rico noble y se iría con ella, utilizando su magia para mantenerse joven y gallardo pero sin adoptar la túnica y el bastón de un mago, y manteniendo sus poderes tan secretos como le fuera posible mientras se labraba una pequeña baronía para sí, en algún lugar fértil.
Pensamientos agradables, que renovaban el espíritu y eran necesariamente privados... Motivo por el cual Mardasper Oblyndrin era propenso a enojarse, y mucho, cuando algo o alguien interrumpían ese momento a solas, en lo alto de las almenas, en que contemplaba cómo otro día moría por el oeste. Precisamente en esa ocasión se sentía muy enojado.
Los hechizos de protección le avisaron, como lo hacían siempre. El poder en bruto, incontrolado o bajo control, siempre los hacía aullar como si fueran presas de un dolor insoportable. Refunfuñando ante aquella circunstancia fortuita, Mardasper descendía ya con gran retumbo de pisadas por la larga y estrecha escalera posterior antes de que el intruso hubiera podido llegar al umbral. Sin duda alguna tal escalera posterior era empinada, pero conducía directamente a la tercera puerta del vestíbulo de acceso; cuando la puerta principal se abrió con violencia, para chocar contra la pared y estremecerse por el impacto, el guardián se encontraba en su lugar tras el atril, con los labios contraídos y blancos y temblando de cólera.