La Tentación de Elminster (19 page)

Como si aquel salvaje pensamiento silencioso hubiera sido una indicación, el gancho que acababa de crear empezó a escupir diminutas chispas sobre el pergamino que tenía debajo. ¡Vaya, ya sólo faltaba eso! En una habitación como aquélla, con montones de papeles polvorientos y resecos por todas partes...

Estiró las manos veloz para proteger el documento de la lluvia de chispas, pero ya era tarde. Aterrizaron, saltaron, y...

Formaron unas refulgentes palabras que cubrieron la escritura de Elenshaer a medida que avanzaban bajo su atónita mirada, sin dejar tras ellas ni humo ni señal alguna de incendio.

Márchate. Ahora. Busca la Roca Hendida.

El mensaje centelleó una vez, como si quisiera asegurarse de que lo había leído, llameó con fuerza y luego, despacio, empezó a desvanecerse.

El leyó las palabras una vez más y tragó saliva. Apenas se tenía en pie, pero la orden no podía ser más tajante: debía abandonar ese lugar sin demora. Levantó la cabeza y miró en derredor con pesar, contemplando todo el saber local en el que no podría hurgar por el momento. No cayeron más chispas del diminuto gancho girante, y los dos hechiceros ancianos seguían dándole la espalda en el extremo opuesto de la estancia, musitándose secretos el uno al otro de modo que él no pudiera oírlos.

Volvió a mirar las mágicas letras de fuego, que apenas eran ya visibles, y las observó hasta que hubieron desaparecido casi por completo. Luego dedicó al lugar un profundo suspiro, seguido de una sonrisa pesarosa, y salió de allí con tanto sigilo como el que había mostrado siempre en su época de ladrón en Hastarl.

—¿Te importaría mirar a nuestra espalda y comprobar adónde ha ido este desconocido? —murmuró Tabarast, tras la cuarta página de tradición local inconexa—. Si se ha desplazado de nuevo hacia la puerta, o ha salido por ella, este forzado control de nuestras lenguas cesará enseguida. Me siento como un criado culpable cotilleando en un retrete.

—¿Cómo podemos discutir asuntos si no podemos hablar con libertad? —asintió Beldrune, al tiempo que realizaba una complicada mirada casual por encima del hombro en dirección a la mesa repleta de objetos. Luego giró por completo y anunció—: Barast, se ha ido.

Algo en el tono de voz de su compañero hizo que el mago alzara violentamente la cabeza. Giró también él, para observar la habitación en la que llevaban trabajando tanto tiempo, y la encontró vacía de magos desconocidos, pero ahora morada de...

—¡La señal! —exclamó Beldrune, con voz temblorosa de temor—. ¡La señal! ¡Había un Elegido entre nosotros!

—Después de todos estos años —murmuró Tabarast con voz ronca, casi aturdido. En un instante su vida y su fe y todo Toril a su alrededor habían cambiado—. ¿Quién puede haber sido? ¿Ese jovencito de la nariz ganchuda? ¡Debemos seguirlo!

Despacio, como si no se atrevieran a perturbarlo, los dos magos rodearon la mesa. En un acuerdo tácito lo hicieron en direcciones opuestas, para llegar junto al pivotante sigilo desde puntos distintos... como si pudiera escapar si ellos no le caían encima.

El pequeño nudo rotante de líneas llameantes seguía allí cuando se reunieron frente a él para contemplarlo boquiabiertos por el asombro.

—Encaja por completo con la visión —murmuró Tabarast, como si hubiera existido alguna posibilidad de error o falsificación—. No existe la menor duda.

Paseó la mirada por la habitación hacia los desordenados montones que representaban sus muchos años de trabajo en aquel lugar.

—Echaré en falta todo esto —dijo despacio.

—¡Yo no! —repuso Beldrune, derribando casi a su colega de más edad en su precipitación por llegar a la puerta—. ¡Por fin... la aventura!

Tabarast contempló anonadado cómo su colega desaparecía veloz y le gritó:

—¡Drun! ¿Estás loco? Resulta emocionante, sí, pero nuestro camino se acaba de iniciar. No tardarás en darte un buen batacazo, si ahora danzas ya tan pletórico de alegría.

—Que los Dioses Sombríos se lleven tu pesimismo, Barast. ¡Vamos a correr aventuras! —gritó Beldrune hacia lo alto de la escalera.

El otro mago hizo una mueca de disgusto y empezó a descender los peldaños, al tiempo que en su rostro se pintaba una expresión de amargura.

—Nunca has corrido aventuras, ¿verdad?

Años de pasar por el lugar habían conseguido que el sendero de duro barro entre el prado de Aerhiot y el de Salopar se hundiera hasta convertirse en una zanja, de modo que en la actualidad los enmarañados setos casi se tocaban en lo alto, mientras aves y ardillas sobresaltadas correteaban y chillaban en la perpetua penumbra cada vez que alguien se aventuraba por aquel sendero.

Los bueyes estaban acostumbrados a él, y también Nuglar, que avanzaba pesadamente medio dormido con su pica descansando en el pliegue del brazo, pues no esperaba tener que usarla, en tanto que las tres enormes bestias andaban sin prisa por delante de él, medio dormidas también, sin apenas molestarse en agitar las colas para ahuyentar las molestas y zumbantes moscas.

Algo tintineó muy cerca. Nuglar alzó un párpado que empezaba a cerrarse y volvió la cabeza para intentar descubrir qué podía hacer aquel sonido. ¿Una oveja perdida, tal vez, que llevara un collar con una de aquellas diminutas campanillas que los sacerdotes de la Madre colgaban bajo sus hisopos? ¿Unas cuantas crías?

No vio más que una especie de centelleante bruma blanca en el aire, cuyos arremolinados zarcillos arrastraban con ellos aquel tintineo. Ahora lo rodeaba ya por completo, ruidosa y en cierto modo cruel, envolviéndolo como un frío chal... y cubriendo también a los bueyes. Uno de los animales resopló, repentinamente asustado, cuando la tintineante neblina se transformó en un remolino aullante y lo rodeó con fuerza.

Nuglar gritó, o creyó hacerlo, y extendió una mano hacia la grupa del buey... y se encontró con un mortífero frío glacial, que la entumeció en un instante como si se tratara de helada agua invernal. Retiró la mano apresuradamente.

Ahora era un muñón, con sangre chorreando del lugar donde debiera haber estado su mano. Abrió la boca para chillar, y una voluta de aquel remolino letal surgió de la nada para lanzarse al interior de su garganta.

Al cabo de menos de un minuto, la mandíbula de Nuglar se desprendía de una calavera temblorosa y erosionada por el viento, instantes antes de que el esqueleto se desplomara y convirtiera en un torbellino de polvo, para sumirse en un desmenuzado olvido junto con los tres bueyes.

Con un sonoro y triunfal coro de campanilleos, como si se hicieran sonar a la vez innumerables campanas jubilosas, un remolino más brillante y de mayor tamaño se alzó del sendero y se introdujo en el prado de Aerhiot, dejando la fangosa senda completamente vacía a excepción de una pica muy desgastada. El bastón danzó en el aire unos segundos, arrastrado por el remolino de la tintineante neblina, y luego cayó al suelo a la espera de ser encontrado por otros granjeros atemorizados.

Transcurrió un buen rato antes de que las ardillas hicieran su tímida aparición y las aves osaran volver a cantar en el lóbrego sendero.

La Roca Hendida era sin duda un lugar o, más probablemente, una marca en el terreno: una roca partida por un manantial o por el hielo invernal. Una característica de la que no había oído hablar nunca, pero también había muchas cosas sobre Faerun de las que todavía no sabía nada.

¿Pensaría Mystra hacerle recorrer a pie toda su superficie?

Tambaleante casi por el agotamiento, Elminster ascendió cansino por una ladera cubierta de hierba, intentando mantener a la vista la carretera que lo había conducido hasta la torre... y que ahora lo alejaba de ella. Abandonar la torre había sido una cuestión perentoria, sí, pero la Señora —o Azuth, hablando por ella— sabía que tendría que buscar la Roca Hendida, y, además, no podían esperar que la encontrara inmediatamente.

Eso era una suerte, porque casi no le quedaban fuerzas para seguir colocando un pie delante del otro. Dio otros dos trastabillantes pasos, empezó a resbalar hacia atrás por la ladera en dirección al camino, tropezó y, tras un corto descenso apresurado, fue a detenerse violentamente contra un fosco.

Se sentía muy a gusto apoyado en la reconfortante masa del árbol, estando como estaba tan agotado y sin que a los dioses les importara lo más mínimo. La corteza le escoció en la mejilla, y El se irguió bruscamente cuando ya empezaba a resbalar hasta el suelo. Quedarse tumbado y roncando en medio del camino no era nada aconsejable, en este territorio lleno de dagas siempre dispuestas a clavarse en gargantas indefensas.

No había ninguna rama a mano a la que agarrarse para trepar al árbol o al menos mantenerse en pie... y, hablando de pies, las rodillas se le empezaban a doblar. Ahh, pero claro. ¿Qué le había enseñado la Srinshee sobre un conjuro para adquirir el aspecto de un árbol? Un simple cambio en alguno de los hechizos que llevaba consigo; la Variante de Thoaloat, así era como se llamaba. «Doabro Thoaloat era un viejo y astuto libertino...» Aquella cancioncilla devolvió a su memoria la información que precisaba: el cambio se realizaba así.

Entraba en lo posible que Elminster hubiera roncado suavemente dos o tres veces durante el conjuro, pero el fosco que apareció instantes después, apoyado contra otro fosco idéntico pero que había estado en aquel lugar bastante más tiempo, prefería el silencio total a los ronquidos, y por lo tanto la tranquilidad descendió sobre la cuneta.

Cuando se encontraba en la habitación del senescal, los hechizos de protección siempre le avisaban; y, en esta ocasión, casi llamearon con fuerza para advertir de la proximidad de magia, de modo que Mardasper ya había cruzado el umbral y se encontraba de pie tras el atril con la diadema en la cabeza, el parche sobre el ojo maldito, y el Cetro de la Señora en la mano antes de que la puerta se abriera —sin que nadie llamara antes— y un mago elfo penetrara en el interior, la capa arremolinada a su alrededor. Las joyas incrustadas en el bastón de madera viviente que empuñaba parpadearon en una cambiante exhibición de colores. El elfo clavó la mirada en el ojo del senescal, soltó el bastón —que se quedó flotando muy tieso en el aire, mientras sus luces seguían parpadeando y guiñando— y vigiló la reacción de Mardasper con una sonrisa burlona, apenas perceptible, en los finos labios.

El senescal tuvo buen cuidado de no mostrarse impresionado o interesado siquiera, y se las apañó para añadir un tenue aire de rechazo a su examen visual del recién llegado. Con los elfos, la categoría y el control siempre jugaban un papel importante. Empujón, empellón, desdén, desprecio, sarcasmo... Pues no sería así ese día, ¡por la divina Mystra! Tenía aspecto joven, pero Mardasper sabía que, incluso sin hechizos para alterar el cuerpo o la apariencia, un miembro de la Buena Gente podía parecer lozano y vigoroso durante siglos. Se mostraba altanero... pero ¿acaso no lo hacían todos?

—Bien hallado —saludó con un cuidadoso tono neutral—. Te informo que soy Mardasper, guardián de este santuario de la divina Mystra. ¿Tienes algún motivo para venir aquí, viajero?

—Lo tengo —respondió el elfo con frialdad, adelantándose.

El senescal usó el poder de su mente para hacer que el parche del ojo se levantara y proporcionó al recién llegado todo el beneficio de su llameante mirada. El visitante aminoró el paso, en tanto que sus ojos se entrecerraban un poco; luego se detuvo con suavidad, la mano sin tocar del todo los extremos de un trío de varitas enfundadas junto a la cadera.

El mago resistió la tentación de sonreír con severidad y preguntó:

—¿Veneras a la divina Mystra, la Dama de los Misterios? —Usó la diadema para leer la verdad en la mente del visitante, guardando sus propios hechizos para cualquier acción desagradable que pudiera resultar necesaria.

—En ocasiones —respondió el elfo con una vacilación, y eso era cierto.

Mardasper sospechó que el desconocido había querido decir que había caído de rodillas ante Mystra una o dos veces en la mayor intimidad, con la esperanza de obtener una preeminencia sobre magos elfos rivales. No importaba; aquello era suficiente.

—Todos los que entran aquí —dijo el guardián, levantando la punta del Cetro de la Señora justo lo suficiente para hacer parpadear un ojo elfo— deben obedecerme en todo y no realizar actividades mágicas sin ser invitados a ello. Cualquiera que tome o estropee ni que sea el objeto más pequeño que haya entre estas paredes pierde la vida, o al menos su libertad. Puedes descansar en el interior y coger agua de la fuente, pero no se facilita ni comida ni ninguna otra cosa... y deberás entregarme tu nombre y toda la magia escrita y objetos hechizados que lleves contigo, por muy insignificantes o benignos que sean. Todo ello se te devolverá cuando te marches.

—Me parece que no —repuso el elfo desdeñoso—. No tengo ninguna intención de convertirme jamás en el esclavo de ningún hombre, ni de poner objetos que me han sido confiados, objetos venerados por mi familia durante tiempo inmemorial, en las manos de nadie... mucho menos un humano. ¿Sabes quién soy yo, senescal?

—Un miembro de la Buena Gente, casi con toda seguridad un mago y probablemente de linaje cormanthiano, más bien joven... y totalmente desprovisto de prudencia y diplomacia —respondió Mardasper con frialdad—. ¿Hay algo más que deba saber? —Hizo que las gemas mágicas de la diadema despertaran y parpadearan, reforzándolas con el resplandor del cetro. «Puede que no todos tengamos bastones centelleantes, jovencito —pensó—, pero...»

Los ojos elfos llamearon de rabia y la fina boca se cerró con fuerza como las mandíbulas de una trampa de acero, pero el visitante se limitó a contestar:

—Si no puedo seguir adelante sin trabas... no.

Mardasper se encogió de hombros, y alzó los brazos del atril para llamar la atención del intruso de nuevo hacia el Cetro de la Dama. No deseaba un combate de hechizos aunque fuera contra un adversario débil, y no necesitaba las advertencias de los conjuros de protección ni el bastón que flotaba en el aire para saber que éste no era precisamente un adversario débil.

El elfo le obsequió con un rebuscado gesto de indiferencia, hizo ondear la capa al girar ostentosamente sobre los talones para marcharse, y apartó los ojos del senescal como si el hombre con el cetro no fuera más que una pieza de una escultura que se caía a pedazos. Al hacerlo, su mirada cayó sobre el abierto libro de registro; y de repente sus ojos llamearon con la misma fuerza que el ojo maldito del guardián.

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