La Tentación de Elminster (20 page)

El elfo giró en redondo otra vez y se lanzó al frente como una serpiente que ataca... y Mardasper casi tuvo que ponerle el cetro bajo las narices, mientras le espetaba:

—¡Tened cuidado, señor!

—¡Este hombre! —escupió el elfo, hundiendo un dedo afilado como una daga sobre el último nombre anotado—. ¿Sigue aquí?

Mardasper clavó el ojo en aquella mirada incandescente desde unos centímetros de distancia, mientras intentaba mantener alejado el temor de la suya aunque sabía que no lo conseguía. Tragó saliva una vez antes de declarar, con voz que sonó sorprendentemente tranquila en sus oídos:

—No. Estuvo aquí muy poco tiempo, esta mañana, y se marchó no hace mucho. En dirección oeste, creo.

El elfo rugió como una pantera enfurecida y, volviéndose, se encaminó a la puerta. El bastón lo siguió, dejando un reguero de negras llamas mágicas, al tiempo que dos grandes gemas de color verde del mango se iluminaban y adquirían un extraño aspecto de ojos.

—¿Quieres dejar un mensaje a este Elminster, por si vuelve a detenerse en la torre? —ofreció Mardasper con el tono de voz más grandilocuente y fatídico que pudo encontrar, mientras el elfo arrancaba casi de sus goznes la puerta para salir—. Muchos lo hacen.

El elfo se volvió en el umbral, y dejó que el bastón volara hasta su mano antes de contestar en tono desabrido:

—¡Sí! Dile que Ilbryn Starym lo busca y estaría encantado de hallarlo dispuesto para nuestro encuentro. —A continuación salió hecho una furia al exterior, cerrando la puerta tras él con un portazo. El prolongado retumbo dejó muy clara la violencia con que había sido cerrada.

Mardasper la contempló con fijeza hasta que los hechizos de protección le indicaron que el elfo se había marchado. Luego se pasó una mano por la frente empapada de sudor y casi se desplomó sobre el atril, aliviado.

El Cetro de la Señora centelleó una vez, y estuvo a punto de soltarlo. Aquello había sido una señal, no había duda... pero ¿había sido una señal tranquilizadora?, ¿u otra cosa?

Mardasper sacudió el cetro ligeramente, con la esperanza de conseguir algo más, pero, como ya esperaba, no sucedió nada más. ¡Ah, vaya con el Tejido! ¡Maldita sea! ¡Por los Siete Hechizos Secretos de Mystra...!

Siguió rezongando incoherente unos instantes más, pero controló el impulso de arrojar el cetro lejos de sí. El último senescal de la torre Moonshorn que había hecho eso había acabado convertido en un puñadito de cenizas que cabían en la palma de la mano. La de Mardasper, para ser más correctos. El guardián regresó a sus dependencias bajo un pesado manto de pesimismo. ¿Había hecho lo correcto? ¿Qué pensaba Mystra de él? ¿Debería haber intentado detener al elfo? ¿Había acertado al dejar entrar allí a Elminster? Desde luego aquel hombre podría haber sido el famoso Elminster, Aquel que Anda. No, aquél debía de ser un anciano decrépito ya, y sólo Mystra...

Tragó saliva. Se iba a pasar toda la noche y bastantes días más dándole vueltas a todo aquello. Sabía que iba a ser así.

Depositó la diadema y el cetro con exagerada solicitud; luego se recostó en su asiento, suspiró, y contempló las oscuras paredes un buen rato. Los sacerdotes de Mystra habían sido muy concretos: un día en el que cualquier bebida fuerte de la clase que fuera cruzara sus labios no contaba para la puntuación de sus servicios.

Pues sí. Sacó lentamente los tres gruesos tomos colocados en un extremo de la estantería más cercana, introdujo la mano en la oscuridad del fondo, y la sacó sujetando una gran botella polvorienta. ¡Al Abismo y más allá con los sacerdotes de Mystra y sus fastidiosas normas!

—Mystra —preguntó en voz alta, mientras descorchaba la botella—, ¿lo hice muy mal?

El corcho relució entre sus dedos como una estrella luminosa durante un fugaz instante... y regresó al interior del gollete con tal violencia que brotó sangre de su pulgar e índice, y ambos dedos quedaron como entumecidos. Mardasper los contempló fijamente unos segundos y luego volvió a guardar la botella con sumo cuidado.

—¿Y eso significaba bueno... o malo? —preguntó a la penumbra, lleno de perplejidad—. ¡Vaya! ¿Dónde están los sacerdotes cuando los necesito?

—¡Sooo! —chilló Tabarast—. ¡Sssoooo...!

El grito finalizó con un golpe sordo al chocar sus posaderas violentamente contra la carretera, proyectando polvo en todas direcciones. La mula se detuvo un paso más allá, le dedicó una mirada reprobadora, y se quedó aguardando con aire lúgubre.

Beldrune rió disimuladamente mientras adelantaba a su jadeante colega, instando a su montura con un pequeño látigo adornado con plumas, las magníficas botas extendidas hacia afuera como colmillos a ambos costados de su mula.

—¡Pareces haberle tomado mucho cariño al fértil Faerun que pisamos, amigo Barast! —comentó jovial, momentos antes de que su mula se detuviera bruscamente junto a la que había estado montando el otro mago.

Perdido el equilibrio, Beldrune cayó por encima de la cabeza de su montura con un grito sobresaltado y efectuó una voltereta que lo llevó a aterrizar sobre el camino con un violento golpe. Tabarast hizo una mueca al observar su caída, pero a continuación estalló en una ahogada carcajada cuando las dos mulas intercambiaron miradas, parecieron llegar a una especie de acuerdo, y decidieron avanzar a una para pisotear al gimoteante Beldrune.

Sus gemidos se convirtieron en alaridos de rabia y dolor, y agitó los brazos violentamente hasta conseguir verse libre de cuerpos sucios de mula y cascos llenos de barro.

—¡Por el amor de Mystra, ayúdame! —gritó.

—Levántate —indicó Tabarast sombrío, tirándole del pelo—. Este Elegido debe de encontrarse ya a mitad de camino de a donde sea que vaya, y nosotros no podemos ni mantenernos sobre las sillas de dos mulas diminutas, ¡por la Gran Vara Mágica! ¡Levántate, Drun!

—¡Ah! —aulló Beldrune—. ¡Suelta mis cabellos!

Tabarast hizo lo que le pedían, y la cabeza de su compañero volvió a chocar contra el suelo con un porrazo que sonó como un eco menor del que había recibido el mago de más edad antes. Su colega más joven se embarcó en un largo e incoherente juramento, pero el otro no le hizo el menor caso, y se alejó cojeando para recoger las riendas de las muías antes de que los animales traspusieran la siguiente elevación, y desaparecieran.

—Te he traído la mula —explicó al otro mago, que seguía rugiendo de espaldas sobre la carretera—. Sugiero que andemos junto a ellas durante un tiempo. Los dos parecemos haber perdido la práctica de montar.

—Si a lo que te refieres es a que nos caemos demasiado —masculló Beldrune—, entonces realmente hemos perdido la práctica... ¡pero no la recuperaremos a menos que montemos y cabalguemos!

Uniendo la acción a la palabra, se alzó hasta la silla de la mula de Tabarast, con la esperanza de que el cambio de montura mejoraría en algo su forma de montar.

La mula giró un ojo para contemplar a Tabarast de pie a su lado mientras otro ocupaba ruidosamente su lomo y no se movió un centímetro.

Beldrune le chilló y tiró de las riendas como si arrastrara un pez monstruoso. La mula sintió cómo tiraban violentamente de su cabeza hacia arriba y atrás, y decidió intentar arrebatarle las riendas a su jinete, o metérselas en la boca a base de repetidos forcejeos, en lugar de dar un simple paso al frente.

El mago hundió los tacones, deseando poder llevar espuelas, y golpeó los flancos del animal con fuerza.

La mula salió disparada hacia adelante y dio un salto en el aire.

Beldrune cayó de espaldas con lo que podría haber sido un sollozo de desesperación, aterrizó sobre un hombro, y rodó por el camino. Su espléndido jubón se fue transformando rápidamente en harapos manchados de barro y excrementos a medida que rodaba por un buen trecho de carretera antes de entrar en contacto —una violenta colisión que hizo temblar todas sus hojas, para ser más precisos— con un par de foscos que se alzaban junto al camino.

Tabarast agarró las riendas de la refunfuñante mula —hasta el momento no había sabido que las mulas pudieran refunfuñar—, se aseguró de que seguía sujetando la brida del otro animal, y miró carretera abajo.

—¿Ya has acabado de jugar a los caballeros valientes a caballo? —le espetó—. Tenemos una importante misión, ¿lo recuerdas?

Un Beldrune tumbado cuyas piernas estaban apoyadas casi en vertical en el tronco del árbol volvió la borrosa mirada durante unos instantes hacia su colega, antes de desenroscarse para regresar a la carretera. Una vez en pie de nuevo, se sacudió una tonelada de polvo de los cabellos con una mano —haciendo una mueca a causa del dolor en la espalda que tal actividad le causaba— y gruñó.

—¡Con todos esos gritos tuyos, apuesto a que Elminster se encuentra ya a más de cuarenta granjas de aquí!

El árbol pareció estremecerse unos segundos, pero ninguno de los dos afamados magos lo advirtió.

6
En la Roca Hendida

Que las rocas se partan y el mundo se torne diferente,

la proxima vez que tales dos se encuentren,

con el caos aullando en el cielo

y el engaño deslizándose por sus pies como una serpiente.

Autor desconocido

de la balada
Encuentros múltiples
,

compuesta antes del Año del Duodécimo Imperio

La luz solar caía con fuerza, y Elminster sonrió. Se encontraba todavía en territorios que no había visto nunca, pero más de un granjero a lo largo de la empinada carretera le había asegurado que se dirigía hacia la Roca Hendida.

Como era su costumbre, El echó un vistazo a su espalda para comprobar si alguien lo seguía; luego miró al cielo. Adoptar el aspecto de un pájaro había sido una de las tácticas favoritas de los magos elfos que no contemplaban con buenos ojos al primer humano que había penetrado en su agradable mundo, y cambiado Cormanthor para siempre. Sin embargo, en estos instantes, ambos lugares parecían vacíos de enemigos... y de todo ser vivo, bien mirado.

Se preguntó por un instante cuánto camino llevarían recorrido aquellos dos magos traqueteantes desde la tarde anterior a lomos de sus recalcitrantes mulas. Rió por lo bajo. Teniendo en cuenta lo caprichosa que podía ser Mystra, sin duda no tardaría en averiguarlo.

El cielo estaba azul y despejado, y soplaba un vientecillo fresco que no llegaba a ser helado; era un día fantástico para caminar, y el último príncipe de Athalantar se sentía a gusto en él. Inmensos campos de labranza con muros de cascotes se extendían a ambos lados de la carretera; aquí y allá, cantos rodados demasiado grandes para que se pudiera moverlos se alzaban por entre los cultivos a modo de indicadores de túmulos o de hocicos de gigantescos monstruos petrificados del mundo subterráneo...

Era evidente que estaba recordando demasiadas baladas líricas, y muy pocas horas de arar y echar forraje. El aire poseía ese olor húmedo y terroso de la tierra recién labrada, y, si cierto athalante debía recorrer Toril a pie y solo, días como éste al menos hacían que uno se sintiera vivo y no como un superviviente chocho que se encaminara tambaleante hacia la sepultura.

El cantarín rumor de una veloz corriente de agua llegó a oídos de Elminster procedente de algún punto a su izquierda, y, al trasponer la cima de la colina siguiente, su origen se hizo visible. Un arroyo corría raudo, abriéndose paso a través de los campos por una angosta y profunda garganta. Más adelante, discurría junto a la carretera durante un trecho, en su caída desde lo que debía de ser un molino.

¡Perfecto! Según el último granjero consultado, aquél debía de ser el Molino de Anthather; un edificio alto construido con piedras sin pulir, que se elevaba sobre una bifurcación del camino. Una bifurcación que, como era natural, carecía de todo letrero.

El arroyo brotaba del estanque situado bajo la presa del molino, tras dejar atrás una rueda que crujía sin cesar; y unos hombres manchados de blanca harina cargaban una carreta junto al camino, añadiendo abultados sacos a un montón que resultaba ya impresionante. Los caballos tendrían que tirar de lo lindo. Uno de los trabajadores descubrió a El y murmuró algo, y todos los hombres levantaron la mirada, estudiaron al desconocido, y volvieron a su tarea, sin que ninguno de ellos interrumpiera ni por un instante la labor de alzar, lanzar y arrastrar sacos.

Elminster extendió las manos para mostrar que no pensaba sacar ninguna arma, y se detuvo junto al hombre que tenía más cerca.

—Bien hallado —saludó—. Busco la Roca Hendida, y no sé qué camino tomar desde aquí.

El hombre le dedicó una mirada extraña, señaló la carretera que giraba hacia la izquierda, y contestó:

—Es muy fácil de encontrar, sí. Todo recto por ahí, andando a buen paso; no tiene pérdida. Pero lo que hay allí no es más que una piedra, se lo advierto; allí no hay nada.

—Voy a consecuencia de una especie de promesa —repuso El con una sonrisa, encogiéndose de hombros—. Os doy las gracias.

El molinero asintió, lo despidió con la mano, y bajó la mirada a la espera del siguiente saco. En cierto modo más tranquilo, Elminster siguió andando.

Necesitó varias horas de camino, pero no tuvo problemas para localizar la Roca Hendida. Alta y negra como la brea, se alzaba de entre los árboles achaparrados como un enorme cono con aspecto de yelmo... partida limpiamente en dos, con la carretera pasando por la abertura. No se veían granjas por la vecindad, y El sospechó que la Roca disfrutaba de la acostumbrada reputación de estar «encantada» o poseer los malignos poderes que tales lugares solían entrañar, siempre y cuando alguna religión u otra no los considerara sagrados.

Sus ojos no descubrieron sigilos, altares o señales de que alguien viviera allí cuando dobló la última curva y vio lo grande que era el peñasco. La hendidura tenía al menos la altura de seis hombres, y el sendero que la atravesaba era largo y oscuro. Las superficies interiores de la piedra estaban húmedas por la filtración de aguas subterráneas, y una neblina apenas visible flotaba a ras del suelo en la abertura.

Y allí alguien lo aguardaba de pie. Siempre se podía contar con Mystra.

Elminster siguió andando decidido hasta penetrar en la abertura, con una sonrisa afable en el rostro a pesar de que algo en su interior le decía que su libertad de vagar por ahí acabaría en este lugar... amén de otros presentimientos menos halagüeños aun.

Tales recelos no se vieron disminuidos por lo que vieron sus ojos. La figura que tenía delante era humana y muy femenina. Estaba sola y no llevaba manto; su vestido era de color oscuro, y su figura alta y esbelta. Una palabra la definía a la perfección: peligrosa.

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