La Tentación de Elminster (57 page)

—Todas lo necesitamos —manifestó ella con severidad—, después del susto que nos diste. Pero lo que más necesitamos es algo de comer. No puedo malgastar esta cosa valiosa —agitó la varita con la apostura de un mago guerrero veterano—, haciendo pedazos más pájaros y animales pequeños que nos ponen enfermas con sólo mirarlos... y las cosas que sé que se pueden comer se han acabado.

—No soy un gran cocinero —le contestó El.

—¿Para qué te ha enviado Mystra entonces? —preguntó ella con brusquedad, suspirando, y a continuación señaló con la varita—. Usamos ese trozo del arroyo bajo el tronco para lavarnos, y bebemos aquí arriba. Cambia a Laer, y yo iré de caza. Tormenta estará...

—Vigilándote —intervino ésta de repente, alargando una mano para sujetar la barba de Elminster—. Para proteger a Laer. Sé agradable... como tu barba. Agradable.

Elminster le sonrió, y descubrió que tenía un nudo en la garganta y las lágrimas amenazaban con hacer su aparición, de modo que las abrazó a todas con fuerza y se echó a llorar abiertamente; conocía sólo una pequeña parte del largo y duro camino que aguardaba a estas tres pequeñas en los años venideros.

Laer gorjeó satisfecha por estar tan cerca del hombre que había hecho desaparecer su dolor, pero Tórtola le dio un prosaico golpecito en un lado de la cabeza y le espetó:

—Deja de llorar. Pronto será de noche, y tenemos que comer.

Las lágrimas de Elminster se transformaron en una risita ahogada, y de repente se echó a rodar por el polvo con tres chiquillas juguetonas y alegres abrazadas a sus cabellos y barba.

¿Durante cuántos años iba a tener que hacer esto?

Del lagarto asado ya no quedaban más que huesos, escamas chamuscadas y un agradable aroma. Su salsa de bayas machacadas había sido algo tosca, pero era un principio, y había descubierto que ninguna de las niñas tenía ropa suficiente para mantenerse caliente mientras dormía, y aun menos para tener un aspecto decente; por fortuna, su capa podía facilitar tranquilamente tres mantas lo bastante grandes para envolverlas bien. El sol empezaba a ocultarse, y, cuando El alzó la vista hacia el bosque sumergido ya en el crepúsculo, distinguió los ojos de Mystra, que lo contemplaban por entre sus enmarañadas ramas.

Contempló con fijeza aquellos ojos impregnados de profundo misterio, que le transmitieron su amor y comprensión y afectuosa admiración, y le envió por su parte una silenciosa oración en solicitud de guía. No se movió hasta que todo quedó sumido en las tinieblas, y la noche se adueñó de la tierra.

Una mano pequeña se apoderó de una de las suyas. Dioses, sí que podían moverse en silencio estas tres pequeñas; o, al menos, con suficiente sigilo para que el cántico de los insectos ocultara el sonido de sus movimientos.

—¿No deberías estar durmiendo? —musitó él bajando los ojos.

Tórtola le tiró de la mano.

—Tío Barbadebrujo —dijo ella—, está oscuro, y no puedo dormir hasta saber que tú nos proteges de los lobos y todo eso. De lo contrario tendré que estar despierta con mi palo. Estoy cansada. ¿No sería mejor que entráramos?

Él la miró, sintió que las lágrimas volvían a agolparse en sus ojos, y dedicó una veloz mirada a las estrellas cada vez más brillantes sobre su cabeza.

—Señor —insistió ella casi con severidad, tirando de nuevo de su mano—, ¿no sería mejor que entráramos?

Elminster suspiró, dedicó a las estrellas una última mirada, con el corazón acongojado, y respondió:

—Sí, supongo que tienes razón. ¿Por qué no me enseñas el camino.

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