Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Luciendo todavía la cruel sonrisa, el rostro cerró los ojos y se encogió de nuevo bajo la forma de una columna de fuego, para luego desvanecerse. En unos instantes las llamas volvieron a hundirse en la runa, y ésta se apagó, convertida en una serie de oscuras hendiduras en el suelo de piedra.
—¿Os afectó esa maldición? —quiso saber el mago, dándose la vuelta y dirigiéndose a un punto desde el que pudiera ver a Saeraede.
La mujer elevó una comisura de la hermosa boca en una sonrisa irónica.
—Jamás... ni tampoco ha afectado nunca a nadie, pues no es más que un farol. Créeme; lo he visto muchas veces durante estos años, cada vez que echaba excesivamente en falta la visión y el sonido de otro humano. Es una advertencia vacía, nada más.
El asintió, temblando casi en su ansiedad, y preguntó:
—¿Cómo se pueden ver las escenas que contienen las otras runas... y qué hay en cada una?
—En esta runa de aquí —señaló ella— descansan dos de los hechizos más destructivos creados por Karsus, magia que nadie más ha conseguido alcanzar desde entonces, así como un escudo defensivo de incomparable resistencia y un conjuro curativo. Los depositó juntos por si su nuevo ser tuviera la urgente necesidad de combatir.
El dedo se movió para señalar otro punto.
—La runa de allí contiene otros cuatro conjuros, tan poderosos como los hechizos de combate pero de una utilidad más mundana. Uno crea una especie de minimundo que sirva como fortaleza al mago que luego puede usar su magia para modificarlo a voluntad; uno detiene y retiene las aguas de un río mientras se cava un nuevo curso para su lecho; otro puede escudar una zona de modo permanente contra hechizos o conjuntos de hechizos específicos, de modo que, por ejemplo, puede permitir el acceso a un rayo pero no a una secuencia de rayos; y el último puede cuidar amorosamente y mantener indemne a un ser humano mientras se le altera permanentemente un miembro o un órgano. Karsus utilizaba ése muy a menudo para mover el corazón o el cerebro a lugares inesperados, o para injertar zarpas donde había habido manos, u ojos extra de otros; incluso dio agallas a algunos hombres a fin de que trabajaran bajo el mar para él, según recuerdo.
Saeraede agitó la mano en dirección a la curva hilera de runas.
—Las otras contienen magias menores, cuatro en cada una. El mismo Karsus demuestra cómo efectuar todos los conjuros, indicando inconvenientes, detalles y estrategias.
Observó la avidez que iba apareciendo en el rostro de Elminster y reprimió una sonrisa. Lo había visto tantas veces antes... Al parecer, incluso los Elegidos eran como niños ansiosos cuando se les ofrecían juguetes nuevos. Esperó a que llegara la pregunta que sabía que llegaría.
Elminster se lamió los labios, que sentía repentinamente secos, antes de decir con calma:
—Pregunté cómo se podían activar estas runas, señora, para ver lo que hay en su interior... y no habéis respondido a eso. ¿Existe algún secreto ahí, algún peligro o advertencia?
—No, señor. —Saeraede le dedicó una cálida y acogedora sonrisa—. Puesto que no eres Karsus y no eres capaz de llevar a cabo los conjuros que responden sólo a los de su sangre, no es más que una cuestión de tiempo... y paciencia.
El enarcó una ceja interrogadoramente, y la sonrisa de la mujer se amplió y adquirió una cierta tristeza.
—Sólo yo puedo activar las runas —añadió en voz baja la mujer del trono—, y sólo puedo invocar el poder de una al mes, mediante un hechizo anónimo que Karsus ligó a mi persona. Es un hechizo que no sé cómo conjurar, ni puedo enseñárselo a otro. Sólo puedo invocarlo en el momento correcto... y no dudo de que es ése el único motivo de que yo todavía exista.
Elminster abrió la boca para decir algo, los ojos iluminados por un fuego vehemente, pero Saeraede levantó una mano para acallarlo, y añadió:
—¿Preguntas sobre un peligro? Hay uno, y es como sigue: deben de haber transcurrido muchos años desde que me encerraron aquí, ya que mis poderes han perdido mucha de su fuerza. Puedo despertar una runa, y nada más. Abrir una segunda me destruiría... y toda la magia aquí guardada se vertería y perdería, ya que no puede subsistir sin mí.
—¿De modo que no hay forma de ver los hechizos que Karsus guardó aquí... o, al menos, no más de cuatro de ellos?
—Existe una forma —respondió ella en voz baja, los ojos fijos en los de él—. Si usas el último hechizo del que hablé, no para proporcionarme agallas o una cola, sino para transmitirme energía mágica: la magia de otro hechizo que cura, o imparte vitalidad, o deposita el flujo vital del poder del Arte en objetos, para recargarlos.
—¿Y debemos permanecer aquí un mes, para contemplar la runa que contiene ese conjuro? —Elminster frunció el entrecejo pensativo.
Saeraede extendió las manos.
—Me liberaste y despertaste la primera runa. Yo todavía puedo activar una runa... y te debo la vida. ¿Te gustaría ver la runa de la que te hablé, la que contiene el conjuro que me permitirá vivir para abrir las otras para ti?
—Me gustaría —respondió El con ansia, avanzando.
Saeraede se alzó del trono y levantó las manos a modo de advertencia.
—Recuerda —dijo solemne—, verás a Karsus enseñándose a sí mismo cómo conjurar esos hechizos, y la runa quedará luego inerte para siempre; sus hechizos, hechizos que ni tú ni ningún mago vivo puede hoy conjurar, se perderán para siempre.
Se alejó dos pasos de Elminster y luego se volvió hacia él, señalando con el dedo la runa.
—Si deseas conservar su poder y poder verla de nuevo luego, existe un modo... pero requerirá toda tu confianza.
Las cejas de Elminster volvieron a alzarse, pero él se limitó a decir:
—Seguid.
La mujer extendió las vacías manos en el antiquísimo gesto que los comerciantes usan para demostrar que están desarmados, y repuso con suavidad:
—Puedes canalizar energía al interior de la runa a través de mí. Tócame mientras permanezco sobre ella, y haz que tu hechizo tenga a la runa como objetivo. Los vínculos que Karsus introdujo en mí me mantendrán libre de todo daño y descargarán toda la furia de tu magia en la runa. Un hechizo potente debería conseguirlo... o dos menores.
Los ojos del último príncipe de Athalantar se entrecerraron.
—Que Mystra me ampare —murmuró, alzando una mano de mala gana.
—Elminster —imploró Saeraede—, te debo mi vida. No deseo hacerte ningún daño. Toma todas las precauciones que consideres apropiadas: una venda, ataduras, una mordaza... —Extendió los brazos hacia él, las muñecas cruzadas una sobre la otra en un gesto de sumisión—. No tienes nada que temer de mí.
Despacio, el mago se adelantó y tomó su fría mano entre las suyas.
El retumbo de la lengua de un rey puede hacer derramar más sangre que su propio peso en oro antes del amanecer del día siguiente.
Mintiper Luna de Plata, bardo
De la balada
Grandes cambios ven la luz
,
interpretada por primera vez aproximadamente el Año de la Espada y las Estrellas
La mano de Saeraede estaba fría, más fría que los ríos helados en los que se había sumergido, más fría incluso que el contacto con el azul hielo glacial que en una ocasión había abrasado su piel desnuda.
¡Dioses! Elminster luchó por respirar, demasiado aturdido para gemir. El rostro tan próximo al suyo no mostraba el menor atisbo de triunfo, sólo una ansiosa preocupación, y El contempló aquellos hermosos ojos y rugió su dolor en un grito inarticulado que resonó en toda la caverna.
Se vio contestado al cabo de un instante por un rugido aun más potente, un tronar que sacudió la cueva y hendió su penumbra con un fogonazo de luz. El fogonazo incendió momentáneamente todas las runas, y envió a una figura delgada y furtiva a refugiarse apresuradamente de nuevo en su grieta, sin que nadie la viera.
Uno de los mejores hechizos de la mujer, destrozado como una copa de cristal arrojada contra las piedras; y no podía tratarse de nada que hubiera hecho este mago impotente y estremecido que tenía en su poder. Ah, vaya suerte negra la suya: ¿existían hechizos en un Elegido que pedían auxilio por sí mismos?
Saeraede se irguió, los ojos llameantes, y rugió:
—¿Quién...?
La luz que descendió veloz por el pozo esta vez no fue un fogonazo destructivo sino una columna dorada de hechicería más duradera. Cuatro figuras descendieron merced a su magia hasta la cueva del trono, con las botas por delante.
Tres de los hombres de aquella pilastra de luz eran ancianos y corpulentos y se mostraban asombrados: Caladaster, Beldrune y Tabarast contemplaban con un temor reverencial a su compañero. El silencioso Arpista acababa de romper un hechizo que había sacudido los árboles a su paso, al mismo tiempo que arrancaba una gruesa losa del suelo con sólo un gesto de su mano. Se había adelantado unos pocos pasos, les había sonreído tranquilizador, y con otro gesto los había introducido en el interior de una luz fulgurante que los había transportado pozo abajo a todos juntos, envueltos en su protectora luz.
—Elminster —llamó el cuarto hombre en tono tajante, mientras sus botas tocaban la piedra del suelo con la misma suavidad con que una pluma besa el suelo—, apártate de esas runas. Mystra nos prohíbe hacer lo que intentas.
Un Elminster jadeante que acababa de recuperar el poder del habla se volvió con un torpe balanceo, las piernas estremecidas, y dijo con aspereza por entre unos labios finos y azulados:
—Mystra nos prohíbe hacer, no mirar. ¿Quién eres?
El hombre sonrió ligeramente, y sus ojos se convirtieron en dos lanzas de fuego mágico que atravesaron la caverna en dirección a Saeraede.
—Llámame... Azuth —respondió.
—El hechizo volvió a fallar, se... señor —anunció el hombre de la túnica con voz no demasiado firme.
Lord Esbre Felmorel asintió con frialdad.
—Tienes nuestro permiso para retirarte. Pero no te marches a donde no podamos llamarte con premura, si fuera necesario.
—Señor, así lo haré —murmuró el hechicero. No es que echara a correr, exactamente, cuando abandonó la estancia, pero los ojos de los dos guardas de la puerta parpadearon cuando pasó.
—Nasmaerae...
Lady Felmorel alzó unos ojos tristes hacia los de él y dijo:
—Esto no tiene nada que ver conmigo, señor. Oraciones al muy divino Azuth son lo más cerca que estoy del Arte ahora. Lo juro.
—Estad tranquila, señora. —Una mano grande y velluda se cerró sobre la de la mujer—. Yo tampoco he olvidado aquella dura lección; sé que tú tampoco la olvidas, y no la transgredes. He visto tu sangre sobre las baldosas ante el altar, y te he visto rezando. Te humillas como sólo puede hacerlo quien cree de verdad.
Una sonrisa apareció en sus labios unos instantes, y volvió a desaparecer.
—Asustas más a los hombres ahora de lo que jamás hiciste cuando gobernabas este castillo mediante tu hechicería, ya lo sabes. Dicen que hablas con Azuth cada noche.
—Esbre —musitó la dama, manteniendo los ojos fijos en los de él no obstante el rubor que había vuelto su rostro de un violento color rojo—, lo hago. Y estoy más asustada ahora mismo de lo que lo estaba cuando Azuth me despojó de mi Arte delante de ti. Toda la magia se ha descoyuntado, en todos los Reinos. ¡Volveremos a tener que remitirnos a la espada más afilada y a la astucia del lobo, y ninguno de los magos que tenemos contratados podrá ayudarnos!
—¿Y qué hay de malo en confiar en espadas afiladas y en los fuertes brazos y la astucia de los guerreros?
—Esbre —susurró lady Nasmaerae, rozando con sus labios los de él, lo bastante despacio para que él no dejara de percibir el brillo de las lágrimas contenidas que se agolpaban en sus ojos—, ¿cuánto tiempo podrás resistir a un enemigo tras otro sin los conjuros de nuestros magos para abatirlos por ti? ¿Cuántas espadas afiladas y cuánta astucia tiene una horda de orcos?
Un tintineo como de innumerables campanillas resonó en la estancia y casi ensordeció a Elminster, cuando el viento helado lo atravesó y lo redujo de nuevo a una helada parálisis. La espectral neblina que había sido Saeraede se movía en espiral a su alrededor, enroscándose y arrollándose; al parecer, sin haberse visto afectada por los haces de fuego que Azuth le había lanzado y que la atravesaron rugientes, para ir a chocar contra Elminster.
Hielo y luego fuego, fuego que lo levantó del suelo en un remolino de brumas y llamas que combatían entre sí, y que volvió a depositarlo tambaleante sobre el suelo, demasiado aturdido para hacer otra cosa que gimotear su dolor.
—Eh —farfulló Tabarast, por entre unos labios lívidos y temblorosos a causa del miedo—, ¡ese al que atacáis es nuestro Elminster, señor... ejem, su Divinidad!
—Libérate de ella —dijo en voz baja el Arpista que era Azuth, cuya mirada ya no llameaba, sino que estaba fija en el rostro de Elminster, contraído por el dolor— o estás acabado.
—Yo diría que estás acabado de todos modos —dijo una voz burlona desde lo alto. Y cinco bastones dispararon a una, arrojando una devastadora lluvia mortífera pozo abajo.
La Señora Suprema de los Acólitos se abrió paso a través de la negra cortina de cadenas colgantes, revestida de toda la cruel autoridad que la hacía tan temida entre el clero menor. El terrible látigo de púas colgaba sobre su hombro, listo para saltar al frente a la menor acción u omisión que la disgustara, y, bajo la astada máscara negra, su rostro lucía una sonrisa de cruel expectación. Incluso las dos guardianas sacerdotisas de la cámara se apartaron temerosas; ella hizo como si no las viera mientras seguía avanzando, taconeando sobre las baldosas con sus botas negras, altas hasta los muslos y rematadas en puntas de metal. Se abrió paso por entre las tres cortinas de tela hasta la zona más privada donde la Dama Tenebrosa se dedicaba a la contemplación: el estanque de Shar.
Una figura se movió en la penumbra más allá del estanque: una figura con un conocido tocado astado y un manto de profundo color morado. La Hermana Pavorosa Klalaerla cayó de rodillas al instante y extendió el látigo con ambas manos.
Con andar pausado, la Dama Tenebrosa rodeó las negras aguas y lo cogió de sus manos. La Señora Suprema de los Acólitos se inclinó al instante para besar las puntas afiladas como cuchillos de las botas de su superiora, y mantuvo la lengua sobre el frío y ensangrentado metal hasta que el látigo se estrelló sobre su espalda.