La Tentación de Elminster (17 page)

Pedazos de baldosas del suelo saltaron por los aires, perseguidos por reptantes rayos morados que surgían del destrozado ataúd. Los brazos de electro, destrozados y retorcidos en la caída, se fundieron cuando los rotos cetros que sostenían se destruyeron a sí mismos en medio de sus propias y enfurecidas llamaradas mágicas. Uno de los brazos lanzó un cetro totalmente intacto sobre el polvoriento pavimento del suelo justo antes de que las magias protectoras en descomposición centellearan a lo largo de todo el féretro, flotando silenciosas y anhelantes en el aire durante un largo y tenso momento de silencio, para luego dar paso a una sonora explosión que transformó el ataúd, el catafalco y todo lo demás en negro polvo que se desperdigó en todas las direcciones.

En medio del estrépito, el cetro del suelo emitió su propio y ahogado suspiro y se desvaneció, dejando un pulcro contorno de polvo que parpadeaba con suavidad.

El silencio se apoderó de la destrozada sala, y todo quedó inmóvil a excepción del polvo que descendía en remolinos.

Poco después, la luz de las estrellas brilló con mayor fuerza sobre el Ringyl de Tresset, hasta que un puntito de un resplandor blancoazulado se desgajó del cielo estrellado, para descender con suavidad como un gran fuego fatuo, brillante y decidido, en el centro de la derruida sala.

La luz fue a detenerse con cuidado a un palmo del suelo y flotó durante unos instantes por encima del polvo que había sido el cetro. Y el polvo chisporroteó como ascuas bajo el viento ante su cercanía.

Se produjo un fogonazo, un débil sonido de campanas tañidas al azar, muy lejos, y el polvo volvió a convertirse en un cetro, con una superficie lisa y nuevamente lustrosa, resplandeciente de poder acumulado.

Una mano femenina de dedos largos apareció de improviso de la nada, como surgida de detrás de una cortina, para tomar el cetro y levantarlo.

Centelleó una vez como una estrella al alzarse. A modo de respuesta, a la mano le creció un brazo de color marfileño, al brazo un hombro desnudo que giró para permitir que una reluciente cascada de cabellos oscuros cayera sobre él, y se elevó en forma de cuello, oreja, mandíbula... hasta llegar a un hermoso rostro de facciones delicadas. El rostro era frío, sereno y orgulloso, cuando hizo girar los oscuros ojos para contemplar la estancia en ruinas.

Las desperdigadas estrellas de cuarzo brillaron a modo de saludo cuando el resto del cuerpo creció o, más bien, se materializó, y se volvió con intrépida y tranquila elegancia para estudiar el destrozado lugar. Una hermosa hechicera de ojos oscuros sostuvo en alto el cetro como si se tratara de una guerrera enarbolando victoriosa una espada, y sonrió.

El cetro centelleó y desapareció, y la hechicera con él, dejando una repentina oscuridad tras ella, y sólo tres resplandores parpadeando en medio de la penumbra: las caídas estrellas de cuarzo. A medida que transcurría el tiempo, aquellos débiles fulgores se fueron extinguiendo hasta apagarse, uno a uno, y una oscuridad inanimada volvió a reinar en el Ringyl de Tresset.

—Divina Señora —dijo Elminster a las estrellas, de rodillas en el centro de lo que había sido su círculo de dagas, con el sudor del combate de hechizos reluciendo aún sobre su cuerpo—, he llegado aquí y he luchado, y tal vez matado, siguiendo tus deseos. Guíame, te lo ruego.

Se dejó sentir una suave brisa que agitó la maleza. El la observó, en tanto se preguntaba si era aquello una señal, alguna cosa maligna que sus palabras habían despertado, o simplemente el indiferente viento.

—He osado tocaros, y ansío volver a hacerlo. He jurado serviros y lo haré, si todavía me queréis a vuestro lado. Pero mostradme, os lo suplico, lo que debo hacer en estas tierras encantadas... pues me alegraría no tener que andar cometiendo errores, haciendo daño por culpa de mi ignorancia. Me horroriza no saber.

La respuesta fue inmediata. Algo blancoazulado pareció chasquear y arremolinarse tras sus ojos, para mostrar una escena en sus rendijas humeantes: Elminster allí y en ese momento, que se alzaba del suelo, recogía bolsa y capa y echaba a andar hacia el nordeste, con paso rápido y cierto apresuramiento. La escena se desvaneció en medio de un remolino para convertirse en otra a plena luz del día, donde dicha luz caía sobre una vieja torre achaparrada que más parecía un cono o un montículo que un airoso cilindro. Una amplia arcada mostraba una recia puerta de madera, sin foso ni defensas distinguibles, y en el arco aparecían una sucesión de fases lunares esculpidas en relieve. Elminster no había visto aquello nunca, pero la visión era muy clara; tanto que, incluso mientras se desvanecía, se inclinaba ya para recoger sus pertenencias e iniciar la marcha.

No tuvo más visiones. Asintió con la cabeza, musitó su agradecimiento a la noche, y partió.

El último príncipe de Athalantar no había dejado atrás ni tres colinas cuando un viento helado y tintineante revoloteó y brincó por el Ringyl, como una serpiente voladora de escarcha, y trepó por las laderas cubiertas de hierba hasta el lugar donde había estado el círculo del mago.

La cosa retrocedió ante el lugar, una sobresaltada voluta de fría luz estelar que describía un arco y se retorcía en el aire nocturno; luego avanzó despacio para recorrer el contorno de las protecciones que ahora habían desaparecido. Tras completar el círculo, el viento saltó a su centro con cierta indecisión, bailó y giró sobre sí mismo durante un rato justo encima del punto donde Elminster se había arrodillado a rezar, a continuación, muy, despacio, se alejó siguiendo los pasos del mago. Se irguió y centelleó una vez mientras se movía, casi como si mirara a su alrededor. Hambriento.

5
Una mañana en Moonshorn

Un mago puede visitar mundos y épocas en abundancia si abre los libros correctos. Por desgracia, en su lugar a menudo abren volúmenes llenos de hechizos, en busca de armas que les sirvan para obtener la sumisión de su propio mundo y época.

Claddart, del alcázar de la Candela

Cosas que he observado,

publicado aproximadamente el Año de la Ola

Se alzaba de entre las brumas matinales, oscura, vieja y deforme, más parecida a un tocón de árbol gigantesco lleno de fisuras que a una torre. El hombre insomne y tambaleante maldijo en silencio por centésima vez el mandato de Mystra de no usar magia innecesaria e hizo una mueca de dolor por culpa de las ampollas que las botas le estaban provocando. Había sido un largo y cansador viaje para llegar allí desde los territorios de la Señora de las Sombras.

Sí, esto era: la torre Moonshorn, tal y como la visión enviada por la Señora le había mostrado: relieves con las fases de la luna recorrían el desgastado arco de piedra que enmarcaba la maciza puerta negra atrancada y reforzada con bandas de hierro.

Cuando se acercó, la puerta se abrió y un hombre salió al exterior bostezando, se alejó unos metros de la torre arrastrando los pies, y vació un bacín en una zanja o pozo negro situado en algún punto entre la crecida maleza. En cuanto el vaciador del bacín se irguió, El descubrió que era un hombre de mediana edad dotado de una cabellera negra como ala de cuervo, facciones atractivas enmarcadas por unas patillas afiladas, un ojo normal —de un profundo color castaño— y un ojo que brillaba, blanco y refulgente, como una estrella lejana.

El hombre vio a Elminster y se irguió en cautelosa sorpresa durante un momento antes de retroceder a grandes zancadas para impedir el paso por la puerta abierta.

—Bien hallado —dijo, en un tono cuidadosamente neutral—. Te informo que soy Mardasper, guardián de este santuario de la Divina Mystra. ¿Tienes algún motivo para venir aquí, viajero?

Elminster estaba demasiado agotado para entregarse a un intercambio de agudezas, pero sí observó con cierta satisfacción que el modo como la luz matutina tocaba la torre coincidía con la visión que le había sido concedida la noche anterior... o a primeras horas de esta mañana o cuando fuera.

—Lo tengo —respondió él con sencillez.

—¿Veneras a la Divina Mystra, la Dama de los Misterios?

Elminster sonrió al pensar en lo escandalizado que se sentiría este Mardasper si supiera cuan íntimamente había venerado a Mystra cierto mago agotado y a punto de desplomarse.

—Así es —repuso.

Mardasper le dirigió una mirada penetrante, y el ojo llameante acuchilló al athalante; luego movió las manos en un casi imperceptible gesto que El reconoció como un hechizo para percibir la verdad.

—Todos los que entran aquí —dijo el guardián, gesticulando con el bacín como si se tratara de un cetro— deben obedecerme en todo y no realizar actividades mágicas sin ser invitados a ello. Cualquiera que tome o estropee ni que sea el objeto más pequeño que haya entre estas paredes pierde la vida, o al menos su libertad. Puedes descansar en el interior y coger agua de la fuente, pero no se facilita ni comida ni ninguna otra cosa... y deberás entregarme tu nombre y toda la magia escrita y objetos hechizados que lleves contigo, por muy insignificantes o benignos que sean. Todo ello se te devolverá cuando te marches.

—Acepto todas las condiciones —le contestó El—. Mi nombre es Elminster Aumar. Aquí está mi libro de hechizos y el único objeto mágico que todavía me acompaña: una daga a la que se puede hacer brillar como se desee, con fuerza o con una luz apagada. También puede purificar el agua y los comestibles que toca y está protegida contra el óxido; no le conozco ningún otro poder.

—¿Es esto todo? —exigió el guardián del ojo llameante, contemplando con fijeza el rostro de Elminster al tiempo que aceptaba el libro y la daga enfundada—. ¿Y es «Elminster» tu nombre auténtico y el que usas corrientemente?

—Esto es todo y, sí, Elminster es mi nombre —respondió el athalante.

Mardasper le indicó con un gesto que podía entrar, y penetraron en una pequeña estancia, oscura tras el brillo deja luz solar, que contenía un atril y mucho polvo. El guardián anotó el nombre de Elminster y la fecha en un libro mayor tan grande como algunas puertas que El había visto, y señaló en dirección a una de las tres puertas cerradas situadas tras el atril.

—Esa escalera conduce a los pisos superiores, donde se guardan los escritos que sin duda buscas.

—Te doy las gracias —repuso El con voz cansada, inclinando la cabeza.

«¿Escritos que sin duda busco? —pensó—. Bueno, tal vez sea eso...»

Se volvió, la mano sobre el tirador de la puerta, y entonces preguntó:

—¿Por qué otro motivo vendría un mago a la torre Moonshorn?

Mardasper levantó veloz la cabeza del libro mayor, y el ojo bueno parpadeó sorprendido. Elminster se dio cuenta de que el otro no se cerraba nunca.

—No lo sé —contestó el guardián, y su voz sonaba casi avergonzada—. No hay nada más aquí.

—¿Por qué viniste aquí? —inquirió El con suavidad.

El guardián clavó sus ojos en los de él en silencio durante unos minutos antes de responder.

—Si mi mayordomía aquí es fiel y diligente durante cuatro años, y dos ya los he dejado atrás, los sacerdotes de Mystra me han prometido poner fin al hechizo que pesa sobre mí y que yo no puedo romper. —Se señaló el ojo de mirada fija y añadió con toda intención—: Cómo conseguí esto es una cuestión privada. No hagas más preguntas al respecto, no sea que tu bienvenida se dé por terminada.

El asintió y abrió la puerta. Sondas mágicas canturrearon y rugieron a su alrededor unos instantes. Luego la oscuridad del otro lado de la puerta se convirtió en una telaraña que se encogía y retrocedía, que finalmente se deshizo para mostrar una sencilla y desgastada escalera de piedra que conducía arriba. Cuando el último príncipe de Athalantar posó la mano sobre la barandilla, dio la impresión de que aparecía un ojo sobre la pulida piedra justo más arriba de su mano y que éste le dedicaba un guiño... pero tal vez no fuera más que producto de su agotada imaginación. A continuación, ascendió por la escalera.

—¡A trabajar! —El mago medio calvo y barbudo vestido con una túnica manchada y remendada levantó el postigo e introdujo la barra que lo sostenía firmemente en su hueco, de modo que la luz solar se derramó por toda la habitación.

—Sí, Barast —asintió el hechicero más joven, envolviéndose las manos con una tela para que no se mancharan de polvo antes de sujetar la siguiente barra de apoyo—, comencemos a trabajar. Tenemos mucho que hacer, de eso no hay duda.

Tabarast de las Tres Maldiciones Cantadas lo miró por encima de los lentes con cierta severidad y lo reprendió:

—La última vez que pronunciaste tan entusiasta manifestación, queridísimo Drun, te pasaste todo el día con una bola campanilleante netherita, un juguete infantil, intentando hacer que rodara por sí sola.

—Como se suponía que debía hacer —repuso Beldrune del Dedo Torcido con expresión dolida—. ¿No es ése el motivo de que trabajemos tanto aquí, Barast? ¿Acaso no es una profesión magnífica la de recuperar y comprender los restos de la magia de los antiguos? ¿No nos sonríe a veces la Divina Mystra?

—Sí, sí, y sí también —concedió el otro quitándole importancia, y desterrando la cuestión como si fueran las sobras de un banquete celebrado tres días atrás—. Si bien dudo mucho que se sintiera impresionada por un esfuerzo fallido por resucitar un juguete. —Alzó la última barra de sostén—. Sin embargo, dejemos a un lado esa insignificancia y recapitulemos.

Introdujo la última barra en su hueco, la fijó con una palmada, y se volvió hacia la enorme e irregular mesa que ocupaba la mayor parte de la estancia y que, en algunos puntos, tocaba casi las imponentes y atestadas librerías alineadas a lo largo de las paredes.

Unas sesenta pilas de volúmenes se alzaban por doquier sobre una alfombra de rollos de papel y viejos trozos de pergamino, y notas más recientes que cubrían por completo la mesa; en algunos lugares los escritos formaban ya tres capas. Los papeles se mantenían planos sobre la superficie mediante toda una variopinta colección de gemas, anillos recargados y antiguos, pedazos de embrollado alambre o hierro forjado que en una ocasión habían formado parte de objetos de mayor tamaño, cráneos coronados por velas, y cosas aun más raras.

Los dos magos extendieron las manos sobre las páginas y las movieron en lentos círculos, como si un hormigueo en la punta de los dedos pudiera localizar el párrafo que buscaban.

—Cordorlar, escribiendo durante los días de decadencia de Netheril... los experimentos con sangre de dragón... —Su mano salió disparada al frente para agarrar un pergamino concreto—. ¡Aquí!

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