Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Se produjo un nuevo griterío, sofocado en un instante por el profundo retumbo producido por el barón Belundrar al avanzar dando bandazos hasta colocarse junto al trono. Con evidente desgana en su tono y furia en los ojos, manifestó:
—Comparto la rabia de muchos de los presentes ante el hecho de que un galadornio tenga tratos en secreto con los chacales de Laothkund. No obstante...
Calló para barrer la habitación con su mirada colérica, los verdes ojos llameantes bajo las espesas cejas negras y la apaleada nariz sobresaliendo como un cuchillo desenvainado, antes de seguir:
—No obstante, apoyaré esta solicitud de la corona, a pesar de lo intrigante que pueda parecer, en tanto que se mantenga la ley y el derecho. Galadorna debe ser gobernada por el más fuerte... y no puede convertirse en un territorio de puñaladas traperas e intrigas o ejecuciones mensuales.
Mientras el Oso retrocedía para inspeccionar mejor todas las puertas de nuevo, un murmullo de asentimiento acogió sus palabras; pero otra vez las conversaciones callaron al instante cuando otro barón se adelantó y alzó la voz.
—¡Un momento, valeroso Belundrar! Hablas como si no vieras una alternativa posible a esta intriga que has admitido, para proteger la seguridad de la hermosa Galadorna en los años venideros. Bien, pues, escúchame, y yo brindaré una oferta que no se haya ensuciado con tratos secretos con el enemigo.
Lord Tholone hizo caso omiso del gruñido instintivo de Belundrar y continuó, girando en un lento círculo con la mano extendida, para estudiar a todos los presentes.
—Habéis escuchado preocupaciones muy reales y leales con respecto a la seguridad de nuestro amado reino. Yo comparto ese amor por Galadorna y la preocupación por la protección de todos nosotros. Pero, a diferencia de otros, he estado ocupado no con siniestros tratos clandestinos, sino ¡reuniendo el mejor batallón de magos de este lado del mar!
Se escucharon bufidos e improperios cuando muchos guerreros expresaron su disgusto ante cualquier dependencia de hechiceros... y la presencia en el lugar de magos traídos de fuera.
Un Tholone de mirada gélida elevó la ronroneante voz un punto y continuó en tono firme:
—Sólo mis magos pueden garantizar la paz y prosperidad que todos buscamos. A aquellos que desconfían de la magia, les pregunto esto: si realmente se desea la paz, ¿por qué contratar o asociarse con guerreros sedientos de batallas? Galadorna no necesita precisamente gentes tan sanguinarias como gobernantes.
Dejó en ese punto un corto silencio para los murmullos de asentimiento; pero, en su lugar, en aquella sala repleta de cortesanos temerosos y guerreros a punto de estallar escuchó únicamente un silencio sepulcral, y añadió con rapidez:
—Controlo magia suficiente para convertir a Galadorna no sólo en un lugar seguro sino grande... y para ocuparme de cualquier traidor aquí presente que planee interponer otros intereses a la seguridad y reconstrucción del reino del Unicornio Carmesí.
—¡Bah! ¡No queremos tener hechiceros retorcidos gobernando el reino! —gritó alguien desde el apiñamiento de hombres acorazados que rodeaba al barón Hothal.
—¡Hechiceros retorcidos! —repitieron varias voces en tonos coléricos. El rey y el mago de la corte, Ilgrist, que permanecía junto al hombro real, intercambiaron miradas de pesaroso regocijo.
El tumulto, que había alcanzado el punto en el que las dagas empezaban a relucir aquí y allá a medida que eran desenvainadas, volvió a quedar repentinamente quieto y silencioso.
El más apuesto de los barones de Galadorna acababa de adelantarse; la sonrisa que encantaba a las damas galadornias con demasiada asiduidad centelleaba como un arma hábil y elegante. El barón Maethor podría muy bien haber pasado por un príncipe de la corona, tan magníficamente iba vestido, tan perfecta era la ondulante melena de cabellos castaños, y tan seguro de sí mismo era su porte.
—Me apena, hombres de Galadorna —dijo—, contemplar tanta ira y franca anarquía en esta cámara. Este fanfarronear de aquellos que se mueven espada en mano, y la despiadada intención de utilizarlas, es exactamente a lo que debe ponerse fin si queremos que la Galadorna que todos amamos se salve de convertirse en... un país indigno de ser salvado o de habitar en él; en otra madriguera más de un señor de la guerra.
Se volvió para pasear la mirada por la habitación, y la capa fruncida se arremolinó ostentosamente, mientras los ojos de todos los presentes estaban fijos en él.
—Por lo tanto —añadió—, mi deber para con el reino está muy claro. Es mi deber y así lo haré: apoyar a lord Tholone...
Se escuchó una exclamación general de sorpresa, e incluso Tholone se quedó boquiabierto. Maethor y Tholone estaban considerados por muchos como los barones más poderosos, y todo el reino sabía que no eran precisamente amigos.
—... el único hombre de entre nosotros capacitado para el cargo. Esta noche debo acostarme sabiendo que he hecho todo lo que podía por Galadorna... y sólo puedo hacerlo si lord Tholone concede gustosamente al más digno de confianza entre todos nosotros, al buen barón Belundrar, el cargo de senescal de Nethrar, con responsabilidad absoluta sobre la justicia en todo el reino.
Se escuchó un murmullo de aprobación; Belundrar contempló a Maethor parpadeando. El guapo y joven barón no recibía en balde el nombre de «el Elocuente Envenenador de Galadorna». ¿Qué era lo que tramaba?
Maethor dedicó a los presentes una última sonrisa y regresó rápidamente al interior de su protector anillo de apuestos ayudantes ataviados con sedas y cueros, y con dagas bastante conspicuas y listas entre los encajes.
Se elevó un murmullo de conversaciones excitadas ante esta sorprendente oferta muy prometedora para muchos. Un murmullo que se alzó con fuerza, para inmediatamente desvanecerse otra vez en un tenso silencio, cuando el último barón se deslizó por entre sus partidarios para escabullirse hasta el trono, lo cual puso a los guardas muy alerta hasta que Ilgrist les indicó con un gesto que se retiraran.
Feldrin dejó vagar sus enormes ojos castaños por la estancia. E1 delgado barón agitó las manos con su habitual nerviosismo, e inclinó la cabeza junto al oído del rey. Las ropas de Feldrin, magníficas pero mal cortadas, estaban empapadas de sudor, y sus cortos cabellos negros, por lo general lacios y pegados a su cráneo, parecían haber sido revueltos por un pájaro en busca de material con el que hacer un nido. Casi daba saltitos presa de temerosa excitación mientras musitaba en el oído real. Al otro lado del trono, Ilgrist se inclinó todo lo que pudo para escuchar, lo que arrancó una nerviosa mirada a Feldrin..
—Muy justa e inteligente majestad —susurró Feldrin, y un fuerte aroma a perejil emanó de su boca—, también yo, de una manera no tan osada, amo a Galadorna y quisiera, cueste lo que cueste, verla escapar de la sangrienta ruina que significaría una guerra entre nosotros los barones; por otra parte, he recibido información fidedigna sobre tres ambiciosos hidalgüelos de Laothkund que caerán sobre nosotros con los mejores mercenarios que puedan reunir si nos enfrentamos entre nosotros, para adueñarse de todo el territorio de Galadorna que les sea posible. Estos tres nobles han suscrito un pacto, por el que sus hombres no lucharán entre sí mientras cualquiera de nosotros siga vivo.
—¿Así pues? —gruñó el monarca, que sentía aversión por las amenazas y las intrigas cuchicheadas.
Feldrin se retorció las manos, los ojos castaños muy abiertos mientras recorrían la sala para averiguar quién podía estar lo bastante cerca para oírlo. Bajó aun más la voz y se inclinó también un poco más; Ilgrist alzó un puño con toda deliberación y dejó que el anillo colocado en su dedo corazón centelleara y brillara de modo que todos lo vieran. Si Feldrin sacaba una daga para matar al rey, sería la última cosa que hiciera.
—También yo apoyaré a lord Tholone, si vos, majestad, aceptáis mis condiciones... que, como os daréis cuenta, deben permanecer secretas. Son dos: que se ejecute a Hothal aquí y ahora... ya que nunca aceptaría ver a Tholone en el lugar donde estáis sentado vos ahora, y nos acosaría durante años, derramando la mejor sangre del reino...
—¿Incluida la de Feldrin? —masculló el rey, y casi esbozó una sonrisa.
—Bueno... yo... Sí, supongo, ejem. Y eso nos lleva al segundo riesgo: el mayor peligro para Galadorna es ese reptil sonriente de allí, Maethor. Necesito vuestra real promesa de que en un futuro próximo le acaecerá «un accidente». Ha sido un incansable tejedor de intrigas, indigno siempre de toda confianza, maestro en el arte de la mentira, la ocultación y el veneno; el país no lo necesita, quienquiera que ocupe el trono. —Feldrin casi jadeaba ahora, y chorreaba sudor por culpa del miedo que le provocaba su propia osadía.
—Y desde luego un tal Feldrin no necesita para nada a un rival tan bueno en lo referente a urdir intrigas —murmuró Ilgrist, en un tono tan bajo que es posible que sólo el monarca lo oyera.
El rey Baerimgrim alargó de repente una mano y agarró al noble por la barbilla. Tiró, arrastrando al barón hasta colocarlo ante él, y musitó:
—Acepto estas condiciones, siempre y cuando tú también las cumplas y no muera nadie más por tu mano, instrucciones o maquinaciones. Por tu propio bien, te impongo una condición, astuto Feldrin: cuando te endereces al apartarte de aquí, adopta una expresión preocupada, no satisfecha.
El monarca apartó de un empujón al cuchicheante barón, y elevó una voz que mostraba un temblor de debilitamiento, pero también la dureza de una orden.
—¡Lord Tholone! ¡Acercaos aquí, por el amor de Galadorna!
Se produjo un momentáneo y excitado murmullo —en algunos rincones del salón del trono, casi un grito— que fue seguido por un silencio intenso.
Del centro de la silenciosa y vigilante multitud surgió lord Tholone con pasos rápidos, el rostro una máscara satisfecha, los ojos desconfiados. Se percibió un débil olor a quemado en el aire a su alrededor; sus magos habían estado ocupados, y sin duda los cuchillos resultarían inútiles si los arrojaban contra él en ese momento o en un próximo futuro. Si es que —teniendo en cuenta el número de hechiceros y guerreros dispuestos a iniciar batalla y con los nervios a flor de piel— había un futuro para cualquiera de los presentes.
El silencio fue total cuando Tholone se detuvo ante el Trono del Unicornio, separado del rey sólo por la superficie roja y dorada del emblema del Unicornio Carmesí.
—Arrodillaos —ordenó Baerimgrim con voz ronca—, sobre el Unicornio.
Se produjo una ahogada exclamación colectiva; tal mandato no podía significar más que una cosa. El monarca se llevó las manos a la cabeza y, despacio, muy despacio, se sacó la corona.
Sus manos no temblaron en absoluto cuando la alzó sobre la cabeza inclinada de Tholone, en cuyo rostro había aparecido una sonrisa casi fanática, y anunció:
—Que todos los auténticos galadornios aquí reunidos hoy sean testigos de que en este día, por mi propia voluntad, nombro como mi legítimo heredero a es...
El rayo que salió despedido de la corona en ese instante ensordeció a los presentes y los arrojó con fuerza de espaldas contra los paneles de madera que cubrían las paredes. Baerimgrim y el Trono del Unicornio quedaron partidos en dos en medio de un negro torbellino, en tanto que la corona rebotaba con un sonido metálico contra el agrietado techo. Mientras las extremidades llameantes del que había sido el rey caían sobre los bamboleantes restos del trono, de la dorada cabeza de unicornio que lo coronaba brotó un sollozo.
El mago de la corte se mostró atónito por primera vez, y sacó veloz una varita al tiempo que clavaba la mirada en la pintada cabeza de madera. Pero cualquiera que fuera el hechizo que la había hecho hablar había desaparecido ya, y la cabeza se resquebrajaba y desmoronaba en una lluvia de astillas.
Ilgrist paseó la mirada rápidamente por toda la sala.
Feldrin yacía sin vida en el suelo, los brazos dos tocones carbonizados y el rostro destruido por el fuego, y Tholone estaba caído de espaldas, arañándose débilmente el rostro para arrancar el oropel del humeante estandarte que se había adherido a su rostro.
El mago de la corte disparó por encima de ellos, invocando todo el poder de la vara que empuñaba, y una auténtica nube de proyectiles mágicos inundó la estancia con su letal luz blancoazulada. No pocos de los hechicerillos de Tholone cayeron hechos un ovillo o resbalaron a lo largo de las paredes hasta el suelo, al tiempo que de sus ojos y bocas desencajadas brotaban volutas de humo; enseguida el aire se llenó de maldiciones y del centellear de las espadas mientras los hombres corrían de un lado a otro.
Un anillo de fuego se elevó entonces para rodear a IIgrist, y la varita que empuñaba escupió un último trío de proyectiles mágicos —que dieron de pleno en los magos que seguían en pie, e hicieron caer a uno— antes de hacerse añicos.
El mago de la corte dejó que sus cenizas resbalaran de su mano mientras paseaba la mirada con tranquilidad por el círculo de enfurecidos hombres armados y decía:
—No, Galadorna es demasiado importante para mí para permitir tal error. Baerimgrim era un buen rey y mi amigo, pero... basta un error para hacer caer a la mayoría de los monarcas. Confío en que el resto de vosotros, amables señores...
Con un alarido que estremeció la estancia, Belundrar el Oso se precipitó por entre las llamas, sin prestar atención al dolor, y saltó sobre Ilgrist.
El hechicero se limitó a dar un paso atrás, con toda frialdad, y alzó una mano. El cuchillo que sujetaba el barón pasó casi rozando oblicuamente la garganta de Ilgrist, pero chocó contra algo que lo partió en medio de una lluvia de chispas; el brazo del Oso fue lanzado hacia atrás, y la empuñadura salió volando hacia las galerías. El fuego que floreció en ese instante en la mano del mago cayó directamente sobre el rostro del noble, y el rugido de éste se convirtió en un borboteo durante los pocos segundos que su cuerpo ennegrecido y llameante tardó en estrellarse de bruces contra el suelo.
Ilgrist levantó una bota con delicadeza para permitir que el ardiente cuerpo resbalara junto a él.
—¿Quedan más héroes aquí, hoy? —inquirió con suavidad—. Mis manos siguen llenas de muerte.
Como si aquello hubiera sido la señal, el aire se llenó de dagas y espadas que hombres enfurecidos arrojaban contra el mago desde todos los rincones... y que se limitaban a estrellarse, sin excepción, contra una barrera invisible, antes de caer al suelo.