La Tentación de Elminster (30 page)

—¡Golpead! ¡Golpead o moriréis!

La mujer volvió a alzar las manos para invocar, y los látigos la azotaron con fuerza ahora. Su cuerpo dio una sacudida bajo los golpes, y un trocito de seda azul se desprendió; entonces ella siseó palabras de aliento a Ingrath y Delver, que la azotaron con más fuerzas, haciendo chasquear los látigos. Una tralla se arrolló a ella, dejando al descubierto uno de los pechos.

Con los siguientes golpes, los primeros verdugones aparecieron sobre Dasumia, y ésta les gruñó que golpearan con más fuerza aun. Los guardas obedecieron, indecisos al principio, luego con ganas cuando ella les gritó que la azotaran con mayor energía, mirándolos con fijeza del mismo modo en que en más de una ocasión había doblegado a Elminster con su fuerza de voluntad.

Delver e Ingrath se concentraron en su tarea, depositando en cada azote todo su miedo a morir allí y su resentimiento contra ella por haberlos cogido en una trampa. La sangre empapó la seda azul y la suave piel de debajo empezó a deshacerse veloz bajo una lluvia de golpes de unos látigos que relucían ennegrecidos por la sangre.

La reina parecía ahora más un animal despellejado y listo para asar que una mujer desnuda; pero, cuando Dasumia bajó los brazos y apoyó las manos en las caderas para explicar la siguiente parte del ritual, lo hizo como si hubiera estado arrogantemente vestida y diera órdenes a cortesanos arrodillados ante ella. No demostró el menor dolor a pesar de la sangre que manaba por sus extremidades, y se movió con calma y con el acostumbrado balanceo voluptuoso de sus caderas, mientras ordenaba a Ingrath que subiera al altar y se tumbara de espaldas.

Elminster se sentía cada vez más furioso. Furioso y lleno de repugnancia. Tenía que hacer algo. Tenía que detener esto.

Intentó recordar lo que en una ocasión había escuchado decir a un adorador de Bane borracho acerca de esta clase de ritual. ¿Ofrendas descuartizadas por sacerdotes que agitaban espadas afiladas, tal vez? ¿O una mano flotante de Bane que aplastaba a las víctimas entre sus dedos? Sí, eso era.

Dasumia se había subido sobre el guarda del altar y chillaba «¡Golpea! ¡Golpea!» a Delver, que se adelantaba de mala gana con su látigo para obedecer, cuando Elminster decidió que ya no podía seguir observando.

El látigo restalló con fuerza, dejando un reguero de sangre con cada azote, y El empezó a sentir un hormigueo de rabia y de energía intensificada, una energía que le producía punzadas en las puntas de los dedos.

Él era un Elegido de Mystra, aunque sólo recordara nebulosamente lo que ello había significado.

—Mystra —murmuró—, guíame.

Por muy diabólica que hubiera resultado ser su señora ama, no podía seguir contemplando sin hacer nada cómo su sangre se derramaba, ni cómo dos hombres buenos se acercaban cada vez más a su muerte. Aquella mano negra de detrás del altar se alzaría despacio y luego se inclinaría para aplastarlos... ¡tal y como empezaba a hacer ya!

Horrorizado, Elminster proyectó su mente, usando el único hechizo que podía soltar sin hablar ni moverse. Con un poco de suerte podría seguir siendo un cadáver anónimo durante unos instantes más. No actuó contra la mano —eso vendría luego— sino para incapacitar adversarios que sin duda caerían sobre él en cuanto fuera descubierto. Percibía ya la telaraña de conexiones que salía del altar, y con infinito cuidado separó una conexión de una monstruosidad con yelmo, para desviarla a una zona del techo situada más allá de aquel ser en lugar de cortarla directamente. Si pudiera dar un paso más antes de ser descubierto...

Dasumia se irguió y se sentó muy tiesa, sin hacer caso de las continuas dentelladas del látigo, y paseó una mirada airada por todo el templo, en busca del intruso. El se encogió de hombros y rompió las conexiones de la segunda monstruosidad con salvaje brusquedad.

Unos ojos oscuros y terribles lo taladraron. Luego, despacio, los labios de Dasumia se contrajeron en una sonrisa. La mujer se sentó en el altar, recostándose sobre un codo con aire divertido, y lo observó con atención.

En silencio, Delver e Ingrath empezaron a avanzar arrastrando los pies en dirección al mago. Evidentemente hechizados, se echaron los ensangrentados látigos que empuñaban sobre el hombro, listos para asestar el primer azote; las púas que habían mutilado tan horriblemente a Dasumia brillaban rojas con la sangre de la mujer mientras los guardas se acercaban bamboleantes, cada vez más cerca...

El hechizo cercenador del mago seguía activo, y él no se sentía muy dispuesto a malgastar otro conjuro cuando le aguardaba el duelo de su vida. Además, ¿de qué serviría romper el encantamiento que pesaba sobre los guerreros, cuando con otro conjuro —sin duda, un hechizo sin importancia para ella— la hechicera podía restablecerlo de nuevo?

Delver e Ingrath se aproximaron con pasos mecánicos y tambaleantes, los rostros en blanco e inexpresivos, los ojos horrorizados y desorbitados, suplicándole ayuda, misericordia o liberación...

El partió con brutal energía las conexiones que los controlaban. Sin hacer caso de sus cuerpos repentinamente contraídos y de sus incontrolados bufidos y alaridos, encauzó la conmoción provocada en sus mentes por la inversión mágica, y sintió el mismo dolor que ellos. Fue él quien aulló de dolor, pero ellos quienes cayeron blandamente al suelo, inconscientes.

Había funcionado. El descubrió que se había mordido el labio. Echó una ojeada al altar, pero Dasumia no se había movido; permanecía reclinada a sus anchas, riendo en silencio, y la sangre y las heridas de los látigos empezaban a desaparecer de su carne, desvaneciéndose como si no hubieran existido jamás.

Elminster aspiró con fuerza y echó una mirada a su espalda para asegurarse de que no había otras monstruosidades, ni adoradores de Bane recién llegados, ni cualquier otra clase de amenaza que pudiera atacarlo por detrás. No encontró nada, si bien le pareció distinguir un movimiento entre los cuerpos situados en la hilera de bancos más sumida en la oscuridad, justo al fondo, pero no estaba seguro y no vio nada cuando miró hacia allí con atención. No se atrevió a darle la espalda a Dasumia durante más tiempo.

Cuando giró, la encontró todavía tumbada con tranquilidad sobre el altar, toda de una pieza ahora y sin un rasguño, el cuerpo casi desnudo. La mujer lanzó una sonora carcajada, y El apretó los dientes para contener la furia que bullía en su garganta y, con un férreo control, llevó a cabo su siguiente conjuro con precisión. Señora ama o no, iba a hacer que aquella enorme mano negra flotante de piedra se estrellara sobre el altar. Iba a...

La mano se le resistió por completo, y las carcajadas de Dasumia se volvieron realmente jocosas mientras él gruñía y se esforzaba por moverla. Percibía los eslabones, podía insinuar su voluntad en su flujo, intentar agarrar la magia... y aquella cosa no le obedecía en absoluto, y se mantenía rígida como una barra de hierro a pesar de todos sus esfuerzos por moverla. Él era..., podía... No podía.

En medio de los abucheos de la reina de Galadorna, El abandonó el conjuro con un gruñido e invocó otro hechizo, ocultando a la mujer los movimientos de sus manos bajo el respaldo del banco que tenía delante.

Cuando estuvo listo, tras lo que pareció una eternidad, se levantó y arrojó su magia por entre las crueles carcajadas de la hechicera, aunque no a la letal y hermosa mujer del altar, ni al altar mismo, un bloque de piedra que palpitaba claramente con el flujo y reflujo de una magia que de ningún modo podría dominar. Sin embargo, el suelo bajo uno de sus extremos...

Las losas del suelo se alzaron, se pandearon, y estallaron en pedacitos, con un sinfín de chasquidos más sonoros que los producidos por el látigo. El suelo se onduló como si fuera agua, y pequeños fragmentos de piedra salieron proyectados contra la pared posterior del templo; de improviso todo se apaciguó, y se abrió un enorme pozo. Sin duda existían sótanos allí bajo en cuyo interior podía lanzar la tierra y las piedras con su magia, y por eso había conseguido despejar tan rápidamente el espacio.

Dasumia saltó del altar con tranquilidad para aterrizar de pie, frente a él. Sonrió aprobadora, le dedicó un saludo, y luego se volvió cuando el bloque de piedra que era el altar se estremeció, se balanceó y volcó, para deslizarse al interior de la sima con un estrépito atronador.

—Destrozado... ¡Qué destructivo te muestras! —comentó la mujer alegremente—. ¿Quieres destruir alguna cosa más?

A modo de sombría y muda respuesta, Elminster agarró una placa del extremo de su banco y la partió contra su rodilla, rompiendo la mano de Bane. Hechizos moribundos escupieron negras chispas. Arrojó los pedazos de madera al suelo y extendió la mano para coger la siguiente placa.

—¿Así que ha llegado por fin el momento de que celebremos un duelo, valeroso Elminster? —Dasumia rió—. ¿Estás listo por fin para enfrentarte a mí?

—No —casi susurró él—. ¿Habéis olvidado lo que os conté, la primera vez que nos vimos junto a la Roca Hendida? Sirvo a Mystra... y luego a Dasumia... y a continuación a Galadorna. Decidme: ¿a quién sirve Dasumia ante todo?

La mujer volvió a lanzar una carcajada.

—Las elecciones tienen su precio —contestó casi jubilosa—. Prepárate para pagar el tuyo.

Las manos de la reina se alzaron en un sencillo gesto, y casi de inmediato Elminster sintió una tirantez en la garganta, una sensación de ahogo que fue empeorando paulatinamente. Sus piernas y caderas parecían agitarse, las ropas empezaron a resultar tirantes... y enseguida más que tirantes.

Intentó incorporarse, y descubrió que sus dedos se estaban volviendo rechonchos e hinchados, igual que desemparejadas salchichas moteadas. Y lo mismo sucedía con el resto de su cuerpo. Las ropas empezaron a desgarrarse y a desintegrarse entonces, con chasquidos que parecían latigazos.

Los desgarrados restos del manto del mago de la corte de Galadorna cayeron hechos jirones mientras El se revolvía intentando incorporarse sobre piernas que no dejaban de cambiar en longitud y grosor. Dasumia aullaba de risa mientras él se desplomaba a un lado y a otro, y aumentaba de tamaño sin cesar hasta quedar aprisionado contra el banco situado frente al suyo en un apretón que recordaba cada vez más al de una prensa. Ahora estaba ya tan gordo como dos toneles juntos, y seguía creciendo. Intentó tejer los movimientos de otro hechizo con dedos que colgaban y se bamboleaban y eran tan largos como su antebrazo, un antebrazo que era ahora tan ancho como lo había sido su pecho, antes de que, también éste, hubiera empezado a crecer...

Entonces su propio hechizo empezó a actuar, y la tirantez desapareció de improviso cuando los bancos situados delante, detrás y debajo de él se alzaron del suelo, dejando una estela de polvo al hacerlo, y lo derribaron al suelo, una grotesca masa de carne resbaladiza y llena de pliegues que yacía de espaldas, jadeante. El se incorporó y forcejeó, intentando recuperar el aliento, y consiguió colocarse sobre un costado, de cara a su adversaria.

En cuanto la pudo ver, tres bancos salieron disparados por el aire contra ella obedeciendo su feroz mandato, a modo de lanzas gigantes. Dasumia se agachó y rodó por el suelo; luego dio una voltereta hacia atrás, giró al tiempo que aterrizaba, y sin detener el movimiento dobló las magníficas piernas y saltó. Los tres bancos erraron el tiro y fueron a estrellarse contra la flotante mano negra con una furia demoledora que sacudió la estancia. Uno de los dedos se desgajó de la mano, dejando una estela de fulgores mágicos en su caída.

Dasumia siseó algo rápidamente y con voz ronca; y casi al instante Elminster se encontró alzándose por los aires. Se fue elevando y elevando sin control, mientras intentaba ver qué había en el templo. ¿Iba ella a elevarlo por los aires y luego dejarlo caer, o...?

El distinguió algo que yacía en el pasillo central y tuvo una idea. Preparó el conjuro que necesitaba con furiosa velocidad, pues sabía que no tardaría en tener lugar un terrible choque contra el pétreo techo lleno de telarañas.

Finalizó la evocación justo a tiempo de alzar un brazo frente al rostro y doblar a un lado la nariz antes de estrellarse contra el techo —y ahuyentar a los aturdidos murciélagos que salieron volando en tropel entre agudos chillidos y un violento batir de alas— y descubrir que la magia de la mujer seguía empujándolo y apretándolo contra la húmeda piedra.

Gateó con brazos y codos, intentando rodar sobre sí mismo para poder ver a Dasumia, en lugar de piedra oscura y sucia a un centímetro de las pestañas. Necesitaba poder ver, para poner en funcionamiento el hechizo que había preparado.

Entre gruñidos y jadeos, consiguió hacer girar la pesada masa que era su cuerpo a tiempo de ver cómo una Dasumia que sonreía con los labios muy apretados levantaba mágicamente por los aires uno de los bancos que él le había arrojado... y lo lanzaba directamente contra él.

Elminster lo vio acercarse cada vez más grande mientras gateaba por el techo en un intento de apartarse de su trayectoria, usando su gran tamaño para agarrarse y patear vigas del techo que habrían estado más de tres metros fuera de su alcance de haber tenido él su auténtico tamaño. El mago intentó concentrarse en su propio conjuro, y no hacer caso del banco que se aproximaba.

No llegó a ver a la delgada figura vestida de oscuro que se subió en el último banco para apuntarle con tranquilidad y cuidado, fijar su posición mentalmente, e iniciar a continuación el conjuro de su propio y mortífero hechizo.

A medida que el mago se movía, el banco describía un arco en el aire para seguirlo, en tanto que la sonrisa de Dasumia se ensanchaba con anticipado júbilo ante el impacto a punto de tener lugar. El extremo que golpearía a Elminster era una masa descantada de afiladas astillas de madera, la mayoría de ellas tan largas como la altura de un hombre.

Dasumia dio tres veloces pasos laterales para poder contemplar mejor la situación, y eso era todo lo que El necesitaba. Rodó por una bóveda del techo, resoplando como una enorme ballena aérea, y a su abrigo invocó su hechizo. Dos látigos se alzaron del pasillo central como ansiosas serpientes irritadas, para saltar sobre la reina de Galadorna.

Cuando el banco golpeó el techo con un estampido que envió al mago rebotando por las baldosas del techo entre una enorme lluvia de polvo, El obtuvo una fugaz visión del rostro sorprendido de Dasumia cuando una ensangrentada tira de cuero negro se arrolló a una de sus muñecas y tiró hacia abajo, arrojándola de espaldas contra el suelo. La mujer se golpeó la cabeza contra el suelo y lanzó un grito de dolor... y ése era todo el tiempo que los látigos necesitaban. La muñeca que la había arrastrado al suelo fue atada con fuerza a su tobillo, el otro látigo hizo lo mismo en el otro lado, y uno de los dos látigos lanzó su mango contra los ojos de la hechicera, cegándola con lágrimas, mientras que el otro introducía su mango en su boca abierta para, de este modo, amordazarla.

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